TAPA
Los crímenes de odio por orientación sexual o identidad de género son la cara más brutal de la discriminación. Ocultos como homicidios simples o detrás de la máscara de hechos “pasionales”, su denuncia ha estado siempre en manos de las comunidades convertidas en blanco móvil de una violencia que nunca es singular, cada acto de violencia imprime con saña un mensaje que excede el cuerpo de la víctima.
› Por Alejandro Modarelli
El cuerpo desnudo está echado entre la cama y el placard con signos de teatral desmadre. Alrededor del cuello, un cable de teléfono y una sábana ensangrentada. Sobresale un cuchillo Tramontina clavado en la garganta. La cara está devastada por las puntadas de una lapicera; los forenses contarían luego nueve orificios. Después de esa imagen gore, el revoltijo y los forros dispersos en el dormitorio son un descanso para los ojos vencidos de la sobrina y el portero. ¿No habrá sido demasiada crueldad para un robo doméstico?
La barroca escena del crimen lleva la huella de lo repetido. Una escena así; mil escenas así. La profusión de heridas, la saña; parece ser una sentencia ejemplarizadora que se deja escrita con sangre para ser leída por el mundo. El pibe que mató a Carlos, la Ursula, el 24 de marzo de 2005 (¿después del sexo?) tal vez quiso exterminar en un solo acto algo mucho más vasto y más difuso que un gay. Tal vez sintió que mataba en ese instante la expresión de un goce que le era intolerable, una amenaza contra el linaje humano, visible entonces en el cuerpo disminuido y viejo de ese homosexual que se volvía así, bajo su ira pendeja, “el abominado cuerpo de la homosexualidad”. Quizá pensó que, en ese delirio de exterminar en una sola loca a toda la categoría “loca”, cumplía con el deseo de los otros: en esa guerra fantasmática se habrá sentido acompañado por sus propios padres y el obispo, las instituciones tradicionales, o los vecinos de la víctima, que al otro día declararon en el noticiero que “el señor era conflictivo y tenía hábitos raros”.
Ya se ha dicho: el relato de desprecio y odio contra los gays, los transgénero, las lesbianas, que el asesino había seguramente aprendido de memoria desde niño, es un relato inmemorial que se expresa en la infinita variedad de bromitas escolares, acosos, injurias y expulsiones de la casa y el trabajo; en la justicia y los derechos suspendidos o denegados, en las torturas policiales sin consecuencias penales, en los azotes normativos de innumerables religiones. Como efecto último, en el prolijo triángulo rosa de los campos nazis. Ni la anarquía prostibularia de la calle, ni su indefensión de clase, pueden hacer olvidar esa lección de barbarie que se toma de la cultura. Al contrario, transformado él mismo en el suplemento clandestino y obsceno de unas instituciones tradicionales –que en buena parte del mundo todavía ven en las identidades GLTBI un delito o una contravención– quien empuñó el cuchillo parece haber sacado de ahí la fuerza y el fundamento para sus brotes de microfascismo.
Fueron tantas las pruebas que el asesino de la Ursula quiso ofrecer a la Justicia —desde huellas dactilares en una botella de agua mineral abierta, un papel escrito con su puño y letra, hasta pasear su campera ensangrentada delante de testigos inhallables para ratificar su testimonio— que uno se pregunta si en algún pliegue de su universo mental no creyó lógica su absolución. De todos modos, la vida que había quitado era para él una vida residual, despojada de todo valor humano. Una vida para hacerla desaparecer. Y esta vez tuvo razón en creer eso. Porque, condenado originariamente a prisión perpetua, los jueces de segunda instancia dispusieron su inmediata libertad, arguyendo que las pruebas —abrumadoras— habrían sido apenas indicios aislados, tercas conjeturas. El “patrón de conducta de parte de la víctima”, es decir sus felices goces ocasionales, dificultaba según los magistrados la investigación, por cuanto se “abría un abanico de posibilidades tendientes a establecer la identidad” de quien lo asesinó. Como decir: quien roba a un ladrón...
