Se forjó en los ’80 con un pie en el under, del brazo de Tino Tinto y Batato Barea, y con el otro en el living de Susana. Karina K es puro ritmo frenético, lo que le permitió a lo largo de casi tres décadas de carrera cumplir más de un sueño de toda dama del musical: ser Sally Bowles, encarnar a Judy Garland al final de su arco iris y hasta trocar su voz por la de la peor cantante de la historia. Ahora prepara un personaje impregnado de delirio camp: Yiya Murano. Se acaba de casar en una ceremonia budista con la actriz Cynthia Manzi y abre su álbum de bodas para SOY.
› Por Dolores Curia
Las novias entran de blanco y a la par, con coronas de trenzas y flores, y caminan hacia el altar con pop de fondo. Café Tacuba y otros temas elegidos por ellas, risas, aplausos, besos al aire. Nada de silencio de misa. Nada de hasta que la muerte las separe, ni marchas solemnes, ni de esperar autorización para besar a la novia. Caminan juntas y coreadas por un tumulto de amigos, drags, actores, actrices, familia. Tanta gente desborda el lugar y varios se quedan sin silla. Entre tanto bochinche y felicidad casi nadie escucha el susurro de una señora que se queja en el oído de su amiga: “¡Cuánta gente de jean! Parece que no hubieran venido a un casamiento”. Las novias son Karina K y Cynthia Manzi. Se casaron por civil exactamente un año después de la primera cita, que fue un 16 de marzo de 2014. Y hace algunas semanas se casaron en una ceremonia budista en el Centro Cultural de la Soka Gakkai de la Argentina –en el mundo, son doce millones miembros–. Intercambiaron tazas de té. Hubo palabras para ellas y entre ellas. Votos, anillos y meditaciones.
Hace unos días, una amiga de SOY, Irina Kobryniec –quien practica el budismo desde hace treinta años, pertenece al igual que Karina K a la organización Soka Gakkai y fue responsable de la actriz (es decir, fue su guía de lecturas cuando Karina recién se empezaba a acercar a esta disciplina)– exclamaba en Facebook “Hace años que conozco a Karina K del ambiente budista y ahora me vengo a enterar de que se casa con una chica. O sea. ¡Es torta! ¡Somos muchas y estamos en todos lados!”. Y a raíz de la exclamación surgen las dudas: ¿Qué relaciones hay entre lesbianismo y budismo? ¿Persisten dentro de esa filosofía tabúes con respecto al tema? A las que Irina responde de este modo: “No hay nada en el budismo que te diga cómo tenés que vivir. De hecho, el principio de Obai Tori habla de valorar la diversidad, en todo sentido. No tenés que convertirte en nada, ni cambiar nada. Si te gustan las chicas, te gustan las chicas y listo. Tal vez por esto tantas lesbianas y varones gays se acercan. En el budismo nadie te va a decir lo que deberías hacer. La budeidad aflora a través de la invocación del mantra Nam Myoho Renge Kyo. Y ahí surge tu naturaleza innata, ya seas torta, gay, trans o lo que sea. No es repetir mantras como los locos, sino de una introspección. No es que sea un caldo de cultivo para tu ser torteril, pero sí a través del budismo manifestás lo que sos, sin prejuicios, sin dogma, sin represión.”
Karina practica el budismo desde hace más de 25 años. A él llegó de la mano de su gran amigo Tino Tinto, quien fue padrino de la ceremonia. Karina y Cynthia abrazan la misma filosofía: “Ella es muy espiritual y necesitaba encontrar respuestas, que sintió que el budismo podía darle –le cuenta Karina a SOY–. A Cynthia le llevo 20 años y a veces veo en ella un reflejo de cuando tenía su edad. Yo empecé en el teatro desde muy chica, anduve probando una cosa y otra. Ella también se dedica al teatro musical. Formó parte del elenco de Y un día Nico se fue, y ahora está trabajando en un unipersonal”.
Karina y Cynthia se conocieron por obra de dos celestinos: Ricky Pashkus y su mano derecha, Juan Manuel Caballé, que fueron los padrinos del civil. Ella se refiere al encuentro con Cinthya con cierto misticismo. En la conversación, como digna creyente de la reencarnación, la idea de conocerse de otro tiempo reaparece en metáforas. Budismo aparte, esa idea tiene un trasfondo literal: “Cuando digo cosas como ‘nuestros corazones estaban latiendo a la par sin conocerse’ es porque ella me había visto en el escenario hace años, en 2006, en Víctor Victoria. Ella, recién llegada de Salta, me vio, se conmovió. Mucho después, en la primera cita, me dijo: ‘Yo te conocí, te vi en Víctor Victoria, porque un maestro me recomendó ir a verte actuar. Pero yo vi algo más’”.
