Hoy se cumple la sexual cifra de 69 años desde aquel día en que centenares de miles de obreros confluyeron con sus patas en las fuentes de la Plaza de Mayo para pedir la libertad de su líder. El 17 de octubre, día fundacional para el peronismo, inaugura también una tradición en la cultura homoerótica nacional que incorpora a los “cabecitas negras”, los descamisados, los chongos obreros de las provincias como objetos de deseo.
› Por Adrián Melo
“El sol caía a plomo cuando las primeras columnas de obreros comenzaron a llegar. Venían con su traje de fajina, porque acudían directamente de sus fábricas y talleres. No era esa muchedumbre un poco envarada que los domingos invade los parques de diversiones con hábito de burgués barato. Frente a mis ojos desfilaban rostros atezados, brazos membrudos, torsos fornidos, con las greñas al aire y las vestiduras escasas cubiertas de pringues, de restos de breas, grasas y aceites. Llegaban cantando y vociferando, unidos en la impetración de un solo nombre: Perón... El descendiente de meridionales europeos iba junto al rubio de trazos nórdicos y el trigueño de pelo duro en que la sangre de un indio lejano sobrevivía aún. Un pujante palpitar sacudía la entraña de la ciudad... Hermanados en el mismo grito y en la misma fe iban el peón de campo de Cañuelas y el tornero de precisión, el fundidor mecánico de automóviles (...) y el peón. Era el subsuelo de la patria sublevado”.
La crónica del 17 de octubre de 1945 escrita por el ferviente nacionalista popular Raúl Scalabrini Ortiz da cuenta de unos nuevos rostros que entran en la escena pública y la política argentina: los de los obreros de las provincias que habían migrado hacia la periferia de la Capital Federal en el marco del proceso de industrialización por sustitución de importaciones. Junto con viejos militantes de la guardia sindical, algunos inmigrantes o hijos de inmigrantes piden ese día la libertad del coronel que desde la Secretaría de Trabajo y Previsión había accionado un conjunto de medidas –aumento de salarios, decretos que echaban las bases de una legislación social de fondo para brindar a los trabajadores una justicia rápida y barata a través de los tribunales del trabajo, medidas de previsión social sectoriales que prefiguraban un régimen de jubilaciones para los trabajadores– que mejoraron las condiciones de vida de los obreros a mediados de los años cuarenta del siglo XX.
El incipiente homoerotismo del texto que hace hincapié en los “brazos membrudos”, “los torsos fornidos”, los cuerpos cubiertos de breas, grasas y aceites que remiten a algún almanaque o película erótica da cuenta quizá sin querer de una nueva tradición y de nuevas fantasías que van a instalarse en el imaginario de los gays de Buenos Aires y que desde entonces van a encontrar su manifestación literaria en un arco que va desde Witold Gombrowicz (1904-1969) hasta Ricardo Piglia y Guillermo Saccomanno y su ideal estético en afiches, folletos, carteles de propaganda oficial, libros de lectura y filmes de la época.
En el principio está Gombrowicz. Es imposible no visualizar al escritor polaco radicado en Argentina como un actor que da cuenta del peronismo al iluminar literariamente a los jóvenes de cabellera negra, piel aceite-ladrillo, boca color tomate y dentadura deslumbrante. En gran parte de su obra, entre la que destacan su Diario argentino o Trasatlántico, sus personajes se desplazan en vagabundeo homosexual por la estación de trenes de Retiro y sus inmediaciones, el puerto y el barrio que están colmados en ese entonces por representantes de la Argentina del “interior”, los “cabecitas negras” sobre los cuales el peronismo arbitrara su discurso redentor. Gombrowicz compara a estos jóvenes obreros con las melodías de Mozart, a los mozos de los bares porteños con Rodolfo Valentino, alaba la belleza indígena de los muchachos santiagueños y se queja extasiado de que las espaldas desnudas, la cabeza rizada, negra, la mirada y la sonrisa de los efebos argentinos son el veneno que lo intoxican. En sus caminatas nocturnas por esos caminos, Gombrowicz o sus personajes vagan para hallar a la juventud masculina, lumpen, baja y bella en la cual Jorge Luis Borges o Adolfo Bioy Casares no encuentran ningún encanto y en la que para el escritor polaco se cifra el destino de la Argentina. Y así, evocando el 17 de Octubre Borges y Bioy Casares escriben el canto del gorilaje “La fiesta del Monstruo”, con sus multitudes de seres abyectos, pies planos, basura genética a la que se recoge en un camión y se la arroja a Plaza de Mayo. Gombrowicz: una galería de varones hermosos, trabajadores o lúmpenes, caldo de cultivo de una revolución si no son captados por el fascismo.