“Cuando intentan convencerme de que los asesinatos de gays o travestis debe ser tratados como crímenes corrientes y no por odio, yo digo: vean el estado en que quedan nuestros cadáveres. Antes de dispararle en la cabeza al relaciones públicas Clota Lanzetta, en el 2001, el taxi-boy le gritó ‘puto de mierda, mirá lo que vale tu vida, no vale más que un clic’. En esa frase está resumida toda la ideología del crimen de odio. Tu vida no vale nada, es infrahumana. Al decorador Mariano Bongiorno lo mataron con golpes en la cara, puñaladas en el cuello, en el riñón, y por poco no le amputan el pene. Los casos de travestis son mucho más numerosos y casi nunca la investigación prospera, porque la policía y la Justicia no actúan. No las consideran verdaderos sujetos de derecho. O la policía misma está involucrada en el crimen, que la Justicia después perpetúa. Solo cuando la víctima es rica o famosa la investigación se toma en serio, como con Luis Mitre o aquel gerente de Telefónica”, opina César Cigliutti, presidente de la Comunidad Homosexual Argentina.
El cadáver de la Clota Lanzetta fue exhibido en el programa que conducía Daniel Tognetti, en un capítulo donde se invitaba al público a ingresar al mundo “de los placeres y los peligros”. Así, la Justicia donaba por un rato el cuerpo sorprendente de la homosexualidad para ser expuesto en el museo de la televisión, como ejemplo de una vida anómala. Un cuerpo que la mañana del crimen había sido sede de un castigo brutal, ahora era el centro de la curiosidad pública. La libertad concedida al asesino de la Ursula (dicen que aún pasea su masculinidad de piedra por Santa Fe y Pueyrredón) y la profanación del cadáver de la Clota por la pantalla de TV revelan la precariedad radical de ciertas vidas, su minoridad dentro del orden jurídico y político, y la confiscación del mismo duelo.
Un vecino del barrio Palermo, en su disputa contra las travestis durante el debate del Código Contravencional de 1998, las llamó “engendros de extrañas metamorfosis”. Esta definición literaria revela el modo en que el lenguaje crea en lo cotidiano un monstruo sociopolítico. Tras eso, otra vecina confesó que en realidad temía que su marido se tentase con “una de esas cosas”. En un mismo movimiento, dos fantasmas en torno de un cuerpo que se ha recreado a sí mismo por fuera de la ley binaria del género y que congrega el deseo y el crimen; que está, dirán los chongos, “para el crimen”.
Obsesiva es la búsqueda de esos lomos fascinantes por una numerosa y diversa población masculina, y también los maltratos y torturas por parte de los policías, que no obstante sienten en su cercanía la urgencia del sexo (“qué quiere, hermana, son algo caliente”, le dijo un rati a una monja oblata, benefactora de travas y putas, en una comisaría barrial donde ha sido abusada “la salteña”).
En el libro Crímenes de odio basados en la identidad sexual, Amnistía Internacional señala claramente que la policía, al detectar en la vulnerable existencia de la travesti la decisión previa del Estado de negarle entidad jurídica y dimensión humana, se siente con licencia para extorsionar, violar, torturar y matar. Su sola identidad de género hace de esa vida una “vida desnuda”, por utilizar el concepto de biopolítica de Giorgio Agamben; una vida ni humana ni animal, sobre la que cualquier ejercicio de poder es legítimo.
Amnistía incluye el caso de la travesti cordobesa Vanesa Ledesma, muerta en el año 2000 en una comisaría después de cinco días de detención. Las compañeras en el funeral fotografiaron su cuerpo, con signos evidentes de tortura. Sus rasgos velados por los moretones, y su asesinato impune doblan la sensación que su agonía fue frente a la miliquería un hecho natural y perfecto.
