› Por Juan Tauil
Me arrepiento de no haber entrevistado a Jorge Ibáñez para SOY. Tal vez nunca lo hice porque lo conocía y sabía que era muy difícil sacarlo del libreto del buen chico gay, trabajador, sano, aceptado socialmente, rutilante, ganador y luminoso, y porque sabía que además de excelente diseñador y trabajador incansable era una gran bailarina. Salíamos con el mismo grupo de locas en los noventas, éramos habitués de cuanta fiesta electrónica hubiera, y él se las ingeniaba para estar presente en todas y, a su vez, trabajar en su atelier como una hormiguita, detallista, exigente, recto y sargentísima. Teníamos un amigo en común, Sebastián, un chico de muchísimo dinero heredado y con pocas cosas que hacer durante el día. Un día Sebas tuvo un shock de realidad -algo difícil de sufrir en los oníricos años del menemato- y cayó en mi casa, en un mar de lágrimas. Recuerdo que era imposible hacerlo parar, tal era su desazón. Jorge Ibañez le dio trabajo. Así era él; detrás de las telas de magníficos bordados había un buen amigo. Sebastián trabajó junto a Jorge hasta que fue diagnosticado vih+ y se dejó morir. Me enteré de la muerte de nuestro amigo por el mismo Jorge, a quien me lo crucé en un desfile. Lloramos juntos. Y también me contó con orgullo, como un maestro o un padre puede hablar de su hijo preferido que Sebas era muy responsable, dinámico y cumplía con su trabajo con gran dedicación, responsabilidad y gratitud; que sólo hacía falta que alguien le diera una oportunidad. Jorge Ibáñez sabía dar oportunidades. Gracias Jorge, hasta pronto.
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