Vie 29.11.2013
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Los amorales, a la Plaza

El activismo nació ayer. El Frente de Liberación Homosexual, pieza clave en la historia de las luchas de la disidencia. Las Madres de Plaza de Mayo marcharon el jueves pasado acompañadas por las históricas banderas que en los años setenta avergonzaban a la plaza.

› Por Alejandro Modarelli

“Mirá, Sarita, nos pusieron. Pero, como siempre, a lo último.” La queja de Néstor Perlongher, el genio quilombero, a su compañera feminista Sara Torres (cuyo estatuto civil pasaría a ser desde 1992, en los registros del activismo gltbi argentino y en el mundo literario, el de “viuda de Perlongher”) se repetía en los años ’70 cada vez que los miembros del Frente de Liberación Homosexual (FLH) enviaban su adhesión a una causa o su pésame por la muerte de un militante de la izquierda revolucionaria a manos de la Triple A. “Es que con ese nombre tan categórico nunca quedaban dudas, no les dábamos oportunidad de disimularnos entre las adhesiones”, se ríe hoy Héctor Anabitarte, venido de Madrid a Buenos Aires para recibir junto con otros de sus antiguos compañeros un homenaje (¿a la vez un perdón del Estado?) organizado por la Subsecretaría de Promoción de los Derechos Humanos. Y es cierto: el inquietante nombre de la agrupación revelaba la incómoda epopeya de una identidad que precisa de un gesto semántico de orgullo para dejar de ser fantasmas.

Es que en esos años ’70 nadie quería rozarse con ese grupo de activistas del deseo revolucionario en las manifestaciones callejeras (se trataba de una cuestión higiénica), ni siquiera compartir un listado, porque hasta el nombre o las siglas eran contaminantes. Si llegaba la revolución del pueblo al puerto de los sueños, debía ser sobre los jinetes de una supuesta moral intachable, y entiéndase: a los homosexuales se nos reconocía de inmediato por un apelativo medio nietzscheano y del todo abyecto que amarilleaba las páginas de los diarios y los discursetes monótonos de los fachos; se nos llamaba “los amorales”.

Además, eso de la liberación sexual sonaba para buena parte de la dirigencia de las orgas una aspiración clitorideana de niñas hippies porteñas emancipadas de la sobremesa familiar. La monogamia era un imperativo de la lucha revolucionaria, que impugnaba los cruces de alcoba, quizá para evitar distracciones de su goce único y legítimo, el de la utopía. Y en lo que respecta a las maricas o a las lesbianas (las travestis eran todavía una categoría indiscernible de la inversión masculina, putos a los que se les había ido la mano), la única emancipación comprensible consistía en curarnos. A los enfermos la revolución los rehabilita (la represión policial estaba ya muy mal vista), no los libera sexualmente. A ver si después de todo, liberando al homosexual en un viva la pepa, también esos machorros terminaban por liberar de sí mismos las zonas bajas del cuerpo cada vez que, ay, se les incendiaba en contacto con un compañero demasiado bonito. Muchachos, dirán algunos seguidores del francés Hocquenghem en los ’60: socialicen el culo, si no, la revolución anticapitalista nunca será completa.

Aquel día de 1973, cuando asumía Héctor Cámpora (y unos meses después en Ezeiza) los miembros más vanguardistas del FLH –por llamar así a quienes buscaron casamiento con el peronismo de izquierda y a despecho de célebres compañeros intelectuales como Juan José Sebreli o Blas Matamoro, que veían en esa muchachada progre enamorada de un militar poco menos que sucedáneos de falangistas, o émulos de la juventud hitleriana sin saberlo– desplegaron un cartel bien casero en la Plaza de Mayo que recreaba una frase de la marcha peronista: “Para que reine en el Pueblo el Amor y la Igualdad”. Ahora, claro, había que ganarse al pueblo, y no hablo de los chongos obnubilados por el contoneo de caderas y las metamorfosis floridas de las locas. Ni hablar, claro, del Estado nacional. Que eso sobrevino varias décadas más tarde hay que reconocerlo, querido Sebreli, nobleza obliga, de la mano de un gobierno que se reclama en parte heredero de los militantes de los años ’70, homófobos como casi todos entonces (eran los tiempos en que Jean-Paul Sartre se enojaba con Fidel Castro por sus políticas científicamente represivas contra las locas y llamaba a los homosexuales de la isla “los judíos de Cuba”) y que impulsó como nadie antes leyes que son de avanzada en el mundo, la de identidad de género y el matrimonio igualitario.

