ESTRENO: “MUERTE EN BUENOS AIRES”, DIRIGIDA POR NATALIA META
› Por Alejandro Modarelli
Dos representaciones inmediatas, demasiado familiares. La primera imagen que se ve en Muerte en Buenos Aires es la de una vieja loca con apellido de avenida, desnuda en su cama y marmorizada por el rigor mortis. Las sábanas ensangrentadas son el típico sudario con que suelen cubrirse los crímenes de odio. El portero referirá las visitas nocturnas al muerto de supuestos maromos, y este cronista rememora el clásico de Néstor Perlongher “Matan a una marica”, donde el comisario exclama perturbado frente a un cadáver en bombacha: “Zas, la loca era famosa”. La homofobia policial –en estos casos, ay, dizque pasionales– contiene el antídoto del temor reverencial a la clase alta. En la película se trata de un cadáver regio, el de un Figueroa Alcorta, pero podría haber sido el de aquel Adolfo Mitre que pringó de semen lumpen, no hace mucho, al patriciado que balconea desde La Nación. De cualquier manera, aun de manera tránsfuga, hay que trapear pronto la escena criminal, con el mismo empeño que lo hace un mucamo. Urgir a que se cierre la investigación cuanto antes, no vaya a ser que aparezca un regente de taxi boys a untar los expedientes.
Después llega otro guiño para la memoria sarasa. El thriller (“descubrí al culpable” –que confieso lo hice apenas mediada la película– es la consigna del trailer) pareciera traducir al registro criollo la célebre Cruising. Acá dos canas, uno joven, sensible y hermoso (el Chino Darín), otro rudo, maduro, y también –ay– hermoso (el mexicano ex candidato al Oscar, Demián Bichir) revisan la noche maraca de Buenos Aires del ’89 para encontrar al asesino. Maraca, sí, aunque no sidada, porque –extraño– el asunto se pasa por alto, justo en esa época de tantos pétalos negros que uno iba depositando en las urnas fúnebres de los afectos. Rutinas de la oligarquía rosa antes que de la bohemia o la vanguardia, nos llega el eco fácil de unas caras famosas de entonces. Luisa Kuliok, como al pasar en el papel de hermana del muerto; Emilio Disi, que es un juez corrupto llamado Morales en el que enseguida uno adivina al frecuentador escrachado del prostíbulo Spartacus. Mundo prostibulario en ese tiempo-puente entre Alfonsín y Menem, cegado por cortes de luz, donde Humberto Tortonese –sobreviviente con Fernando Noy del under de entonces– es el mandamás fiolón y voyeur de dormitorios transitorios bajo vigilancia de cámaras secretas. Darín hijo, jugándola de carnada, se presta a una escena S/M con el sospechoso (Carlos Casella) mientras lo observan Tortonese y Bichir.
Ubicado el lector en la trama de los personajes, pasemos a hablar de otras criaturas: los caballos. Los caballos que son desde siempre el animal predilecto de los grabados que adornan el escritorio de la obvia oligarquía, el estilizado animal del juego de polo que la estancia palaciega recibe sólo si es de raza, el que se compra o se vende bien caro, el que corre en el hipódromo. El caballo, ese animal que puede ser todavía la alegoría superviviente de una clase social que, bien vista, ha pasado de casta de mandarines a protagonistas privilegiados de la debacle moral y económica del país del que se sentían dueños. Meta decide entrecruzar ese desmoronamiento que se veía venir ya en los primeros hedores del menemato, con el vuelo mariposa del ambiente gay jailaife. Un juez corrupto demasiado colibrí, cafiolos alcahuetes de rímel nocturno, estafadores, contrabandista marchand maricueco y un tropel de equinos perforados con merca conforman un cuadro de gauchesca decadentista cuyo pincelazo urbano final acontece de madrugada en la Diagonal Norte de Buenos Aires, cuando un alazán blanco como el de San Martín se va cayendo por efecto de un balazo policíaco, en una pirueta de muerte expresionista digna de batallas heroicas, como cuando la patria era la Patria. O sea, ninguna teoría demasiado nueva bajo el sol.
El thriller noir Muerte en Buenos Aires identifica, como tantas otras veces en la literatura y el cine nacionales, la homosexualidad con el hilo quebrado de un proyecto de país, un circo romano, justo ahí cuando las instituciones masculinas sostenidas en la represión del deseo arden con el beso monumental de Bichir y Darín.
Con ese beso, Meta abre el boudoir de la homosexualidad no gay. Un poco a la manera de la madama de Querelle, apenada por no conseguir un lugar entre los marineros que, en una vuelta de tuerca o de culo, se las arreglaban muy bien entre ellos. Ausencia de mujer que se invoca para simular que se la ha olvidado. Es que en Muerte en Buenos Aires parece no haber sitio para féminas amantes en la balacera del homoerotismo, y si la mujer policía (Mónica Antonopulos) o las esposas se enroscan, ilusas ellas, en los faroles de sus hombres, lo cierto es que la intensidad del deseo desmentido entre los machos serpentea en cambio en la vereda oscurecida de enfrente, justo ahí mismo se consuma, del mismo modo que el crimen.
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