Viernes, 28 de febrero de 2014 | Hoy
CINE Y SIDA
A 20 años del estreno de Filadelfia, la película que a pesar de su pátina edulcorada fue la primera en hablar del sida en Hollywood, llega Dallas Buyers Club. Si bien la crítica ha derrochado tinta en aclamar la destreza de los actores al transformar sus cuerpos para interpretar a portadores de VIH, en este film hay más: la denuncia de la complicidad gubernamental y biomédica en la muerte de miles de personas en los primeros años de la pandemia.
Por Gustavo Pecoraro
Hace 20 años se estrenó la película Filadelfia, que dirigió Jonathan Demme y protagonizaron Tom Hanks, Denzel Washington y Antonio Banderas. Era 1994 y el sida hacía estragos en el mundo, y todavía faltaría mucho para hablar de esperanzas, o tan siquiera cócteles retrovirales. Fue el año de la muerte de Roberto Jáuregui, y el año que en Argentina se realizaba una segunda y poco nutrida Marcha del Orgullo LGBTI, que aún seguía encabezando Carlos Jáuregui, que moriría en 1996 también a causa del sida.
Hollywood ya había encendido las alarmas en 1985, cuando moría Rock Hudson.
Freddie Mercury, Anthony Perkins, Rudolf Nureyev, y miles de miles de miles, engrosaban la lista. La “Meca del Cine”, siempre atenta a la corrección política o al maquillaje de responsabilidades, produjo con bombos y platillos una película para “el gran público” donde la mayoría de la carga dramática se centra en el juicio por el despido improcedente de un joven abogado (de clase media, con pareja estable, muy valorado por sus jefes) socio de una firma de abogados muy poderosa en la ciudad de Filadelfia. El personaje, Andrew Beckett, fue interpretado por Hanks, cuya carrera estaba encaminada a la comedia con intrascendentes películas hasta el momento. A Beckett le eran confiados casos de responsabilidad, considerándolo un “best boy”. Pero un día es despedido. Sus jefes argumentan que ya no es eficiente. Sin embargo él cree que su despido se debe a las marcas que el sarcoma de Kaposi le dejó en su cara. La Justicia —esa que recorre el film— pondrá en escena a Denzel Washington, un abogado claramente homofóbico que finalmente acepta el caso y mágicamente cambia esa actitud de rechazo por la benévola mirada de aquel que te cierra el cajón.
Filadelfia es sin dudas el gran producto de Hollywood para el arrepentimiento por el desinterés de toda una enorme parte de la sociedad sobre el genocidio que el gobierno de Reagan y la Food and Drug Administration cometieron en los primeros años del sida, cuando retrasaba las aprobaciones para los medicamentos, recortaba presupuestos en salud o experimentaba con medicaciones nocivas sobre los ya endebles cuerpos de los primeros portadores de HIV. Inoperancia gubernamental con complicidad biomédica. Filadelfia es también la primera película que abordaba este tema y que llegaba a millones. La primera que corporiza los cuerpos escuálidos y debilitados de las víctimas. Pero hablaba sólo de un caso, el de un abogado de éxito con asistencia sanitaria y con los recursos necesarios para contratar a un colega, charlar el tema con un entorno familiar de contención, que aún hoy es igual de excepcional. ¿Por qué Hollywood elige este caso y no el de los miles de miles de otros de personas que viviendo con HIV tuvieron que soportar el rechazo de toda una sociedad, la pérdida de amigos y amantes, la desasistencia sanitaria y un futuro marcado –como único horizonte– con la muerte?
Filadelfia no habla del daño que los medicamentos como el AZT hicieron en los cuerpos enfermos de miles de personas. No habla tampoco del desarraigo social, de los jóvenes que morían en los hospitales sin siquiera el abrazo de una hermana, no habla de la lucha política de organizaciones como ACT-UP, que se plantaron frente al gobierno de Reagan (durante su mandato aumentó el presupuesto para defensa, mientras lo recortó para salud pública. La primera vez que utilizó la palabra sida en un discurso público ya habían fallecido 25.000 estadounidenses) y luego frente al de Bush padre, o incluso ante Clinton.
Filadelfia tuvo el mérito de acercar a millones de personas la reflexión sobre el sida, pero en los bordes de los guiones almibarados a los que nos tiene acostumbrados. Otro Bambi para la lágrima fácil. Hollywood fue hasta ahí. No sea cosa de andar cuestionando mucho o mostrando tanto.
