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Viernes, 23 de enero de 2015

MI MUNDO

La bella y los raros

Stonewall empezó el 28 de junio de 1969. Poco antes, gran parte de los varones gays de Nueva York ya se habían visto las caras en el funeral de Judy Garland. Su nombre fue contraseña de disidencia sexual durante décadas. Aquí, algunas instantáneas del auge y ocaso de una estrella con el brillo de los siete colores.

 Por Kado Kostzer

”¿Es amigo de Dorothy?” era un susurro frecuente en los circuitos subterráneos del mundo gay preStonewall. La codificada pregunta equivalía a las posteriores ya obsoletas “¿entiende?”, “¿es del ambiente?”, “¿es del club?”, y obedecía a la sana inquietud de saber la orientación sexual de un prospecto de interés. ¿Quién era Dorothy? Algunos pensaban que era la incisiva Parker, la escritora de igual primer nombre cuyo círculo tenía muchos homosexuales. De ninguna manera. La Dorothy de los amigos había nacido con el siglo XX de la imaginación de L. Frank Baum, como la heroína de El mago de Oz, y alcanzado la inmortalidad en 1939, personificada en el cine por Judy Garland. La identificación de la comunidad gay con la actriz/personaje y una de sus canciones, “Over the Rainbow”, había sido instantánea y se extendió por décadas.

Así como Dorothy que, siguiendo el camino de baldosas amarillas, había llegado al maravilloso reino de Oz, Judy había atravesado –sin zapatitos mágicos rojos– el suyo propio y a los empujones que le propinaba su entorno con Ethel Gumm, la madre, a la cabeza. La ambiciosa mujer estaba decidida a que sus tres hijas triunfaran en los entonces populares espectáculos de vodevil como las Hermanas Gumm, Suzy, Ginnie y la menor Frances Ethel, que se autobautizó Judy, título de una canción que arrancaba ovaciones. El Garland surgió, según dicen, en homenaje al crítico Robert Garland, autor de una elogiosa reseña. Muy pronto, tanto la señora Ethel como los empresarios se dieron cuenta del potencial de la pequeña, condenando a las otras dos integrantes del trío al eclipse total, con el resentimiento correspondiente.

Hollywood

En 1935, luego de largo peregrinar, la veterana Judy de 13 años (había debutado a los tres) firmó un contrato –es un decir, pues su temible madre hacía y deshacía a su gusto– con la MGM, el estudio que tenía “más estrellas que el cielo”. Los productores la usaron de comodín en varias películas sin saber qué hacer con esa niña ya muy crecida o con esa mujer incipiente. El poderoso patrón, Louis B. Mayer –que luego se jactaría de su descubrimiento–, se refería a ella despectivamente como “la jorobadita”.

El mago de Oz había sido pensada como escaparate para los talentos de Shirley Temple, otra niña prodigio (también con madre) mina de oro de la Fox. Para obtener sus servicios la Metro la cambiaría por dos de sus estrellas más valiosas: Clark Gable y Jean Harlow. La inoportuna muerte de la rubia platinada rompió el acuerdo y los productores recayeron en la ya crecida Judy, de casi 17 años. La maquinaria se puso en marcha. El genio de Adrian creó el famoso vestidito cuadrillé azul con el talle bien alto para dar la sensación de pequeñez. Su busto fue vendado cuidadosamente cada mañana para disimular las abundantes formas femeninas y continuamente se ensayaban nuevos trucos para captar la niñez requerida. El resto es historia.

Fama y crisis

El éxito le trajo padeceres. La sumisa mujercita –acomplejada por la belleza de Ava, Liz y Lana, otras chicas de la Metro– había pasado a comportarse como prima donna y el cuidado que se ponía en ella estaba a la altura de su jugoso rendimiento en boleterías. Como mostraba tendencia a engordar, era sometida a rigurosas dietas y a anfetaminas. Un detective del estudio seguía sus pasos. En uno de sus reportes consignaba: “Miss Garland devoró su comida especial y como Lana Turner, sentada a su dado, había dejado el puré intacto, se lo pidió para tragarlo desaforadamente”.

Con un ritmo anual de dos o tres películas, de exigente despliegue musical, grandes científicos la sometieron a brutales regímenes de pastillas: para adelgazar, para dormir, para despabilarse, para la energía... Un médico, no tan sabio pero sí más sensato, sugirió que tenía que hacer una cura de reposo por lo menos de un año. Impensable para las arcas de la empresa. The show must go on!