Hasta tal punto los sucesos del ’45 son cruciales para el imaginario cultural homoerótico que el que es considerado el primer cuento gay argentino, “La narración de la historia” (1959), de Carlos Correas, relata el encuentro de un joven burgués y estudiante de derecho con un lumpen, morochito, santafesino de 17 años, con quien tiene relaciones sexuales en un baldío después de conocerlo en la calle. Más tarde, a pesar del éxtasis que supuso la relación amorosa, el burgués deja plantado al morochito motivado por un prejuicio de clase. Desde entonces, estudiantes o burgueses y cabecitas negras se acoplarán eróticamente con invariable suerte en la novelística gay argentina: en La boca de la ballena (1973), de Héctor Lastra un joven aristócrata se enamora y fantasea con un villero peronista pero no concreta sus fantasías y finalmente se hace violar por un linyera; en La invasión (1967), de Ricardo Piglia, el macizo y grandote Celaya somete sexualmente a un “morochito” débil consumido en una prisión, quizá como metáfora política de la represión ejercida contra el peronismo en los años que siguieron a la autodenominada Revolución Libertadora o como metáfora de la sumisión al jefe paternalista y demagógico. También, en cierta forma, en nombre del peronismo y de las consignas peronistas se acoplan sindicalistas, las bases, la JP en esa orgía de sexo, violencia y muerte que se relata en “El fiord” (1973), de Osvaldo Lamborghini. Se define como puto y peronista el Nene Brignone, que junto con su amante el Gaucho Dorda realizan el acto épico-heroico de quemar la plata en Plata quemada (1997), de Ricardo Piglia.
Así como el 17 de Octubre se resignifica en nuevas luchas políticas (hay un 17 de Octubre distinto para cada espectro del peronismo), la literatura contemporánea sigue construyendo imágenes que enlazan homosexualidad, peronismo y concentraciones obreras. En novelas como La lengua del malón (2003) o 77 (2008), el escritor Guillermo Saccomanno insiste en un personaje de su creación: el profesor Gómez, cabecita negra, peronista y homosexual, que se deleita mirando los bultos y las axilas transpiradas de los obreros que se concentran en Plaza de Mayo para ver a su líder (“Quien no haya estado en una manifestación no sabe de qué hablo, no puede comprender esa calentura que desborda”). El profesor encuentra alegres revolcones entre otros cabecitas negras como él, en los machitos a los que arrebata de las multitudes peronistas y, más tarde, en los obreros de los frigoríficos, paradigma de la Resistencia Peronista 1955-1959.
En Un mundo feliz. Imágenes de los trabajadores en el primer peronismo Marcela Gené recupera la propaganda gráfica, los afiches, folletos y decoraciones efímeras elaboradas para las celebraciones en la ciudad y que contribuyeron a consolidar la imagen del obrero peronista. Si bien la representación de la virilidad obrera, la imagen del cuerpo obrero poderoso, dispuesto al trabajo y a la lucha se impuso en el imaginario político de la primera parte del siglo XX ligada en parte a los combates revolucionarios, el peronismo, como toda disrupción en la historia que precisa de su galería de héroes, la resignifica y le da nuevos sentidos. La monumental silueta del descamisado será el símbolo de la revolución que el naciente movimiento encarna, y cada 17 de octubre, desde los muros de la ciudad y las páginas de la prensa, mantenía vivo el recuerdo de la epopeya fundacional de 1945. Trazado sobre el aporte involuntario de los enemigos políticos, aquel obrero del suburbio grosero y mal vestido devino icono del triunfo popular no sólo desde los carteles oficiales sino también desde los libros de lectura de la tierna infancia.
