Viernes, 20 de junio de 2014 | Hoy
En Alto Comedero, el barrio de la Tupac Amaru en San Salvador de Jujuy, se inauguraron viviendas asignadas a gays, lesbianas y trans. Pasadas las formalidades, sus protagonistas conversan con SOY sobre cómo llegaron hasta allí, qué cosas han cambiado y qué cosas siguen igual.
Por Paula Jiménez España
Es raro entrar a una casa así: después de que una mano corta la cinta inaugural, una torva de funcionarios y periodistas nos abalanzamos sobre la puerta siguiendo a Milagro Sala, a Pedro Mouratian, a Hugo, jefe de hogar junto a su marido, y a Luz, su hijita de tres meses que cierra los ojos y duerme cuando los discursos políticos empiezan a escucharse. Afuera suenan las fanfarrias, los tambores que repican al ritmo de “Noche de calor en la ciudad”, de los Fabulosos. Y la noche es verdaderamente de calor no sólo porque sopla el viento Norte en todo Jujuy, sino porque la comunidad entera salió a la calle para encender el fuego de una nueva marcha, con más de mil banderas que se yerguen como lanzas. Esta tarde los vecinos se juntan para recibir al titular del Inadi, que vino a la provincia a presentar el “Mapa de la discriminación” y que aprovecha para visitar el Alto Comedero y acompañar la entrega simbólica de viviendas asignadas por la Tupac Amaru. Pero Pedro Mouratian es un señor de traje y corbata, rubión y agradable, al que quizá pocxs de ellxs conocen, pienso, cuando alguien se refiere a él públicamente como “Sr. Maquinain”.
Como podemos, a los empujones, vamos entrando todxs lxs que somos a la habitación de Luz. Es totalmente violeta, a diferencia del resto de la casa, pintada de un fervoroso rosa desde los zócalos hasta el techo. Entre nuestras piernas se cuela el desesperado perro Pilas, que busca piantarse del mundanal ruido aturdido por la multitud, la música callejera, las cámaras, los micrófonos, los flashes. Esta casa, que hoy se inaugura simbólicamente ante los ojos del Estado o al menos ante los de Pedro Mouratian, hace cinco años que fue construida por las propias manos de Hugo, quien, desde que montaba un bloque de cemento sobre otro sobre otro y todos sobre la tierra pedregosa donada (¿o devuelta?) por el gobierno de Néstor Kirchner, se imaginó allí viviendo en pareja y con unx hijx. “Luz no es sólo lo que yo soñé, sino mejor, porque llega en un momento en que puede tener lo que necesita. Tengo trabajo y tengo mi casa, porque para que me asignaran una en la Tupac no necesité estar casado con una mujer, como me pedían en casi todos lados si quería alquilar. A Luz hace ya 8 años que la estaba buscando. Finalmente estuve con una chica, es decir, busqué un vientre. Yo creía que iba a ser difícil, pero por suerte todo lo que me rodea me ha sabido ayudar. Gran parte de la Tupac es de la comunidad gay o más bien mucha gente acude a la Tupac después de haber sido discriminada.” Y ahí mismo Hugo se acuerda de Arón, un niño sin brazos ni pies que no era recibido en ningún colegio de San Salvador porque en todos las autoridades argüían no encontrarse en condiciones: “En cambio, nosotrxs refaccionamos la salita de la escuela para que Arón esté lo más cómodo posible, porque si empezamos a decir ‘no porque no podemos’ o ‘no tenemos tal cosa’, desde el vamos lo estamos discriminando. Para lxs demás chicxs sólo dos o tres días Arón fue diferente. Después no. El a todo decía: yo sí puedo”.
