ENTREVISTA > LOHANA BERKINS
Su abrazo es tan fuerte y su pecho tan cálido que dan ganas de quedarse a vivir a ese abrigo. Referente incontrastable, Lohana ha logrado, entre otras cosas, que la Justicia reconozca la personería jurídica a la organización de travestis que preside y está organizando una cooperativa de trabajo para que la prostitución no sea la única manera de ganarse la vida. Con un humor capaz de arrancarles sonrisas a las piedras, la Berkins repasa algunas escenas nada graciosas de su vida.
› Por Marta Dillon
—Es una identidad en sí misma. Una de las cosas más innovadoras que tiene el travestismo, a diferencia de lo gay lésbico, es que en las travestis la identidad es independiente de la orientación sexual; por ejemplo, muchas travestis hoy, con la lucha que nos hemos dado, nos atrevemos a otras cosas, yo conozco dos travestis divinas que viven juntas y se aman... ¡se muestran con una naturalidad! Y hay otras que están casadas, una que se casó con una mujer y tienen una hija, otra que vivía con un chico transformista, otra que vive con un chico gay, otra que es pareja de una lesbiana, hay hetero, bisexual... toda esa diversidad es maravillosa.
—Sí, pero ella no era todavía, se hizo después... Poco antes de morir hizo una fiesta y ella les dijo a todas las que estaban ahí que yo había sido su gran amor. Después del amor fuimos grandes amigas.
—Yo creo que me enamoré así fuerte, una vez. Estuvimos juntos 24 años.
—Sí, lo conocí en Salta, una vuelta que volví por el verano para los corsos en los que desfilábamos todas las travestis de Salta. Un amigo me dijo que quería que el chico más lindo del Carnaval y la travesti más linda se conocieran. Pero de casualidad nos encontramos antes y desde el primer momento yo quedé, como se dice en mi provincia, alborotada.
—Fue extraño porque después de la primera noche, en que sí tuvimos sexo, estuvimos tres meses juntos sólo conversando.
—Porque la primera vez él dijo algo así como “ah, esto es tener sexo con una travesti”, como si no fuera gran cosa, como si no le gustara. A mí me pareció honesto, pero no iba a tener relaciones con alguien que no quisiera; además, yo tenía mis novios y estaba en prostitución así que cuando llegaba a mi casa lo que menos quería era tener sexo. Pero en un momento él confesó que estaba enamorado, que quería algo más y así fue, 24 años. Aunque ahora yo creo que él no me amó, y si lo hizo fue de una manera extraña.
—Es que cuando quise dejar la prostitución él no me alentó para nada, al contrario. Y para mí eso fue decisivo. Aunque todo haya empezado después de una depresión muy fuerte en la que él me llevó al hospital para que viera a una psicóloga. Es que ya no le encontraba el sentido a la vida.
—No, gradualmente, hasta que me topé con el activismo... pero el primer paso lo di un día en que me desperté porque me tenía que ir a trabajar —porque yo siempre fui muy oficinista con la prostitución, siempre a la misma hora, siempre en la calle— y en treinta segundos pasé todos los canales del cable y me di cuenta de que todo era previsible, que iba a ir a la esquina, iba a conseguir dinero que encima ya tenía, iba a volver y así siempre.
—Desde los 13 años, cuando me echaron de mi casa. Mirá cómo serán las historias, ¿no? Porque yo soy de un pueblo que se llama Pocitos, en la frontera con Bolivia, y ahora cada vez que me siento en una situación sin salida o difícil me sueño en Pocitos.
—De niña, no. Yo siempre supe quién era, de chiquita era como el personaje de Mi vida en rosa, pensaba que en algún momento me iban a llegar los cromosomas que me faltaban... y en mi familia, mientras fue algo doméstico, lo tomaban como un juego que yo quisiera jugar con las nenas o que me negara a ponerme zapatos de varón como los que usaban mis hermanos.
—Eramos 13 hermanos, a los varones les compraban siempre borcegos y a las nenas guillerminas. Como yo no cuadraba con ninguna de las opciones me compraban unas sandalias franciscanas y andaba con eso. Siempre me las arreglé para que no me impusieran las formas rígidas. En la escuela el problema era que nos hacían formar a las nenas por un lado y a los varones por otro, y yo me ponía en la mitad y me iba quedando del lado de las nenas, pero como siempre lo hice con mucho humor, bueno, pasaba como un chiste. Me acuerdo también que tenía una amiga marica, pero marica a morir, la Lola, aunque si le preguntaban el nombre él decía Ricardo...