Durante la preparación de La gesta del nombre propio, un informe sobre la situación de la comunidad travesti en Argentina, compilación de Lohana Berkins y Josefina Fernández, se relevaron 420 nombres de chicas fallecidas; el 62% a causa del HIV—SIDA y el 17% por asesinato. El lapso que se tomó para la prueba es de apenas unos pocos años. Alcanza con leer el informe de la Comunidad Homosexual Argentina sobre crímenes de odio contra aquel colectivo durante 2007 para medir los efectos materiales: Cinco puñaladas por la espalda a L. Muñoz en un parque de Cipoletti. Tres balazos por la espalda a Nicole, que no accedió a darle placer a un borracho en Mendoza. Fractura de cráneo de una travesti de origen wichi, para diversión de unos indigentes en Salta.
Los signos atroces que vuelven tan específicos los asesinatos contra las personas GTTBI se emparientan con los del femicidio. En este crimen de odio contra el género femenino, el encono puesto en acción contra partes anatómicas que, se supone, son el cuerpo visible de su identidad, como la cara y los genitales, recuerda la obsesión por deformar los senos de las travestis o el castigo al uso libidinal del culo en el caso de los gays, mediante el empalamiento.
Si bien en el mundo abunda la descripción de vejámenes y violaciones tumultuarias contra lesbianas, cometidas a veces por los mismos familiares, con el objetivo de corregir la autonomía de unas mujeres que se ubican fuera de la ley del padre, mediante el asalto a su cuerpo y al núcleo de su deseo, los crímenes de lesbofobia en la Argentina tienen poco registro. Tal vez su cómputo quede subsumido, para las ONGs que los analizan, dentro de la categoría de femicidio.
Cuando la policía y el forense inscriben el asesinato violento contra un homosexual (como también el femicidio) dentro de la categoría de “crímenes pasionales”, llevan juntos a la víctima y al victimario hacia el campo poético de los amores malditos. Le quitan así al homicidio su valor político. Los crímenes a homosexuales “son pasionales, se relacionan en general con los taxi-boys, con el atributo de los celos y el odio... En general los ataques son a la cara”. Eso dice el forense Osvaldo Raffo a un diario después de la muerte de Luis Mitre. Eclosiones de la psiquis marginal, desbordes de amantes abandonados, traicionados o mal pagos, ni la policía ni la Justicia quieren nombrar entre las causas o los agravantes la homofobia o la transfobia, que también tiñe a menudo sus propios dictámenes y sentencias.
Pablo Slominsqui, uno de los mayores expertos argentinos en legislación antidiscriminatoria y en crímenes de odio, autor de varios libros sobre el tema, recuerda que para considerar agravado un homicidio, la ley penal contempla el odio racial, religioso, nacional, étnico o el ensañamiento y la alevosía. Pero no la orientación sexual o la identidad de género. Hay ahora una sana señal: Slominsqui fue consultado hace poco por miembros del Senado que buscan incluir esas dos figuras en la variable de agravantes.
Salido del secreto en que lo recluyó la cultura moderna, y disputando ya espacios dentro de la esfera pública, el colectivo GLTTBI está obligado, todavía, a levantar defensas contra la violencia arcaica. Las instituciones del Estado llevarán el culo sucio mientras no garanticen iguales derechos, deroguen injustos códigos de faltas provinciales ni se animen a un plan amplio y docente contra la discriminación por orientación sexual o identidad de género. Que entiendan de una vez que los crímenes de odio encuentran en esa tumorosa falta su alimento.
”El día que me veas en El Olmo, mirando pasar pendejos, disparame por la espalda... sin aviso y que sea rápido.” En esos chistes, repetidos, con que los putos conjuramos de antemano el miedo a todo aquello que se espera (y lo que no se espera) de la vejez, se revela siniestra la vergonzosa contracara de los crímenes de odio: la marginación, la exclusión y el olvido –de los viejos, de los feos e incluso de los pobres, como puede advertirse en más de un chat y en los boliches– comienzan “en casa”.