Dos décadas después de Filadelfia, se acaba de estrenar Dallas Buyers Club (que en nuestro país va a llevar el título desafortunado de El Club de los desahuciados). Protagonizada por Matthew McConaughey y Jared Leto, la película cuenta la vida de un vaquero homofóbico y racista llamado Ron Woodroof, que al saberse infectado en 1985 con el HIV y con un pronóstico de vida de 30 días, decide dejar de tomar AZT y buscar alternativas médicas, lo que le valdría 7 años más de vida. Muestra las escasas opciones que existían para combatir el sida, que variaban desde terapias naturales en México, Interferón en Japón o DDI en Francia, y el absoluto monopolio que el AZT tenía en EE.UU., bajo el amparo del gobierno de Ronald Reagan y la FDA. También, el mercado negro que Woodroof había instalado contrabandeando estos medicamentos hasta EE.UU., donde los vendía a quienes pudieron pagar los 400 dólares de membresía que exigía ser parte de su “club”.
Si bien este vaquero para nada es un héroe, hay una mirada crítica hacia el sistema sanitario americano, que recuerda a algún documental activista o a alguna película del gordo Moore. Es el film de Hollywood que con más firmeza denuncia el rol nefasto del AZT y la complicidad gubernamental-biomédica en la muerte de miles de personas. “El AZT sólo le sirve a quien lo fabrica”, dice Woodroof. Nos retrotrae a la experiencia generacional de finales de los ’80 y principios de los ’90, donde los rostros angulosos y demacrados de los homosexuales eran una carta de presentación y de rechazo social. Llenan la memoria de cuerpos extremadamente delgados, pieles amarillentas, pelos desgreñados, pómulos salientes, ojos brillosos, párpados caídos, olores, salas de hospitales y desesperanza.
Algo sobre lo que también reflexiona Mariana Enriquez en su nota en el suplemento Radar del domingo 16 de febrero: “... es una película sobre los cuerpos: pinchados, inyectados, con sueros colgando, ensangrentados, agobiados por la tos y los calambres, con pitidos en los oídos, con ropa que les cuelga de tan grande, cubiertos de sarcoma de Kaposi, desfigurados”. Los cuerpos de nuestros amigos, nuestros novios, amantes, conocidos, los de la calle; que se perdían por la Sala 17 del Muñiz, el Servicio de Infectología del Hospital Fernández, el 3er. piso del Hospital de Clínicas, o depositando su escasa esperanza en los 4 o 5 nombres de esos primeros médicos que atendían “estos casos”.
Matthew McConaughey me parece un plomazo, con esa sonrisa de chongo de Dolce & Gabbana y una carrera cinematográfica de montaña rusa. No tiene un papel simpático, ya que Woodroof no lo era. Pero su rebeldía contagia —aunque luego la usara para beneficio propio y con un tamiz de mercadeo nada piadoso—. Como bien señala Ariel Alvarez en su nota “El arrogante vaquero del Sida” de este mismo suplemento (mayo de 2013): “La figura de Ron Woodroof fue un gran dedo en la llaga para muchos. Los organismos federales lo atacaban, hablaban de su racismo y homofobia para calmar el interés de la gente por sus terapias. Lo cierto es que si bien era un homófobo reconocido, no sólo ayudó a muchos homosexuales, sino que comenzó a cambiar un poco su modo de entender las cosas...”. Lo acompaña Jared Leto, que está soberbio en el rol de Rayon, una mujer trans, usuaria de drogas y en fase terminal de la enfermedad, su socia en la venta de estos medicamentos. Ella elige ese camino —como leí hace poco— “prefiriendo la muerte a la vida que me permiten ustedes”. La película ha generado bastante polémica, sin embargo sectores de la crítica cinematográfica se empeñan en destacar el trabajo actoral de modificación de los cuerpos de sus protagonistas, dejando pasar —como la sociedad dejó pasar durante mucho tiempo— el claro posicionamiento del guión.
Una nebulosa que sigue y sigue gastando palabras en lo “importante” que fue que McConaughey o Leto hayan adelgazado 20 kilos, y no en que el AZT mató a millones de personas de la mano de los laboratorios que lo comercializaron (y que obtuvieron ganancias billonarias), y de la bendición de la FDA y del gobierno de Reagan. Otra vez el biempensante mercado hollywoodense no sólo ve lo que quiere ver, sino que dice lo que debemos decir, y calla lo que cree que no debemos oír. Y mientras tanto, Oscar va Oscar viene, millones de personas les seguimos poniendo el pecho a las balas.
Dallas Buyers Club se estrenó ayer en las salas comerciales.
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