› Por Gustavo Pecoraro
Podríamos animarnos a la broma, si las piñas que recibió Ariel Olivera no fueran parte de otra aberrante agresión homófoba en la Argentina.
Podríamos pensar en otro armado mediático de esta nueva génesis de militancia (“trompadas-activismo PRO”, ya inaugurada por el desconcertante Pedro Robledo). Podríamos pensar en las cientos de decenas de otras víctimas discriminadas y violentadas en esas ciudades poco autónomas, vigiladas por las patrullas de la fe, lo normal y las buenas costumbres. Podríamos recordar una vez más a todas las personas lgbti y las mujeres asesinadas por las armas que carga una y miles veces el patriarcado.
Pero no.
Porque ante un nuevo golpe, un nuevo tiro, una nueva paliza, un nuevo insulto, el sentimiento debe ser más colectivo que nunca: si tocan a uno, ¡nos tocan a todxs! No sólo es Ariel con un ojo en compota, o esos varios golpes que irán calmando en unos días, pero que quedarán marcados para siempre. No sólo es el cuerpo agonizante de la Pepa Gaitán tirado en la calle, acribillada por amar a otra lesbiana.
No sólo es cada mujer víctima de femicidio.
Es que vamos más allá: una sociedad que permite estas agresiones no es justa ni solidaria. Ni diversa, ni igualitaria.
Porque las víctimas seguimos siendo las mismas.
Mientras las conquistas de la comunidad Lgbti coexistan con las bandas de los guardianes de la normalidad, poco avanzaremos, o avanzaremos a los tumbos, porque en una calle oscura siempre nos estará esperando una amenaza, en un hospital, un rechazo, o en una escuela, una paliza. El futuro se presenta incierto, con nubarrones demasiados vaticanos y “renovadores”. Para esas bandas cobardes –escudadas siempre en la machirulez del barrabrava de ortodoxia católica– no alcanza sólo con poner el cuerpo.
¿Otra vez son nuestros cuerpos los que deben caer?
Habrá que exigirle una vez más (y otras y todas las que haga falta) al Estado que nos proteja. El Senado de la Nación (ese mismo que aprobó la Ley de Identidad de Género sin ningún voto en contra) debe ya aprobar la modificación de la Ley Antidiscriminatoria para que no haya que llamar “un robo” a un ataque homolesbotransfóbico.
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