SOY ABIERTO POR VACACIONES
Daniel Link envía “Las Rubenas”, la continuación de su relato “Los Rubenes”, publicado en esta sección la semana pasada. Soy invita a sus lectorxs a seguir mandando sus cuentos cortos (no más de 15 mil caracteres) por inbox (Facebook: Suplemento Soy).
› Por Daniel Link
El 22 de abril de 2011, algunos medios (Tiempo Argentino, entre ellos) se hicieron eco de la condena que, por homicidio culposo, se le impuso a la priora del convento San José, la madre superiora Leticia de la Virgen de Luján (su nombre civil era otro, pero la Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica con sede en el Vaticano que la habían nombrado en el alto rango que ocupaba entre la jerarquía de carmelas la autorizaban a usar ese nom de guèrre).
Todos nuestros intereses, separadamente, confluían en el convento y monasterio de San José. Los Freire, de hecho, habían comprado la propiedad que habíamos comenzado a transformar en hotelito boutique, porque recordaban con sentimentalismo las misas a las que en la capilla adyacente habían asistido, llevados por su abuela Manuela, muy devota de Santa Teresa de Avila.
En mi caso, mi constitución enfermiza y mi salud siempre quebrantada me llevaron a interesarme por la historia de las enfermedades en Buenos Aires. El Carmelo de la calle Humberto Primo fue inaugurado el 19 de diciembre de 1881 y formaba parte del gran programa sanitario emprendido después del gran desastre de la fiebre amarilla, dado que en la formación original de las carmelas figuraban rudimentos de enfermería.
Los Rubenes, por su parte, acechaban el convento en busca de informaciones sobre la bella gemela del Chino, que había desaparecido del convento a mediados de 2006 y que, según sospechaba su hermano, había sido víctima de una red de prostitución alimentada por la priora misma del convento.
Llamábamos “los Rubenes” a un grupo de bellos aprendices de albañiles, todos muy jóvenes y que respondían a ese nombre mayoritariamente. Había, sin embargo, un Rubén Alfa, al que todos ellos reportaban y al que secretamente odiaban, que tenía sus propios intereses en el convento de San José y, por lo tanto, en el Chez Freire en el que se asentaron, dado las vistas privilegiadas que desde las ventanas del hotelito teníamos de la fachada de la iglesia y del patio conventual.
Con el correr del tiempo quedó claro que la relación entre los Rubenes y su jefe era más compleja de lo que parecía: reportaban a él y lo obedecían, pero a sus espaldas complotaban en su contra. El Chino (de una belleza casi sobrenatural) era quien más sufría sus abusos, decían, porque una vez al mes (más o menos) el Rubén Alfa sufría unos ataques de violencia que no sólo volcaba en el seno de su hogar (“le pega a la mujer”) sino sobre sus ayudantes, a los que había llegado incluso a someter sexualmente. Sobre todo al Chino, me decían, porque, digamé, quién no se culiaría... ¿Por qué no lo abandonaban? (cambiaba yo de tema). Imposible, imposible, decían. No se puede. Las cosas no funcionan de ese modo. Además, él sabía cosas que ellos necesitaban para su investigación sobre el paradero de la China.
Alertado por los Rubenes más jóvenes, comencé a observar con nuevos ojos al Rubén Alfa y efectivamente noté sus esfuerzos por establecer contacto con las autoridades del convento. Cada vez que percibía un aleteo de hábitos en la vereda, bajaba a la calle con cualquier excusa y se ponía a conversar con las monjas (sabiendo que habían hecho voto de silencio, me pareció una obsesión ridícula, pero los hechos posteriores demostraron que a alguna había conseguido ablandar con sus torcidas palabras).
Mientras tanto, el Chino y sus compañeras, con mi complicidad inquebrantable y asistidos por la Lic. Marlene Wayar, habían perfeccionado sus pericias amatorias nocturnas, cuando abandonaban sus trajes de peones y vestían las galas que las transformaban en las putas más solicitadas del barrio (¡tomaban turnos y estaban casi con la agenda llena!).