Ocurre que, como todos bien sabemos, los putos somos jóvenes, lindos, exitosos, profesionales, graciosos y, básicamente, exentos de cualquier problema “social”. El dolor, las inseguridades y los miedos se ahogan, se pierden en la risa exasperada y altisonante que retumba sobre el último hit, en el movimiento frenético de las citas ocasionales, en el paso apresurado hacia la puerta del día después y, sobre todo en los últimos años, en el consumo de drogas diversas. Lo aprendimos en la tele, en el cine, y todos queremos ser así: tumultuosos, divertidos y ocurrentes.
El estigmatizado por puto huye de los demás estigmas (la pobreza, la vejez, la fealdad y hasta el desborde público que supone “la trava”), apresurándose a internalizar y replicar hasta el hartazgo los valores dominantes (la “calidad de vida”, la juventud, la belleza técnico-plástica de los gimnasios, la “virilidad”). Del mismo modo que el chonguito homicida ha internalizado el odio contra los maricones, el puto medio internaliza el desprecio por el viejo, lo que equivale a decir el (futuro) desprecio de sí mismo.
De allí que, una vez cruzado el umbral –cada vez más temprano, por cierto– de la vejez, el sujeto exponga su cuerpo a situaciones de peligro evidente, porque ha aprendido a respetar la jerarquía social y la moral burguesa más que su propia vida. Seamos claros: es cierto que hay crímenes de odio y es cierto que la sociedad (no sólo las fuerzas del orden, sino incluso, muchas veces, la propia familia de la víctima) no se moviliza en consecuencia, pero también es cierto que esa vejez autodespreciativa suele consumarse en una efebología del bajo fondo (el culto al taxi de calle, cuanto más lumpen mejor, porque así no se sabe “quién está en desventaja”) que no hace otra cosa que favorecer –o cuanto menos facilitar– estos incidentes. Ni hablar de las travestis, esas que no son drags en lugares de onda y por lo general tienen el mal tino de ser prostitutas y pobres. Ante sus crímenes, nadie se perturba, al menos nadie de “el ambiente”, ese espacio mucho menos promocionado pero mucho más concreto que el bienpensante “colectivo” con el que intentan silenciarse los conflictos –de clase, de genitalidad y hasta de género– que oponen y separan a distintos grupos de gays, lesbianas, travestis, transexuales, transgéneros y demás. Es cierto, necesitamos que se reconozca y se dé entidad a los crímenes de odio, pero no es menos cierto, a fin de cuentas, que para acabar de una vez por todas con la discriminación, el maltrato y el odio, quizá sea necesario empezar por casa. La pobreza, la marginación y el resentimiento de clase no dejarán de ser excusas públicas para la homofobia y el machismo mientras la homosexualidad, en la era de la fiesta gay, no deje de ser sinónimo de exclusión, consumo y club privado. Nadie va a dejar de odiarnos mientras no dejemos de flagelarnos a nosotros mismos, proyectando el rechazo a la tan temida “mariconada” sobre travas, locas, viejos y afines.
Años después de los asesinatos seriales de 1982, cometidos por una brigada clandestina de nombre Cóndor, que dejó casi treinta muertos GLTTBI, los colectivos de activistas argentinos comenzaron una tarea de relevamiento de crímenes, como modo de denunciar públicamente lo que la Justicia aún no considera homicidios agravados por orientación sexual o identidad de género.
Dentro del mapa latinoamericano, ni México ni Brasil quieren quedar fuera de las infaustas cifras del odio. Asombran. El Grupo Gay de Bahía detectó en Brasil un aumento del 30% de asesinatos en 2007, respecto de años anteriores. Son 122 muertes, de las cuales el 70% corresponden a gays, 30% a travestis y 3% a lesbianas. El periodista mexicano Fernando del Collado, en su libro Homofobia, odio, crimen y Justicia 1995-2005 cuenta 387 asesinatos en su país, durante diez años.