“Se trata de las épocas que vamos viviendo. Nosotros venimos de otro tiempo: del tiempo de cómo decirlo primero en casa. Después que abarcamos la familia, nos dirigimos a la sociedad. Hoy por hoy, tenemos niños de 6 años que son trans. Hubo dos casos en la comunidad. Quisimos que la mamá dijera su historia de vida, pero no quiso. Esto es lo que nos llega, pero debe haber muchos casos más”, dice Carola de la Parra, integrante de la agrupación de activistas lgbt de la Tupac. Un día después de la marcha por el Alto Comedero, estamos en la sede de la organización de la calle Alvear, que es como su casa. Alrededor de la mesa el mate pasa de mano en mano y llega frío a las últimas. Un solo termo no alcanza para tantas bocas. Carola, que es una de las fundadoras de la agrupación, es sin dudas la más aguerrida, la que toma la palabra y aclara cualquier malentendido, la que sobre la mesa abre una carpeta que contiene un estatuto de alquileres criminal: no sólo se hacen en él específicas las condiciones económicas inalcanzables para cualquier trabajador (como sucede también Buenos Aires y en todo el país) sino que explicita con claridad que esas casas sólo pueden ser habitadas por matrimonios. Y digamos que los locatarios infringen la propia ley que imponen, porque para este sacrosanto documento, se nota, matrimonio es sólo hombre y mujer. “Con el tema de la vivienda –dice Carola– Milagro no nos pidió un requisito, como nos pedían en el IVUJ (Instituto de Vivienda y Urbanización de Jujuy). Ella fue la primera en saber lo que yo era puntualmente. Antes yo mentía y decía que tenía novio y no novia. En la Tupac tuve los beneficios sociales de la ley de matrimonio igualitario, antes de que la ley se sancionara. La Tupac es una gran familia donde todo el mundo se entera de todo. No hay secretos. Y Milagro media entre las parejas y te pregunta por qué le hiciste esto, por qué lo otro, por qué la engañaste.”
“Soy Topacio Lunai Castillo, antes me llamaba Manuel Pedro Castillo, pero ese nombre lo usaba en mi familia nada más. Y para hacer los trámites. El hecho de cambiármelo es porque me siento identificado con él, eso no quiere decir que me vista de mujer, no lo hago. Me encanta jugar al fútbol. Yo hace 12 años empecé en una copa de leche de la Tupac, después ingresé en la cooperativa de trabajo y me daba vergüenza porque pensaba qué iba a decir el resto de los albañiles de la obra de que yo fuera gay. Ahora me siento uno más. No pude vivir en la casa de mi mamá porque mi condición no les caía bien a mis hermanos. Y ahora hace 8 años que tengo mi casa en el barrio. Afuera, en la sociedad sí siento que me están mirando, pero acá estoy muy bien, y contenido.”
Topacio cambió su nombre en el documento haciendo uso del derecho que le otorgó la ley de identidad de género. Este es el nombre con el que lo bautizaron en la organización, con el que todos los conocen y reconocen desde hace mucho. Este, el nombre querido: el de una piedra preciosa. El que no tiene memoria de la exclusión, la soledad, la burla.
Yanina Ramos llega última a la reunión y se sienta a la mesa. Es suave al hablar, jovial, sencilla. Vive en San Pedro, una de las tantas localidades de San Salvador de Jujuy adonde la Tupac Amaru ha llegado para poner manos a la obra y adjudicar viviendas. Antes de acercarse a la copa de leche, Yanina y su pareja habían construido una casa sobre un terreno de esos que nadie reclama. Pasaron los años requeridos como para tener derecho sobre él, pero nunca lo consiguieron: los vecinos se negaron a firmarles los papeles que necesitaban presentar. “Siempre vivíamos sufriendo –cuenta–. Eramos discriminados por los propios vecinos. Yo comencé en la calle desde chico y me acerqué a la Tupac. No creía que iba a durar. A mí me costaba dejar la calle, hasta que comenzaron a querer pegarnos y a tirarnos piedras. Hoy en día las que salen quieren ser mujeres-mujeres y llevarse todo por delante, pero la calle es dura. Ahora con mi pareja vivo en una casa y tengo vecinos respetuosos. Y cuando piden colaboraciones en las obras para hacer casas, siempre me ofrezco.”
Yanina llegó a la Tupac invitada por su amiga Rebeca Díaz, una porteña que hace ocho años emigró a Jujuy siguiendo a su pareja. Pronto ninguna de las dos tuvo trabajo y su novia se volvió a la Capital. Ella decidió quedarse. Un día habló con Milagro y le dijo que estaba desempleada. “Ahora sé armar machimbre, sé techar, sé hacer fino, sé poner la regla, sé pegar cerámico, sé hacer vigas. Lo único que me hace falta es replantear. Replantear el terreno.” Hoy Rebeca tiene su propia casa y junto con Yanina coordinan la copa de leche que ellas mismas llamaron Manitos traviesas. “Mientras ellas trabajan –dice Yanina muerta de risa– yo las miro transpirar y me pinto las uñas.”
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