—En las provincias somos todas maricas, ahí no está lo gay, si sos activo o pasivo, ahí está lo marica, en lo marica caen todas: el gay, la travesti... y a la torta le dicen torta, nada de lesbiana, no tienen tanta exquisitez académica, no existe lo queer, ni nada, sólo marica. La cuestión es que mi amiga Lola había adornado la iglesia de su barrio donde se hacía la fiesta de San Cayetano, imaginate, lleno de flores, de serpentinas, ¡divina! Y cuando empieza la ceremonia, la Lola y yo en la primera fila y el cura pide que la echen. A mí no, porque yo era de familia conocida. Y ahí nomás me paré en la sillita de cuero y empecé a los gritos, que todo el mundo sabía quién había adornado la Iglesia, que era una injusticia. Yo tenía menos de 12. La cuestión es que la Lola se quedó y salimos las dos del brazo encabezando la procesión. Al cura le dio tal rabieta que entró al santo enseguida y al día siguiente lo llamó a mi papá y le dijo que tenían que ponerme coto.
—No, creo que peor fue un domingo que había como 30 personas en la mesa familiar y a una tía no se le ocurre mejor idea que empezar a preguntarnos a todos si teníamos novio o novia y cuando me pregunta a mí, yo muy fresca le contesto: “Ay, tía, los maricones no tenemos novia”. El silencio que siguió fue tan impactante que ahí yo tomé conciencia de que no estaba todo bien como pensaba. Y creo que al fin de semana siguiente mi papá me dijo que o me hacía bien hombre o me iba. Y me fui.
—Me fui yendo en etapas, primero a lo de una tía, después a lo de otra, cada vez más cerca de Salta y siempre esperando que me vengan a buscar, estaba segura de que me iban a ir a buscar. Eso fue bien dramático, pasaron varios años hasta que me cayó la fichita de que nadie vendría por mí.
—La verdad es que el mundo travesti se me abrió después de una vez que me llevaron en cana. Porque yo con mi remerita unisex, mis bermudas unisex y mis franciscanas no necesitaba nada, estaba tan segura de mí, de lo que era, que ni pensaba en maquillaje. Pero los mismos canas me dieron la dirección de la Pocha y ahí descubrí el mundo, el abanico del mundo de lo posible, la alfombra de mil y una noches, ahí yo sentí que me trepé a esa alfombra. ¡Un montón de gente que no se cuestionaba nada y una travesti que en cuanto vio a la nena de 13 años en la puerta enseguida me convirtió en su hija!
—Para la Pocha éramos todas sus hijas, pero yo era la preferida. Vivíamos como 20 o 30 en la misma casa, durmiendo en el suelo, arriba de la heladera, donde se podía. Y ella nos cuidaba, era inteligente, sabía apoyarnos. A mí, por ejemplo, me pedía que le leyera para que no perdiera el hábito de la lectura. Lo que yo soy como persona se lo debo a la Pocha. Nos enseñaba desde maquillaje hasta ahorrar, porque ella siempre decía que la belleza es efímera y la prostitución también tiene que serlo.
—Claro, yo era una puta bien burguesa, compré casa, auto, tenía todo. Pero después llegó el activismo a mi vida, entender que la opresión que sentía no era una historia particular, que mi relato se entrelazaba con otros, que esto era un sistema, ¡ah, no, cuando empecé a leer no paré más! Y tuve que vender todo lo que tenía y gastarme los ahorros, pero yo que había sido ambiciosa, ya no sentía esa pérdida.
—Una vez quise volver porque estaba cansada de no tener ni para comer. Me bañé, me calcé la minifalda como pude –porque con el activismo también me empecé a desprender de esa obsesión por la belleza y era más yo, más gordita— y me acosté para tomar fuerza. Me quedé dormida como si hubiera tomado el mejor de los sedantes, cuando desperté era tarde para salir. Mi cabeza me había hecho una jugarreta. Entonces llamé a una amiga llorando y ella, con otros amigos, hizo una vaquita para pagarme el hotelucho en el que vivía. No quería, pero me ayudó a sobrevivir hasta que encontré trabajo, que me costó muchísimo.
—En el Estado y en todos lados, llegué a hacer encuestas...
—Lo más violento para mí fue la prostitución y la policía, por supuesto. En la calle no tanto, nunca me echaron a mi sola de un bar porque mi estilo nunca perturbaba, pero estando con otra amiga sí me he tenido que ir. Ahora ya no, ahora doy más vendedora de chicha que otra cosa.
—Para mí es una herramienta de supervivencia. Las travestis somos un poco así... aunque algunas, por tanto sufrimiento, se han dejado doblegar. Pero el humor de las travas a mí me fascina, te digo que en un velorio, en la tragedia más grande ellas son capaces de hacerte reír o de ver más allá de lo que nadie quería ver...
—Al menos de las madurillas, las niñas ahora están inventando otro mundo. Pero nosotras teníamos hasta el carrilche, que no sé si es un dialecto que existía o era de las travas, que lo hablábamos cuando frente a la policía no queríamos que nos entendieran y que además de las palabras tenía todo un código de gestos, de miradas...
—La visibilidad es inherente al travestismo, porque Florencia de la V es Florencia de la V y no estuvo en prostitución, en cambio lo gay y lo lésbico permiten ocultarse o preguntarse cuándo, dónde y por qué lo digo. El travestismo no, es el aquí y el ahora, es lo presente, ¡es el verbo encarnado!
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