¿Pero les daba resultados el asunto? (preguntaba yo, que no veía ni que su patrimonio personal se viera incrementado ni que avanzaran demasiado en sus pesquisas). Volvernos mujer nos sale caro, me decían, para justificar que no pudieran salir de pobres. Se habían gastado una pequeña fortuna en incontables sesiones de depilación definitiva, aunque nunca se habían caracterizado por su pilosidad ni en la cara ni en el resto de esos cuerpos morenos y fibrosos que yo había estado mirando con cierta lubricidad durante los ya dos largos veranos previos durante los cuales la obra de refacción del inmueble pareció volverse eterna por las maquinaciones de los Rubenes y el hartazgo de los hermanos Freire, que no sabían ya cómo ponerles límites.
En cuanto a lo segundo, a los hombres satisfechos carnalmente se les suelta la lengua, me decían, y ya habían establecido el modus operandi de la red de trata que intentaban desbaratar, si es que no encontraban antes a la bella gemela del Chino, secuestrada del convento (o, aunque yo me negara a creerlo, entregada por la misma priora a cambio de quién sabe qué favores). La red involucraba a agentes policiales, naturalmente, pero también, y sobre todo, a personal del Correo Argentino que estaba sobre la avenida San Juan, que había puesto sus vehículos para la distribución de correspondencia al servicio del traslado de las chicas secuestradas. Como en el barrio abundaban las inmigrantes indocumentadas (no era el caso de la China, que era argentina de varias generaciones), de ellas no quedaba rastro útil para las pesquisas. Rubén 2 (Rube) o Rubén 3 (Benito), así denominados por nosotros por su ubicación en la jerarquía de Rubenes, habían aportado el dato de que el proceso de abducción comenzaba cuando una de las indocumentadas recurría a la comisaría del barrio para establecer el domicilio que le permitiría gestionar el Documento Nacional de Identidad. Su posible cotización en el mercado de la trata era evaluado allí mismo por uno de los oficiales, que ponía en marcha el complejo engranaje de la siniestra maquinaria de esclavismo de la que formaba parte.
¿Pero cómo pueden estar seguros? (dudaba yo, que no podía creer que sucedieran ante nuestros ojos ciegos de ciudadanos biempensantes maniobras semejantes). Por un lado, me decían, hay que tener en cuenta el hecho de que la mayoría de las chicas dominicanas que han desaparecido del barrio habían concurrido a la comisaría. Y, por el otro, conocían perfectamente la capacidad de gasto del oficial Mertehikian, quien era el responsable de los trámites domiciliarios en la comisaría del barrio y al que habían tenido, ahíto de cocaína, culo para arriba, pidiendo más y más verga no ya de una de las Rubenas sino de todas ellas, contratadas en grupo por lo menos dos veces al mes: sume usté (me decían, con un respeto que me conmovía) el costo de las bolsitas al de nuestros honorarios.... Esos gastos no puede permitírselos un oficial de la Federal.
¿No fueron a la Metropolitana? (yo pretendía poner orden en el desbarajuste legal que era la ciudad). ¡Son todos putos!, me contestaban moviendo la cabeza. Si vamos vestidos de peones, nos tratan como a negros. Y si vamos vestidas de putas, nos sacan cagando porque les damos asco. ¡Habrá mujeres! (insistía yo). Peor, ésas son lesbianas abolicionistas y seguro que nos mandan a una granja de reeducación (ignoraba la existencia de tales instituciones y sospechaba que mentían, sólo para poder seguir un juego que, finalmente, les había terminado gustando).
A comienzos de 2008, las pesquisas dieron resultados, y en coincidencia con la culminación de la obra del Chez Freire y su inauguración con una gran fiesta, las Rubenas me confirmaron que la China había sido “mandada” por la priora del convento al Carmelo de Santa Teresa de Jesús (el que había sido fundado en 1896 en el barrio de Almagro gracias a una generosa donación de Mercedes de Anchorena) para acompañar un envío de hábitos que se hizo gracias a la generosa colaboración del Correo Argentino. La China nunca llegó a destino y jamás volvió. Su desaparición no fue denunciada nunca, ni por las autoridades del Carmelo ni del Correo, lo que motivaba la sospecha de los Rubenes de que la priora del convento estaba involucrada en la red de trata.
