› Por Adrián Melo
”En un principio hay la injuria”, escribió Didier Eribon en un comienzo de libro destinado a hacerse célebre. “Puto”, “Marica”, “Tortillera”, “Marimacho” y sus variantes son insultos que en un momento u otro de su vida gays y lesbianas deben enfrentar en el contacto con el mundo exterior. El insulto es preformativo, tiene el efecto de crear la realidad de que hay algo malo.
Es paradójico que esos insultos que dejan traumas y huellas en el cuerpo y en el corazón hayan sido la puerta de entrada a la esfera pública mass media de varios de los llamados gays mediáticos. Oggi Junco alcanzó la fama televisiva hace aproximadamente una década a través del escándalo y el insulto recurrente en peleas que se volvieron antológicas con Guido Suller (se llamaron alternativamente “comilón” o irónicamente “Juan Moreira” o “Macho Paredes”). Por esas épocas Guido Suller señalaba respecto de Miguel Romano que “se le caen las plumas de todos lados”. En su momento el fallecido Ricardo Fort agredió a Flavio Mendoza llamándolo puto y éste le retrucó con un “mariquita” antes de esgrimir que “es una pelea de mariquitas pero yo no soy mariquita, soy gay” (en esta extraña escala de valores ser gay macho suma). Fort, a su vez, cargó con la adjetivación de “chocoloca”. Ya Eribon advertía sobre el hecho de que esa injuria –que es personal y colectiva porque alcanza a toda una raza, clase o especie de individuos– era utilizada por los propios gays y lesbianas cuando, avergonzados de su homosexualidad, querían ocultar sus preferencias sensuales, disociarse del grupo rechazado constituido por la injuria o empeñarse en dar muestras de su “normalidad”. Entonces ellos mismos gastaban bromas o se reían de los maricones, las camioneros y las bomberos con la vana ilusión de que se les dispensara de la afrenta si la pronuncian ellos mismos o se ríen con quienes la profieren.
Si hablamos de espacios mediáticos merecen capítulo especial esas comunidades exclusivamente de hombres –representadas en programas tales como Buenos muchachos– donde las complicidades masculinas adquieren una intensidad tan homosocial que precisan hacer gala de la misoginia, el uso de la mujer como objeto, el insulto a la marica y al “culo roto” y a la homofobia para no ser confundidos o no caer en la tentación homosexual. (No parece casual que quien más hace alarde de sus noches de putas y orgías es Héctor “Bambino” Veira, acusado y condenado otrora por “intento de violación” en el lejano 1991.)
El otro capítulo es el espacio de la pelea mediática, como cuando Alfano puso sobre la escena el HIV positivo de Pachano: la putez siempre aparece en el centro de la escena como personaje, tema, tópico o problema. La intensidad del insulto se mide en grados de putez. La credibilidad del enunciante se mide en grados de putez (¿a quién le importa lo que pueda decir esa marica, esa trava, esa torta?). Y así la niña Loly se enoja con Flavio Mendoza por supuestos “lances” con su marido; Silvina Escudero y Alvaro Navia se burlan de la sexualidad de Aníbal Pachano (frente a cámara Silvina Escudero agarró una zanahoria, dijo que eso debería ser un regalo para Pachano y se extrañó del hecho de que sea gay y tenga una hija), insultan a Flor de la V, a Zulma Lobato.
Hacia la década del noventa del siglo pasado activistas que luego confluyeron en el grupo Queer Nation teorizaron sobre la idea de convertir el insulto en orgullo. Orgullo de ser marica, puto, bombera, camionera, rarito, en definitiva, todo aquello que la sociedad capitalista y racista consideraba abyecto o digno de estigmatización. Muy lejos de esa posición, la televisión argentina y algunos exponentes del homosexualismo mediático consagran y refuerzan con el insulto y el chiste agraviante los peores estereotipos.
Más allá de recibir y muchas veces producir el insulto homofóbico, estos personajes mediáticos imponen ciertos temas de manera masiva: la transexualidad; las maternidades gays, lesbianas y trans; la relación entre gays, lesbianas, trans y travestis (y las diferencias y los insultos agraviantes entre los propios miembros de la comunidad lgtbiq); la de los hombres que se identifican como heterosexuales y gozan de placeres que distan de la heteronormatividad. Es complejo analizar y cuantificar los efectos positivos y negativos de esta irrupción generalmente escandalosa en la esfera de los mass media. El hecho de que por años no tuvieran una presencia o una representación en las artes masivas provocó en las existencias de todo un colectivo el sentimiento que tan claramente explica la escritora y activista lesbiana Susie Bright en el documental The Celluloid Closet: “Te sientes invisible como si fueras un fantasma. Un fantasma en el que nadie cree”. Y de manera concomitante, la furiosa necesidad de la visibilidad a cualquier precio.
Quizá como ocurrió con la figura de la marica representada recurrentemente en el cine y en la televisión como blanco de burla y como objeto para hacer reír, haya efectos positivos que se deban evaluar a largo plazo. Algo de subversivo tenía que tener, por ejemplo, el personaje estereotipado del afeminado “Huguito Araña” –a pesar de estar interpretado por el heterosexual Hugo Arana– en el programa Matrimonios y algo más para que recibiera un tirón de orejas de las autoridades militares de la época e impulsara al equipo de producción a que en la ficción se casara con una mujer. Hay seguramente un orgullo que puede resultar entrañable y producir efectos políticos en el hecho de que Oggi Junco proclame a los cuatro vientos su identidad trans, sus deseos de haber nacido mujer, su intención de cambiar su nombre por el de Orianna y muestre alegremente sus tetas y cola recién operadas pueda ser superador de la imagen del puto payaso que hace la versión cómica de Titanes en el ring pero con el Inadi como árbitro.
Quizá, después de tantos años de represión e invisibilidad, la única puerta de entrada a los medios haya sido la de la bronca y del escándalo. Y también la de la máscara (¡otra vez la máscara!) y de la autoficción. No podemos soslayar el hecho de que la mayoría de las veces los mediáticos deben inventar su propio libreto, tramar las peleas y las guerras ficticias para seguir vigentes (y en algunos casos como medio de supervivencia). Hacia fines de la década del ochenta, Hervé Guibert –un autor al que siempre resulta interesante volver y que imaginó en una de sus novelas un seropositivo que envenenaba a sus amantes dándoles su sangre vertida en copas de vino, presagiando a Michael Johnson– fue un novelista escandaloso que hizo de su vida un personaje de novela, convirtiéndose en un artista paradigmático del género autoficcional y reveló en sus ficciones su sadomasoquismo, sus deseos más perversos, su homosexualidad, su sida y sus miserias, y la agonía y la muerte de Michel Foucault a causa del sida y secretos escandalosos de la vida del célebre filósofo. Claro que a Guibert, a diferencia de estos mediáticos, lo redimía la belleza de sus palabras.
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