Una careta, un par de antenitas, un moño, una vincha: detalles visibles sobre los que se apoya la rara identidad de los personajes de Chascos para la primera cita, la muestra de Maia Debowicz.
› Por Paula Jiménez España
Los accesorios aquí se llevan la parte por el todo y la mirada del espectador es absorbida por ese agregado: la chica pintada termina no siendo la chica, por ejemplo, sino la chica de las orejitas de conejo (cierto fetichismo vería aquí un tal Freud en épocas de patologización free). Otras veces no podemos afirmar, ni siquiera, si es una chica. El rostro tapado por una careta animalesca no devela género y, por otra parte, la imagen se parece bastante a lo que solemos mostrar en una primera cita amorosa: una cara que no es la propia. Pero, pensándolo mejor, ¿hay alguna cara que sea “la propia”? ¿“Nuestras caras” no están en permanente transición? ¿No portaremos una sucesión de caras-chascos que mientras muestran una cosa disimulan otra? Además, ¿cuál es la cara propia, la que está arriba del cuello o la del ratoncito que dibujan los pelos en el pubis de una mujer que se baja la bombacha? Ya lo sabemos: estamos en 2013 y todo tiene su doble, su triple, su cuádruple cara. Y cierto arte, preocupado por el corrimiento de los límites de todos los géneros, insiste en poner en cuestión lo unívoco y lo binario. El dibujo de Debowicz que ilustra la postal con la que se promociona esta muestra se llama “¿Cuántos minutos viven las moscas?”, y se trata claramente de un chiste en el que se comparan estos insectos con los pelos en los piernas de una persona con pollera. Una persona que no por usar pollera es mujer, ni por no depilarse es hombre. Y ni siquiera una persona sino una pollera y unas piernas, lo demás es la restitución gestáltica de la imagen en la cabeza de un espectador expulsado del paraíso binario. Apartados de la estandarización, los dibujos de Debowicz son una flecha que apunta a un signo queer, de límites difusos. El dibujo del muchacho que se baña con un antifaz puesto, tipo Batman, cuyas tetillas resaltan en un furioso rosado del mismo color que la toalla que cubre sus genitales, evoca visiblemente una masculinidad cuyo deseo transgrede la norma del “celeste”. Rosas, rojos, amarillos, colores planísimos salen de la cartuchera escolar de Debowicz, pletórica marcadores escolares. Simpleza y sofisticación: Maia. Los géneros que se corren en su obra no sólo trasvasan la frontera pétrea de lo masculino y lo femenino sino también la de la condición humana devenida animalidad en las caretas de chancho o de conejo. Cuenta en el catálogo Diego Trerotola, curador de la muestra, que el conejito que protagoniza varias de sus pinturas está inspirado en la mascota real de la artista. Se llama Warhol y en lugar de zanahorias come papel y tiene sexo con dos muñecos de peluche. Pero este animalito tan raro, tan queer, no lo es más que su ama, quien siempre lleva un chasco comprado en una casa de cotillón a un primer encuentro amoroso (es un téster y si la persona se ríe y demuestra tener sentido del humor, pasó la prueba). Hecho performático en sí mismo: no es menos chasco un caramelo de pimienta o una lapicera que saca un resorte de adentro cuando la presionás contra un papel, que hacerle creer a nuestrx candidatx que somos lo que no somos. Esa careta que nos ponemos consciente o inconscientemente a la hora de seducir, en las pinturas de Chascos para la primera cita se hace evidente y cobra materialidad. Pero, ¿qué posibilidad nos queda más que vivir de chasco en chasco, ya que ninguna careta es la definitiva? En una de las pinturas de espíritu más naïve de la serie, Maia Debowicz se dibuja a sí misma soplando pompas de jabón. Ninguna dura, claro. Todas, todas, transitan por el aire.
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