Así como la teoría feminista ha desarrollado el concepto de femicidio –para dejar en evidencia la raíz sexista en numerosas muertes de mujeres y también la responsabilidad del Estado de prevenir estos crímenes–, a principios de los años ’80 en la legislación de algunos países anglosajones, por impulso de la militancia LGBT, empezaron a introducirse figuras legales para visibilizar delitos motivados por el prejuicio y la aversión hacia determinadas víctimas. A qué se le llama odio, qué críticas recibe este concepto en el ámbito legal, cómo actúa y qué aportaría una reforma de la Ley Antidiscriminatoria en la Argentina.
› Por Dolores Curia
¿Hacia dónde se dirige el odio? ¿Qué diferencia este odio de otros tipos de odio que, llevados a la acción, también matan? “Son delitos que en general terminan en homicidios, torturas o agresiones físicas hacia personas por su identidad sexual, etnia, género, religión, nacionalidad, es decir, por alguna particularidad que no es aceptada por la sociedad toda o grupos de personas”, explica Irene Massimino, especialista en DD.HH. de la Asociación Pensamiento Penal. ¿Cómo se reconoce un crimen de odio? “En general, es la identidad de la víctima el primer indicio, pero también se deben analizar las circunstancias particulares. Se considera al victimario, quién es, qué historia tiene. Por ejemplo, los delitos contra la población judía son en su mayoría producidos por personas que pertenecen o se relacionan con grupos neonazis. En los crímenes de personas LGBT, muchas veces se puede rastrear una conexión entre el victimario y grupos homófobos, religiosos, etcétera. Muchas veces el crimen no lo comete una persona sola sino un grupo. Hay patrones que se dan en los crímenes, por ejemplo, que ocurra en determinada zona de una ciudad donde frecuenta la población LGBT, o que se dé después de otro crimen similar, por una especie de efecto contagio.” ¿Qué es lo que se buscar atacar en los crímenes contra las personas LGBT? Para algunos teóricos hay un trasfondo misógino (apunta contra los rasgos socialmente asignados a lo femenino). Muchos otros postulan que es un castigo a la desobediencia de la normativa de género. Pero, ¿qué pasa cuando el victimario pertenece también a la comunidad LGBT? ¿Cómo actúa allí la diferencia? ¿Puede hablarse de crimen de odio en esos casos, ligándolo con una homo/lesbo/transfobia internalizada? Son preguntas abiertas.
¿Es el mismo odio el que se despliega en el asesinato de una mujer trans y un hombre (cis) gay? ¿El asesinato de una lesbiana es también un femicidio? Lo seguro es que la invisibilidad también afecta a las lesbianas en este aspecto. El caso de Sakia Gunn es paradigmático (lesbiana, afrodescendiente, 15 años, se resistió a un acoso, acotando al agresor que era lesbiana y fue asesinada en una parada de colectivo de Nueva York en 2003) es una rara avis en varios sentidos: su asesino, Richard McCullough, se entregó y fue condenado a 20 años de cárcel por haber cometido homicidio, y además homicidio con el propósito de intimidar a un individuo o a un grupo “a causa de su orientación sexual” (las penas no se superponen sino que se suman, como dicta el Estatuto contra Crímenes de Odio de Nueva Jersey que desde 1990 sumó a las minorías sexuales como clase protegida). En la sentencia se identificó el componente de odio y, específicamente, el componente lesbofóbico. Además, su asesino se entregó cuando en general escapan. Lo más usual también es que no haya denuncia. Y si la hay, la policía y la Justicia son renuentes a leer en clave de odio incluso cuando la ley lo manda. “Crimen de odio” se oyó en boca de la abogada de Natalia Gaitán (asesinada por el padrastro de su novia). El asesino de Natalia fue juzgado por homicidio simple.
Eugenio Zaffaroni, en el artículo “Los delitos de odio en el Código Penal argentino”, puntualiza que “la víctima, como individuo, tiene poca importancia. Simplemente es el individuo que da en el estereotipo y, a través de la lesión al sujeto, lo que se quiere es mandar un mensaje a todo el grupo o colectividad, a todos los que presentan las mismas características del sujeto agredido”. Marcelo Suntheim, fiscalizador de la CHA, lo explica con un ejemplo: “Cuando los textos sagrados de muchas religiones colocan, por ejemplo, a la mujer debajo del hombre (‘seguirás a tu hombre’, ‘parirás a tu hijo con dolor’), en la vida cotidiana eso influye como trasfondo en las circunstancias delictivas. Ese tipo de delitos en los que la víctima lo es ya desde el punto de vista cultural, como una mujer golpeada en el fondo de su casa por su marido, pueden prevenirse. Hay que pensar cómo debería hacer el Estado para neutralizar estas enseñanzas culturales de desigualdad”.