En noviembre del año pasado el Foro Antidiscriminación y Antirrepresión de Catamarca, con la firma del sociólogo Carlos Figari, Elsa Ponce y Antonio Torrente, denunció, a través de una carta a los medios locales, el crimen de Claudio Soto en el parque Adán Quiroga. Un asesinato que cumplía el ritual de la saña que caracteriza a los crímenes de odio. Era la quinta vez que el colectivo redactaba una carta pública para alertar sobre la sistematización del homicido como expresión de “la incultura y la poca o nula educación para convivir con el otro diferente”. El odontólogo apodado “Castillito”, Víctor Manuel Escalante, Benjamín Ramírez Hidalgo, de nacionalidad peruana a quien mataron a balazos, el caso de la Ripiera, donde un joven gay fue sometido, torturado y asesinado clavándole un destornillador en la cabeza. La travesti belicha Cassandra (Eugenio), también asesinada con cuatro puñaladas en el corazón, después de haber sido violada... los casos se acumulan en esta provincia ya célebre por el feminicidio de María Soledad Morales. “Mientras no hagamos nada —cerraba la carta del Foro—, seguimos siendo todos culpables.”
Según datos del libro La gesta del nombre propio, el 91 por ciento de travestis ha recibido algún tipo de violencia a lo largo de su vida. El 86 por ciento sufrió abusos policiales. De los tipos de violencia, en primer lugar se encuentran las burlas y/o insultos, seguido de agresiones físicas, en tercer lugar la discriminación y en el cuarto lugar, el abuso sexual.
Los lugares de agresión más frecuentes son, en orden decreciente: la comisaría, la calle, la escuela, el hospital, el vecindario, en un boliche, en el ámbito familiar, en el transporte público y en oficinas públicas.
Claudia Vargas Sierra era salteña y tenía 35 años. Vino a Buenos Aires para ejercer como docente titular en la escuela primaria Número 15 de Derqui, donde también realizaba suplencias. En sus horas libres daba clases de canto en un boliche porteño. En el colegio daba los primeros grados, donde “lograba comportamientos prácticamente imposibles –recuerda Susana, maestra compañera de escuela– El... ella tenía un trato maravilloso con los chicos”. Susana nombra a Claudio y la nombra.
Los chicos la recuerdan como “el profe”, a pesar de sus implantes mamarios y su pelo hasta los hombros. Cuando volvía de la escuela, se tomaba el tren de la ex línea San Martín. En el viaje cambiaba sus zapatos, se maquillaba y bajaba en la estación Palermo.
Con el correr del tiempo dejó de transformarse en el viaje de vuelta y en su día era enteramente ella. Susana recuerda que cuidaba mucho sus manos.
“Al principio costaba un poco que los padres aceptaran que sus hijos tengan una maestra diferente... En una sola ocasión tuvo que intervenir la inspectora de área del distrito, que presenciaba las clases, pero no pasó de ahí, porque sus clases eran excelentes”, explica.
El 16 de octubre de 2004 fue sábado. El lunes siguiente, mediante una comunicación del Consejo Escolar, Susana, sus otras compañeras, y sus alumnos, se enteraron de que “El profe” había sido encontrado sin vida en su departamento de la calle Independencia de la Capital Federal. Le habían dado un mazazo en la cabeza.
El grupo docente contactó a la familia de Claudia con abogados del gremio que los representa, Suteba. Pero hasta el momento no hubo novedades. Todas las versiones del asesinato son independientes de cualquier tipo de investigación. “Excelente persona y compañero de trabajo, nunca dejábamos de reírnos con ella, era una persona con muy buen sentido del humor, lo recuerdo con mucha ternura”, dice Susana y recuerda lo que se dijo en una misa que hicieron en su nombre: “Hoy lloramos su muerte, pero ya lo habíamos matado muchas otras, mostrándole indiferencia y discriminándolo”, así, en masculino.
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