En esa construcción simbólica del obrero con cuerpo sano y saludable éste era identificado frecuentemente con el deportista (no parece casual en este sentido la producción de películas sobre deportistas de la época rescatadas valiosamente por Omar Acha en un artículo y entre las que destaca la homoerótica Pelota de trapo (1948) con el sensual Armando Bo) y Perón como el primer trabajador no dejó de exhibir una serie de fotografías bastante voluptuosas en donde modela practicando esgrima, boxeo y atletismo o unas viñetas de humor en donde representado en un ring, como boxeador musculoso, noqueaba a la débil y femenina Unión Democrática.
Entre tantos ejemplos, Forjando la Patria, de María Aída de Silveira, un libro de lectura para tercer grado, exhibía en su tapa el dibujo de unas espaldas hipermusculosas de un trabajador argentino que modelaba con sus manos el país. De esta y de otras maneras el discurso oficial peronista aunaba etnicidad con virilidad y contraponía al pueblo viril constructor de la Patria con la oligarquía femenina.
El paroxismo de este ideal estaba encarnado en el proyecto del Monumento al Descamisado realizado por el escultor León Tomassi en 1947, más tarde destinado a convertirse en el mausoleo de Eva Perón y nunca concretado. Las fotografías de las maquetas y de las esculturas dan cuenta de figuras masculinas que exhiben en sus musculosos cuerpos desnudos los ideales de juventud, belleza y fortaleza, la combinación exacta de fuerza física y energía para combatir a los enemigos del peronismo y la poderosa mano cerrada sobre el corazón, símbolo de la lealtad a Perón.
El peronismo, siguiendo a Néstor Perlongher, organizó junto a la Iglesia Católica un régimen contravencional restrictivo del deambular erótico (“de la casa al trabajo y del trabajo a la casa”), pero ha significado, en razón de su impronta popular, cierto encuentro y carácter alegre y carnavalesco. En un artículo no terminado señala que, con el peronismo, los obreros ganaron el centro y se encontraron allí con los homosexuales y que el erotismo que nace de ese encuentro entre clases es potente.
Tal como señala Pablo Gasparini en El exilio procaz: Gombrowicz por la Argentina, “los testimonios respecto al peronismo son ambiguos. Por un lado, lo real es que el peronismo aliado de la Iglesia Católica organizó en 1946 el régimen contravencional. Pero, por otro lado, el peronismo parece significar cierto relajo en las costumbres. Algunas fabulaciones paranoicas de la clase media de la Libertadora (respecto de la seducción de adolescentes por parte del propio Perón en la UES, quien también sería tratado de ‘homosexual’ por un diputado radical, creo que Sabatini)”.
Sin embargo, el peronismo parece tener, con todo, algo de fiesta. El erotismo que nace de ese encuentro de clases tiene algo de subversivo. La relación de la marica de clase media con el chongo villero no sólo llenó lamentaciones sino también saunas. Testimonios personales dan cuenta de saunas gays en Buenos Aires en la década del 50, cuando no los había en Nueva York. No parece casual que una joya de la literatura erótica y de la celebración de la carne, La brasa en la mano (1983), de Oscar Hermes Villordo, transcurra en la década del cincuenta, “cuando no había libertad pero se podía conversar y los homosexuales se mezclaban en la corriente como podían”, y describa una sensual Buenos Aires con la plaza San Martín como lugar privilegiado de yire que posibilita el encuentro entre las maricas y los lúmpenes, las locas y los soldados, los marineros, los lavaplatos, los borrachos y los choferes y otros machos hijos del 17 de Octubre peronista.
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