Muchas veces aparece un alto grado de agresividad física: no se asesina de un tiro sino a golpes, e incluso dejando marcas en el cuerpo o inscripciones. “Eso demuestra que hay una violencia particular contra la identidad de esa persona”, dice Irene Massimino. Para Rodrigo Parrini y Alejandro Britto (autores de Crímenes de odio por homofobia. Un concepto en construcción), la saña no es signo de arrebato, ni de confusión, “sino de un encono contra la víctima y su cadáver. Los cuerpos inmovilizados con amarras, lanzados desde vehículos, quemados, indican una planificación. En los homicidios por homofobia, al diferenciar los motivos de la pasión de las razones de la violencia, podemos aclarar el sustento estructural de este tipo de crímenes y su inscripción cultural en representaciones discriminatorias y denigrantes”.
El asesinato de Matthew Shepard (en 1998, en la ciudad de Laramie), calificado como producto de “emoción violenta”, fue el que diez años después impulsó la ley que lleva su nombre, aprobada en EE.UU. en 2009, que amplió la ley federal de crímenes de odio incluyendo los motivados por género, orientación sexual, identidad de género y discapacidad. En el medio fue muy cuestionada por Bush, difamada por los republicanos Trent Franks, quien la acusó de coartar la libertad de expresión religiosa, y Steve King, quien la atacó porque según él juzgaba los “crímenes de pensamiento”. Con esta expresión, King se refería al término thoughtcrime, popularizado por la novela 1984 de George Orwell, en la que El Partido intenta controlar las ideas que cuestionaran su poder. El ejemplo literario escogido por King fue desacertado, ya que la Ley Shepard alude a los actos, no a las palabras.
Existe un debate en la Teoría del Derecho en torno de la inviabilidad de castigar el odio, considerado un “elemento del ánimo”: si lo que se supone que se debe juzgar son los actos y no los sentimientos, ¿se puede juzgar los móviles? ¿Se puede matar por odio racial/xenofobia/etcétera e impulsivamente al mismo tiempo? ¿Se puede responsabilizar al sujeto por un acto guiado por la emoción? ¿Puede ocurrir que el componente emocional del odio le impida a alguien actuar libremente? Juan Alberto Díaz López (profesor del Area de Derecho Penal de la Universidad Autónoma de Madrid), en su tesis doctoral “El odio discriminatorio como circunstancia agravante de la responsabilidad penal”, responde a este debate diciendo que lo más apropiado en estos casos no es hablar de odio a secas sino de “odio discriminatorio, que es un sentimiento duradero”, y que “el hecho de que sea una pasión duradera, aunque pueda suponer que sea difícil deshacerse de ella, también implica que un delito motivado por odio no tiene por qué ser irreflexivo y espontáneo”. El odio discriminatorio debería agravar la responsabilidad penal, porque “existen momentos previos a la propia comisión del delito en el que el victimario pudo haber racionalizado su pasión y decidir modular su prejuicio”. Eugenio Zaffaroni aporta al debate que “en el delito por odio, el odio a la víctima está motivado por el odio a un grupo de pertenencia, fundado en un prejuicio. No se pena el prejuicio, que es una mera actitud, sino la conducta que, además de lesionar el correspondiente bien jurídico, resulta más reprochable por ser discriminatoria y por implicar un mensaje para todos los que se ven afectados por el prejuicio. Aquí no se trata de ningún ánimo sino de la motivación, de lo que decide al sujeto a cometer un delito, que es otra cosa”.
En el juicio por el asesinato de Matthew Shepard, el abogado defensor adujo “emoción violenta por un profundo terror hacia los homosexuales”. Shepard, después de ser brutalmente golpeado, fue atado en el campo. Sus asesinos lo dejaron ahí tres días. Hay especialistas que postulan el odio como un sentimiento que nubla el juicio y, por eso, como atenuante; pero si se desgrana un caso emblemático como el de Shepard, esto es difícil de sostener. “El juicio de Shepard quedó como un fantasma jurídico de que si un asesinato es cometido por homofobia, ésta podría usarse como atenuante por ser ‘emoción violenta’ –dice Marcelo Suntheim–. Pero esto es muy fácil de rebatir. Los agresores tuvieron tres días para ir a desatarlo y ‘resarcirse’ de ese supuesto furor de violencia. La homofobia y la misoginia no son ‘emociones violentas’ sino ideas de la persona. Ideas que en general se sostienen en el tiempo. Si la persona las lleva a la práctica, debe responder por ellas. Por otro lado, la misoginia y la violencia no son ideas individuales. Están arraigadas en la cultura, pero eso no puede ser un argumento para quitarle toda responsabilidad al victimario. Yo vivo en una sociedad que está llena de golpeadores de mujeres y nunca golpearía a una, no porque sea gay sino porque entiendo que hay formas sanas de resolver los conflictos.”