En 1950, con un comportamiento cada vez más errático, con films donde aparece alternativamente gorda y flaca, con rodajes inacabados, a los 28 años ya era para Hollywood un personaje del pasado. Una desempleada. Había recuperado su libertad. La codiciosa Ethel, malversadora de la fortuna ganada por su hija en quince años, también era del pasado. “Si tengo problemas de dinero se lo debo a mi madre. Para lo único que servía era para crear caos y miedo. Envidiaba mi talento, lo mismo que mis hermanas, que tenían unas voces horribles”, había dicho cuando rompió relaciones. “Nadie nunca me consultaba, todos decidían por mí.”

Después de un regreso triunfal a mediados de los ’50, tanto en cine como en sus recitales apoteóticos vienen altos y bajos en la montaña rusa de esa vida tan intensa. Maridos variados, pasones de droga, intentos de suicidio, escándalos, depresiones nerviosas, tres hijos que debían huir de los hoteles con la mayor cantidad de ropa puesta ante las cuentas impagas... Su tabla de salvación, frágil, era un íntimo lugar nocturno en el East Side regenteado por dos lesbianas, la fabulosa actriz Mary McCarthy (no confundir con la autora de El grupo) y su amiga Jackie. Allí prodigaba canciones a la clientela gay, que verdaderamente la idolatraba y se identificaba con su vulnerabilidad. Ocasionalmente, una suerte de mendicidad en las calles la sacaba de apuros. Atónitos transeúntes eran increpados por la sonriente cantante con un: “Señor, soy Judy Garland. ¿Podría prestarme 20 dólares que salí de casa sin dinero?”. Pocos podían negárselos a una leyenda viviente tan ligada a recuerdos juveniles de dos generaciones.

Leyendas en visón

Peter Rogers, joven publicista de Blackglama –criadores de visones destinados a la alta peletería–, convocaba a grandes leyendas del espectáculo para los anuncios de su cliente: Bette, Lauren, Rita, Callas, Marlene, Streisand, Liz, Audrey y hasta la proteccionista Bardot aportaron su glamour luciendo creaciones de tan siniestra procedencia. Judy no podía faltar en esa célebre lista. El pago por prestar su imagen era un lujoso abrigo a elección. El autor de la exitosa campaña relata que localizó a Garland viviendo en Boston y estuvo encantada de ser fotografiada en visón ¡por Richard Avedon! El problema se presentó cuando ningún hotel de Manhattan quiso alojarla –sabían de los huracanes provocados por sus borracheras–. Por fin, el Penn Garden tomó la reserva, pero al arribo de la estrella “no disponían de suite”. Lo habían pensado mejor. Rogers aceptó hacerse cargo de los eventuales daños que pudiera causar Judy y por fin fue hospedada. Por la noche asistieron al Empire Room del Waldorf, donde actuaba Tony Bennett, que resultó eclipsado por tan fabulosa presencia entre el público. Luego del show, Judy se siguió divirtiendo y cuando su anfitrión se presentó al día siguiente para llevarla a la sesión de fotos en el cuarto reinaba el desastre. Botellas rotas, plumas volando y ella con un pie lastimado. Empeñado en lograr su cometido, Rogers prácticamente la arrastró al estudio donde peinadores y maquilladores reconstruyeron la ruina. Mientras, pagó la cuenta del hotel e hizo empacar las pertenencias de su desquiciada leyenda viviente.

Judy se entendió a las mil maravillas con Avedon, pero cuando se dio cuenta de que ya no la necesitaban, que su leyenda en visón había sido capturada y que la esperaba una limusina con su equipaje para fletarla a Boston, la alegría se transformó en furibunda agresión. Una vez más se había sentido “usada” y exigió violentamente el tapado prometido. Ante la imposibilidad de concurrir a uno de los grandes peleteros con los que Blackglama hacía los canjes, optó por llevarse el visón de la foto. No le importó que no tuviese forro. Fue el mismo –siempre sin el forro– que la cubría a su llegada al londinense aeropuerto de Heathrow meses antes de su muerte. Tiempo atrás había manifestado: “En mi funeral imagino a miles de mariquitas cantando ‘Over the Rainbow’”. Así fue, más de 20 mil personas, la mayoría varones gay, le rindieron el último tributo. Al día siguiente en Stonewall la historia cambiaría.

Se acaba de reestrenar Al final del arcoiris, la obra protagonizada por Karina K que relata los últimos días de la vida de Judy Garland. Jueves y viernes a las 21, sábados a las 21.30 y domingo a las 20.30, Teatro Astros, Av. Corrientes 746

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