› Por Diego Trerotola
“Silencio, maricones”, dice el policía de bigote cepillo, interpretado por Miguel Angel Porro, en la razzia a la fiesta gay de La búsqueda (1985), dirigida por Juan Carlos Desanzo. En plena Primavera Democrática, aquella película ponía en escena una fiesta de casamiento gay interrumpida por una violencia policial que tenía como rutina insultar, humillar y encerrar a maricas y otras deliciosas criaturas que yiraban la noche. En otra escena, Sandra Mihanovich canta “Soy lo que soy” y Luisina Brando le grita “Por lo menos sabés lo que sos”. ¿Pero sabemos qué es La búsqueda? ¿Un policial homofóbico de la posdictadura o una película que se atreve a varias escenificaciones de los márgenes de su época? O simplemente es otra película mala, de esas en las que nos gusta reír mientras miramos al sesgo para encontrar sentidos casi ocultos en tanta obviedad: la frialdad y los espasmos de Andrea Tenuta, la risa oligofrénica de Emilio Disi y las puteadas de Rodolfo Ranni, quien interpreta al jefe de una banda criminal con un bigote cepillo más o menos igual al del policía Porro. Y el único sentido secreto que se perpetúa en cada mirada fetichista a esa película (o a cualquier otra obra trash que elijamos para hacer nuestro culto personal) es una sensibilidad camp que nos recorre como una corriente eléctrica, que provoca esa risa ritual que enciende los ojos como leds, como enrojecidos por un flash. Ojos de conejo por el vicio de su zanahoria. Reírse más, reírse mal: el camp, recordemos, es la alegría desubicada, es la carcajada cuando el drama fracasa, cuando la seriedad muestra sus defectos. La risa a contrapelo es la celebración de una lectura desobediente, una contracara burlona que traiciona el espíritu original para mostrar el revés de la trama. La mirada camp convierte a un incendio en fuegos artificiales.
Muerte en Buenos Aires es un quemo. Su visión de los ’80 es un cover de lo peor del cine de aquella época. En la película, Emilio Disi es la Ley y no es el único vínculo evidente con La búsqueda y algunos otros hitos más locos del mundo de la cultura trash ochentera. Para más precisión, la secuencia donde visitan por primera vez la disco gay de Muerte en Buenos Aires es lo más parecido a una remake de Dios los cría (1991), de Fernando Ayala, película póstuma, canto desafinado del cisne de los ’80, donde hay una escena en un boliche con musculosos anabolizados luchando en jaulas, drags retros, punks de crestas vinílicas, versión escolar de Blade Runner con Hugo Soto travestido como Madonna de corso barrial.
La idea de un diseño de arte artificioso, con el fucsia y otros virados como si todo estuviese enmarcado en neón, agrega un aire de berretismo a la “reconstrucción histórica” de Muerte en Buenos Aires, subrayando su explícita, pero no menos inocente, pintura falsificada de época. Y al policía interpretado por el mexicano Demián Bichir en la película le dan poco texto para que no deschave su tonada extranjera y así pase por porteño. Pero ni así. Otra falsificación de mala calidad. Y de ahí en más todo tiene un cierto nivel de camp, desde el cotillón sadomaso de homoerotismo aristocrático hasta la estilizada intriga policial viril. ¿Algo más camp que una marica escapando en una yegua blanca que galopa lentificada por una Diagonal Sur vacía en el nocturno microcentro porteño? Ridículo pura sangre. Podría discutir si Muerte en Buenos Aires es una denuncia a la homofobia de los ’80 o si es una multiplicación de esa homofobia. Para eso primero debería tomarnos en serio una película con alto nivel de esperpento que no tiene la vitalidad estética deforme de un Humberto Tortonese, quien está claramente desperdiciado en su rol de capanga del vicio nocturno gay.
¿Qué nos queda? Disfrutar de lo camp, disfrutar de los gestos fallados de esta película catástrofe, de sus ganas de ser un juego de tensión de chongos y maricas que termina perdiendo en gracia estrafalaria en comparación hasta con Atracción peculiar (1988), de Enrique Carreras, con Jorge Porcel y Alberto Olmedo. No olvidemos: la carcajada camp nos puede salvar. El público es siempre el que ríe último.
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