Hace dos semanas el Consejo de Derechos Humanos de Naciones Unidas aprobó una resolución que expresa preocupación por los delitos contra las personas LGBT del mundo. Fue presentada por Brasil (donde la homofobia ha causado este año 216 asesinatos, según la ONG Grupo Gay de Bahía) y Chile (país que cuenta con una ley antidiscriminatoria que incluye a la diversidad a partir del asesinato de Daniel Zamudio en 2012, en manos de un grupo de neonazis). La ley argentina no usa el término “crimen de odio”, pero sí considera un agravante matar por odio homo/lesbo/transfóbico. A partir de 2013, con la Ley de Femicidio, se incorporaron la orientación sexual y la identidad de género como agravantes de un asesinato. “Pero es difícil probar que ésos fueron los motivos –explica Esteban Paulón, presidente de la Federación Argentina LGBT–. Además, sólo se aplican al homicidio. Las lesiones y el abuso de armas siguen sin estar agravados. Es importante que en estos casos las organizaciones podamos ser querellantes para impulsar la aplicación de estas normas. No tenemos ningún fallo todavía en el que se haya reconocido el agravante de orientación sexual e identidad de género.”
Por su parte, la ley antidiscriminatoria vigente desde 1988 sólo menciona la “raza, religión, nacionalidad, ideología, opinión política y gremial, sexo, posición económica y condición social o caracteres físicos”. Hasta ahora se han presentado tres proyectos de reforma (de la CHA, la Federación y el Inadi), que tienen en común el pedido de que se incluya la orientación sexual y la identidad de género. “La ley antidiscriminatoria cubre el ámbito del derecho civil –explica César Cigliutti, presidente de la CHA–. Si bien en el derecho tenemos herramientas para pedir resarcimiento ante un acto discriminatorio, si pudiéramos incluir esas dos categorías, nos facilitaría probar los motivos y se acortarían los plazos de la Justicia. No estamos inventando un derecho nuevo sino que pedimos que la letra sea clara y que las organizaciones podamos ser querellantes para quien no puede pagar un abogado.”
El relato mediático del crimen construye a la víctima (de “costumbres escandalosas”) y oculta las implicancias políticas detrás de la pantalla de las pasiones. ¿Dónde está la pasión?, ¿en la saña con que se cometió? Para la prensa en general la pasión está en la víctima. La semana pasada, Chiche Gelblung publicó en DiarioVeloz una nota titulada “Miley Cyrus, la escuela para las futuras Melina Romero”, donde mencionaba que en su show la cantante había hecho gala de “provocación, lesbianismo y pornografía”. La misoginia, la lesbofobia y el odio derrochados en este dictamen de destino mortal para tantas jóvenes, ¿no son también un acto discriminatorio y, llevado a sus máximas consecuencias, una incitación al crimen? Al menos parece justificarlo de antemano. ¿Apelaría Gelblung, como lo hizo Lanata a su derecho a la libertad de opinión? “La libertad de expresión debe ser una de las más fuertes, si no, la democracia se debilita. Cada uno tiene derecho a pensar lo que quiera, pero el límite lo pone el derecho al honor y la dignidad, responde Cesar Cigliutti”. Si yo hago pública una declaración y la persona de la que hablo interpreta que estoy mellando su honor y me querella, es probable que yo tenga que pagar dinero por eso. La CHA se vale de los límites entre estos dos derechos (la libertad de expresión y el derecho al honor y la dignidad) para llevar a la Justicia a gente que dice cosas como el arzobispo de Luján (dijo que ‘somos malos hijos, merecedores de la pena de muerte’). Cuando lo llevamos a la Justicia, se excusó: ‘Estoy parafraseando la Biblia’. Pero lo hizo en un micrófono y en la plaza pública. Si pudiéramos incluir como categoría específica la discriminación por orientación sexual y la identidad de género, nos facilitaría las cosas, ya que no tendríamos que estar 5 años peleando para demostrar que agredir verbalmente a lesbianas, gays y travestis también es discriminación.” “Y esa misma ley antidiscriminatoria contiene artículos propios del derecho penal –agrega Marcelo Suntheim–. Por eso, algunos proyectos para reformarla piden aumentar la escala de penas de prisión. Continuar insistiendo con los delitos y crímenes de odio, más allá de que a partir de 2013 ya sean agravantes, tiene como objetivo que el Estado los incorpore efectivamente en las líneas de investigación cuando ocurren asesinatos de personas LGBT y además promover políticas educativas. Pero la CHA no busca elevar las penas existentes, teniendo en cuenta la situación que atraviesan todos los sistemas penitenciarios de Occidente. Lo que planteamos es visibilizar los móviles y que, en estos delitos considerados, la pena se acerque a la máxima que ya está establecida en el Código Penal. No sumarle más años.” En esto coincide Irene Massimino, de la Asociación Pensamiento Penal: “Los países con mayores penas (EE.UU., China, Rusia) son los que más presos tienen. La gente no deja de cometer crímenes porque el castigo sea mayor. El contenido de la reforma de la ley antidiscriminatoria tiene que incluir medidas preventivas (como lo hacen los tres proyectos presentados). Pero una cosa es decir que fue homicidio simple y otra que fue un homicidio motivado por la orientación sexual de la víctima. Si tipificamos los crímenes de odio, concientizamos. Eso no significa apuntar al exceso de punibilidad. Hoy, el homicidio tiene una pena máxima de 25 años y las cárceles no reforman, están llenas de inocentes. La prisión preventiva, es decir, presos sin condena, es del 51 por ciento. El sistema carcelario es la gran deuda de los regímenes democráticos latinoamericanos”.
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