Buscando en los restos la última verdad. Una modalidad no tan nueva: el mediático post mortem.
› Por Adrián Melo
La primera escena de la novela Irresponsable (1902), de Manuel Podestá, nos sitúa en una morgue policial adonde unos médicos van a llevar a cabo la autopsia del cuerpo de una prostituta. Siguiendo los modelos de la novela naturalista que con pretensiones de cientificidad extrapola en el campo literario argentino nociones de darwinismo social a las ficciones, la idea es que el estudio minucioso del cadáver de la promiscua permitiría localizar la fuente de la enfermedad así como desentrañar los órganos enfermos y contaminantes del cuerpo social de la nación. En el imaginario social de la época las figuras del invertido sexual y de la prostituta son paradigmáticas de las sexualidades anormales y las que suponen un peligro para el ideal de familia y de comunidad nacional.
Después de la muerte y el entierro de Ricardo Fort, gran parte de los programas televisivos denominados “de chimentos” y otros de “interés general” parecieron pendientes del momento en que sería exhumado su cadáver en busca de las “verdaderas razones de su muerte”. Si hasta la propia Mirtha Legrand, quien dicho sea de paso parece acomodar el respeto a los muertos y a los cajones en función de su ideología política, se vio en la obligación de poner en su lugar al conductor Santiago del Moro, quien desde su programa Intratables le pidió opinión respecto de la exhumación del empresario en plena fiesta de fin de año del Canal América. En paralelo a la morbosa expectativa de la inminente exhumación, los mismos medios se dedicaron a exhumar su alma y su corazón intentando revelar los secretos más sórdidos, buscando pleitos entre los seres queridos, indagando sobre los destinos de la riqueza, haciendo rivalizar a amantes del pasado para ver quién se erigía en el viudo legítimo.
Ya parece ley de la naturaleza que una vez que muere un gay se dude de las razones de su deceso, se presuma una muerte violenta y se hable de exhumación. También parece ley, desde que la revista Paparazzi se dedicara –en un gesto que hubiera espantado a Henry James– a publicar la correspondencia privada de Juan Castro, que tras la muerte de un gay se develen los secretos más escabrosos de su pasado: orgías, fiestas escandalosas y drogas hasta la extenuación y otras celebraciones de los sentidos que, se ve, producen tanta fascinación como secreta envidia pero distinguen a la sociedad moral de la que no lo es. Ya se lo preguntaba el reflexivo Mariano Grondona a propósito de la muerte bella y joven de Juan Castro: “¿Se puede vivir en la transgresión?”.
En todo caso, a una vida de exposición pública parece corresponderle como castigo una muerte pública.
En un artículo de 1985, “Matan a una marica”, Néstor Perlongher se refería a la manera macabra en que los medios informaban sobre los asesinatos de locas por homofobia en la Argentina y el Brasil en los ’80. “Cuerpos que al acecho del deseo pasan, después, al rigor mortis.” Cuerpos que con sus deseos desafían y acaso provocan su muerte. Se la buscaron. ¿Quién las mandó a esas locas buscar un encuentro con un macho que puede inexorablemente devenir fatal? “De vez en cuando –continuaba Perlongher–, las noticias de las muertes de las locas ganan, con macabro regodeo, pringan de lama o bleque los titulares sensacionalistas, compitiendo en fervor, en columna cercana, con las cifras de las bajas del sida. Ambas muertes, se tiñen, al fin de una tonalidad común. Lo que las impregna parece ser cierto eco de sacrificio, de ritual expiratorio...” Algo de ese espíritu parece flotar en el imaginario social y en el mensaje que los medios quieren transmitir. Así como los médicos del siglo XIX esperaban encontrar en la disección del cuerpo de la prostituta el secreto de los fracasos de la Nación del positivismo, algo se espera en la exhumación del cuerpo de los gays, alguna revelación que esconde quizá tan solo fascinación, morbo o doble moral. En todo caso, de lo que seguirá dando cuenta es de la obscenidad y de la impunidad de los medios, de su recurrencia a lo siniestro, de la imposibilidad de la autocrítica. No me parece utópico, en este contexto, retomar viejas lecciones del maestro Jürgen Habermas respecto de que si los medios de comunicación pueden desvirtuar la opinión pública; es aquí donde la sociedad civil puede y debe imponer sus límites.
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