De la sospecha a la prueba hay un abismo (jurídico, pero también ético), lo que obligó a las Rubenas, durante todo el año 2008, a estrechar el cerco sobre la iglesia de Sancte Joseph, enfrente del Chez Freire, y a seguir aguantando los abusos verbales y físicos de Rubén Alfa hacia el Chino, dado que ya habían comprobado que sus servicios (como albañil y como jardinero) habían sido aceptados en la comunidad de carmelas silenciosas (“cónyuges de un Dios crucificado”) y habían monitoreado sus movimientos irrestrictos, a veces solo y a veces acompañado de su sobrino, que yo no conocía porque no formaba parte de la cuadrilla de Rubenes, por los patios de la institución, con cámaras de seguridad instaladas en la terracita del quinto piso de la que ejercían usufructo.
Las Rubenas, cuyas maniobras nocturnas no eran del agrado ni de Rubén Alfa ni de las clausuradas del convento, pensaron que debieron aprovechar la oportunidad para entrar clandestinamente al lugar, asaltar los aposentos de la priora, descubrir las pruebas que necesitaban para concluir con la investigación que habían emprendido y denunciar, ahora sí, los hechos al Inadi.
Así lo hicieron y una noche de luna llena de comienzos de noviembre de 2008, agotada por tres veces la voracidad sexual del Rubén Alfa en el culo invalorable del Chino, le robaron, una vez dormido, las llaves del portón de entrada. El mismo Chino, una vez que dejó a su macho alfa dormido en el bulín del quinto piso del Chez Freire, Rube y Benito, entraron al convento y, sigilosamente, revisaron el despacho de la priora y la gran biblioteca adyacente, donde se guardaban todos los documentos de la historia de la institución.
Como además de leer con dificultad las Rubenas eran muy curiosas (de otro modo no se habrían involucrado en una investigación que se ramificaba tanto, en todas las direcciones), el escrutinio les llevó más tiempo del que suponían y los repiqueteos de las campanas de la Tercia las sorprendió todavía en el lugar, los maquillajes desarreglados (¡Para qué se fueron montadas!) y los ojos irritados por la lectura a la luz de los celulares.
Sabían que ese día Rubén Alfa se había comprometido a podar una de las dos palmeras de la iglesia y debían devolverle las llaves antes de que se despertara. El Chino dejó a las otras Rubenas ordenando el desbarajuste de papeles que habían hecho y corrió enfrente, para ponerle la llave en el bolsillo al durmiente que, incluso, tal vez, quisiera ponérsela una vez más, un mañanero.
Grande fue su sorpresa cuando encontró a Rubén Alfa ya trepado a la palmera, acompañado de su sobrino (¡Se habían olvidado de poner llave al portón!) y todavía más cuando escuchó los gritos de Rube y de Benito, que taconeaban a través del patio gritándole que habían encontrado, habían encontrado, habían encontrado...
El griterío asustó a los podadores de palmera, quienes perdieron pie en las precarias posiciones en las que se encontraban y, como no habían sido provistos de herramientas adecuadas ni de elementos de seguridad para el trabajo en altura por la priora, cayeron estrepitosamente al suelo. Ocho metros más abajo, la cabeza de Rubén Alfa dio contra un cantero y murió instantáneamente. Su sobrino se quebró la pierna derecha.
Tuve que intervenir. Los Rubenes habían encontrado dos archivos: uno que, efectivamente, documentaba la red de trata de la que la China y una larga lista de jóvenes dominicas habían sido víctimas y otro que nada tenía que ver con el caso, pero que me interesó vivamente, y que tenía como título en su portada “Informe Luisón”.
Convencí a los abogados intervinientes y a la priora de que descartaran los antecedentes y sencillamente pidieran condena por homicidio culposo (pena de $ 600.000 a cargo del convento).
La sentencia salió, en los términos pactados, en 2011. Para ese entonces, las Rubenas ya habían rescatado a la China del casino de San Luis, donde la tenían prisionera, y yo ya estaba abocado al ordenamiento del “Informe Luisón”, en los pocos momentos en que mis múltiples tareas en el Chez Freire Grand Hotel me daban un respiro.
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