PAÑUELOS Y MARACAS, LA PLAZA NOS ABRAZA

Sobre el concierto de pasos y consignas que, semana tras semana, rearman la ronda originaria de las Madres de Plaza de Mayo, este jueves 21 de noviembre quedó para la pequeña gran historia el giro (que no el yiro, que para eso están otros espacios) de las locas del FLH –esas otras locas nacidas por partenogénesis en años ’70– y que se pueden también catalogar de venerables. Jorge Giacosa, Héctor Anabitarte y Sergio Pérez Alvarez gastaron sus suelas de antiguos humillados alrededor de la Pirámide, y qué mejor compañía que ésta para las Madres. Muchas de ellas dijeron reconocerse hoy en el viejo dolor de los homosexuales, objeto de injuria y castigo por parte de los dueños de la opinión pública. Yo mismo recuerdo haber escuchado, siendo una marica adolescente cero ambiente, cero conciencia, a unos bigotudos con cara de Falcon verde gritarles a esa mujeres “locas de mierda” en la boca del subte de Catedral, mientras ellas ritualizaban su pedido de justicia por la desaparición de sus hijos con la consigna “Vivos los queremos”.

Del registro machorro al registro maraca; la Plaza del 21-N da para todo. Medio caótica, como corresponde, en la ronda se entrechocan la bandera del arco iris y el cartel de las Madres. Entre las pancartas de las organizaciones gltbi sobresalen la de 100% Diversidad y la de CHA, y una réplica emocionante del original que portaban las locas del FLH cuando asumió Cámpora y también durante el recibimiento de Perón en Ezeiza, donde la Operación Masacre se robó todas las consignas revolucionarias. Anabitarte asegura que nunca estuvo convencido de ir al recibimiento, pero como ex comunista y ex sindicalista de Correo que era se disciplinó y acompañó la decisión de la mayoría. Sebreli, ni hablar: abrirle los brazos a Perón era como rebajarse a hacer el saludo al Duce. A medida que avanzaba la línea Eros de Perlongher dentro del FLH, Sebreli se dedicó a otra cosa menos irritante que el activismo homosexual de izquierda. Y ni qué decir hoy, en sus tertulias mediáticas con Mariano Grondona. En el homenaje de estos días nadie lo mencionó.

Cuenta Jorge Giacosa que él, apenas un pibe que daba sus primeros pasos en la identidad y sus prácticas, no soportó en Ezeiza la presión de las miradas de los manifestantes –producto a veces de la sorpresa– y se disculpó más tarde ante su madrina Néstor Perlongher por haberse ido antes de tiempo, dejando un vacío en torno al cartel del FLH (suerte para él, porque evitó el silbido de las balas y el aquelarre de las corridas). Y claro, Néstor lo perdonó, aunque, conociendo el paño del juez, a mí se me hace que su belleza pesó a la hora de eximirlo de culpa y cargo. Que Néstor, la Rosa Luxemburgo del FLH, era implacable, pero los ojos celestes de ese pendejo Giacosa merecían un armisticio.

Al día siguiente de la ronda conjunta en Plaza de Mayo, la Subsecretaría de Promoción de los Derechos Humanos planificó una continuación del agasajo al FLH en La Manzana de las Luces, y se sumaron ahí otros ex militantes, Néstor Latrónico y Sara Torres. Giacosa motivó el lagrimeo de muchas de nosotras, locas de ayer y de hoy, cuando recordó que él en los años ’70 había sido un chico que, por su diferencia, pensó en el suicidio y que el encuentro con sus pares ofició como salvación. Héctor Anabitarte no hizo mención a ningún deseo de muerte por mano propia, pero sí a la angustia de haber tenido que dejar todo, territorio y familia, de un día para el otro. Debió entonces treparse a un barco de nombre italiano camino del exilio español junto con su pareja Ricardo Lorenzo, y no volvieron más. Héctor venía de varias militancias de izquierda y ya sabemos que para la dictadura esa suma de responsabilidades, cuando no de heroísmos, era un catálogo de aberraciones cuyo destino natural era ser echado al Río de la Plata. O algo por el estilo.

La mirada de este cronista (que compartió mesa de intervenciones junto con Marta Dillon, Eduardo Jozami y Daniel Jones) se fugó en esos momentos hacia las caras de muchos de esos jóvenes gay, lesbianas o trans que en la platea del homenaje se reconocían en lo que podría decirse el peronismo combativo de ahora, de Putos Peronistas a La Cámpora Diversia, y para los cuales las fantasías de suicidio de Giacosa debe sonarles a un drama por la identidad que conmueve, pero que está escrito en máquina Remington. Se abren los cajones políticos de esa época y también los de la post–dictadura, y así se desarchivan también las emociones. César Cigliutti recordó que la pelea por la derogación de los edictos policiales, contra las razzias, y a favor de la noción de libre sexualidad como derecho humano pasó del FLH a la CHA, en contextos históricos bien distintos, pero siempre bajo el amparo de dos siglas donde la identidad no se difumina. Poder empatizar con el universo de experiencias tan lejanas fue para mí el resultado que mejor se consiguió en esas jornadas de reconocimiento a los miembros del FLH. Porque sin nexo afectivo resulta impensable para los activistas de ahora ser honestos con los precursores. Ni para el conjunto de la comunidad gltbi tomar conciencia de que sin la lucha en común de los años ’70, retomada en parte en los ’80, nuestra experiencia individual hubiera estado todavía hoy medio asfixiada entre las paredes de un armario. Hay por eso razones éticas y razones pragmáticas para admirarlos.

NADIE OLVIDA NADA

“La militancia para mí es como una pulsión, por no decir un vicio”, se ríe Héctor Anabitarte, cuando salimos de La Manzana de las Luces. A fin de cuentas, el consorcio de los humillados tiene tantas plantas que uno puede ir de una a otra y encontrar que siempre hay un espejo donde todos se ven parecidos. “La misma obsesión que tuve por los derechos de los homosexuales y por el combate contra el sida en España, la tengo ahora cuando en la Fundación Hombro contra Hombro reparto alimentos para los expulsados del sistema económico, y trabajo en la integración de los inmigrantes.” Setenta años, mi querido Héctor, y una manía tan vieja como la de la militancia es esa que le ocupa todos los anaqueles de su casa: conservar toda clase de papeles, incluso a los que uno jamás daría trascendencia; anotar en libretas infinitas impresión tras impresión que le va dejando el mundo, como si tuviera la misión —más allá de sus propias fuerzas— de no permitir el olvido. “Un cuidador de un cementerio de Buenos Aires me dijo una vez: Mire usted, el olvido no viene nunca.” Y esa frase precede su último libro, que se llama Nadie olvida nada.

En la cena posterior al homenaje se dedicó junto con Sergio Pérez Alvarez —que prepara una crónica sobre el FLH; en época de matrimonio igualitario e identidad de género hay que volver como nunca antes al origen de la lucha— a repasar los nombres de los que quedan, de los que saben que ya no están, o creen que por la prepotencia de la biología (muchos de los ex compañeros ya eran mayores en los setenta) ya no debieran estar. “Uno suele escuchar que otro mundo es posible. Ahora, hay que ver si ese mundo posible es mejor que éste”: Héctor mira una Europa cuyos dioses fundantes se fueron, pero parieron antes el monstruo del mercado financiero, la burbuja, el desempleo y otras furias. No obstante, ve con alegría que en lo que al universo gltbi concierne —y sobre todo rescata el avance de derechos en la Argentina— quienes aún no fueron expulsados del contrato social (si la ley de identidad de género logra efectos transversales, y beneficia más allá de la clase, el matrimonio igualitario en este sentido supongo importará menos a los desposeídos) sienten que consiguieron por fin carta de ciudadanía, y que pueden respirar después de una temporada obligada bajo tierra.

MEA CULPA

Hace unos días leí un áspero intercambio de opiniones en las redes sociales entre un pibe de poco más de veinte años y un activista de casi cincuenta, Gustavo Pecoraro. El chico comparaba a dos de los líderes gays más conocidos, Néstor Perlongher (FLH) y Carlos Jáuregui (CHA), sólo para exaltar la militancia de los años ’70 en desmedro de la de los ’80. En el medio renunciaba al análisis de los contextos, sólo para poner la energía revulsiva transformadora del lado del FLH (ni siquiera tuvo temor de afirmar que Perlongher era para él el Firmenich de los putos) y la agenda de reivindicación de derechos civiles –qué aburrido– del lado de la CHA post-dictadura. “Carlos Jáuregui nunca pisó el barro”, escribió en su post, y uno se pregunta entonces cuál sería su concepto de barro, porque, hijito, Jáuregui se la pasaba (claro que casi siempre un poco demasiado ebrio, pero era su sello) peleando contra la policía, irrumpiendo en las comisarías junto con abogados para obligar a liberar travestis y maricas.

Se puede ser anacrónico, si se trata de rescatar historias y no de provocar antagonismos a la violeta. El FLH surgió poco después del Cordobazo y heredaba en mucho ese espíritu revolucionario. La CHA abrevaba en cambio en la revuelta de Stonewall, se daba cuenta de que, solas como estuvimos siempre las locas, había que organizarse como colectivo sobre aspiraciones jurídicas propias, como la inclusión de la orientación sexual en la Ley Antidiscriminatoria, aunque sin perder de vista la transversalidad de algunos combates, como el de los edictos policiales. Se entiende el gusto de los chicos por decapitar glorias a medida que ellos se van asomando al gran mundo. En esa tarea andaba el niñato que se afanaba en denostar a Carlos Jáuregui, hay que admitir que con argumentos disparatados. Es que siempre, aunque a veces de un modo penoso, las cabezas de los reyes y las reinas están disponibles para el sacrificio.

En el homenaje al FLH en La Manzana de las Luces, un activista también muy joven, sobre el escenario, pidió perdón a los homenajeados por el sufrimiento que debieron pasar en tiempos de oscuridad. Ese discurso, sin dejar de ser emocionante y honesto, dejaba por un instante al Estado en un fuera de campo. Decapitada por un instante, la soberanía del Estado pasaba esa noche del día 22 de noviembre a manos de un chico sin duda encantador, que hacía –pobre– un mea culpa por crímenes que nunca había cometido. El asunto fue muy comentado por al menos uno de los destinatarios del arrepentimiento. Comentado con buena leche, y con asombro.

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