Karina creció escuchando el vinilo de Gasalla y Perciavalle Yo no... ¿y usted?, que todos los días ponía su papá, quien fue discípulo de Enrique Pichon Rivière y uno de los pioneros en traer el psicodrama a la Argentina. Su mamá desde chiquita percibió en ella musicalidad y la llevó a aprender danzas. Justo había salido la película de Bob Fosse, y Karina, que la vio mil veces, imitaba a Liza Minnelli en el living. Con su oído absoluto, entrenamiento y toda esa estimulación temprana, en 1986, fue la benjamina de aquel gran éxito –tres años en cartel– que fue Sugar. En aquella versión musical de la película Una Eva y dos Adanes de Billy Wilder, con Susana Giménez, Ricardo Darín y Arturo Puig, Karina dio sus primeros pasos como bailarina. Aprendió disciplina en los ensayos con Susana y siguió los consejos del joven Darín (“no te quedes en la danza, estudiá teatro”, me decía Ricardo). Mientras, trabajaba como una de las susanas de Hola, Susana. Cuando una de sus ídolas, Niní Marshall, estuvo sentada en el living de la platinada, Karina aprovechó para que le autografiara su biografía, que por ese entonces estaba leyendo (“ya por esa época la estudiaba”). Mucho después Karina fue la única actriz a la que la hija de Niní autorizó para interpretar los textos de su madre en Y se nos fue redepente.
Al final de cada función de Sugar, Karina cruzaba corriendo desde el Lola Membrives hasta el Metropolitan, para ver el último tema de Cabaret, con Carlos Perciavalle y Andrea Tenuta. Iba a soñar con Sally Bowles, como lo hacen todas las damas del musical. “Yo terminaba la función, sin demaquillarme y corría con las pestañas postizas puestas. Tenía un acomodador que me dejaba entrar. Y pensaba: ‘Algún día voy a hacer este personaje y le voy a poner una garra’”. Veinte años después logró ser su propia Sally, en la versión de Ariel del Mastro, “que era una versión mucho más política. Como antecedente teníamos la versión desgarradora que Sam Mendes hizo en Londres. El personaje cantaba de forma gutural. No era el cabaret de ‘La vida es un cabaret’. No: la vida es una mierda porque van a subir los nazis y a los libertinos nos van a hacer percha”. En esos veinte años que separan a la Sally de Tenuta de la Sally con K hubo de todo: viajes, novios, novias, personajes propios y prestados, patéticos, desopilantes, tristísimos.
En los tiempos en los que Karina K integraba el sequito de Susana de día, bailaba de noche en Morocco, El Dorado, se alimentaba del under: “Era el estallido del punk. Así como trabajaba en el Metropolitan, después me iba al Parakultural a ver a las Gambas al Ajillo, con Flechner y Llinás con los pelos verdes. Estaba haciendo teatro comercial porque necesitaba laburo, pero veía y decía ‘yo quiero hacer eso, contar otras cosas’. Esa trasgresión siempre estuvo navegando adentro de mí”.
–Me lo había presentado Tino Tinto. Iba a su casa y me quedaba escuchando los reportajes que le hacían. Desde su ventana él miraba el baldío de enfrente y decía “ahí hay que hacer un teatro”. Hoy eso es el teatro El Cubo. Mi terracita ahora también da a El Cubo. Después de tantos años me fui a vivir ahí. Paso siempre por la puerta de Batato y le mando loas. Me acuerdo de ir caminando con él por el Abasto. De repente, agarraba una pantalla de velador de un baldío, se la ponía en la cabeza y se la llevaba. Y se envolvía con unas telas horribles. Semanas después lo veía en la tapa de la revista de Clarín: estaba él, que ya era un icono de lo moderno y lo trash sin saberlo, con cinco modelos con la ropa del diseñador en auge. El sentado en un trono con la pantalla del baldío inmundo en la cabeza y las telas sucias que tenía en la casa.
–La K era la irreverencia de la época. Se usaba escribir con K como para trasgredir el orden de la gramática. Es la K de “ParaKultural”, por ejemplo. Te tenías que cambiar el nombre, se usaba. Batato fue un poco el generador de mi nombre. Nos gustaba la idea de que todo lo que empieza termina: yo empiezo con K y termino con K. Al principio Batato me sugería “llamate Anna Karenina”. Yo le decía: “¿No es demasiado?”. Ponerme “Anna Karenina” era tan grandilocuente como ponerme “Susana Giménez”.
A fines de los ’80 Karina se fue a Barcelona, detrás de un amor. “Viví ocho años allá. Tenía un novio pero seguía sintiendo atracción por las mujeres. No era la mejor relación. Eramos una pareja/primos. Mucho no me importaba. Estaba descubriendo Barcelona y mi independencia (tenía 22), era una vorágine, me besaba con mi amigo transformista, salíamos, vivíamos la eclosión del neocabaret y el café concert moderno.” Allá hizo teatro callejero, participó de In concerto 2, de Cecilia Rossetto, estudió técnica Lecoq, bufón, clown, máscara neutra. En el ’93, nació Antidivas, gestada arriba de una moto. Karina trabajaba en una pizzería y mientras hacia el delivery armaba en su cabeza los personajes de aquel show: una geisha, una sadomaso argentina, una italiana cantante de San Remo. Con ese espectáculo recorrió España. Y en ésas estaba cuando, por uno de sus compañeros de la pizzería, se enteró de que estaban haciendo audiciones para Drácula, de Pepe Cibrián. Se probó y entró. Después, volvió a Buenos Aires con otra de Cibrián, El Jorobado de París (1996).
Acá formó con Silvia Armoza el grupo musical Patricias Argentinas. Trabajó con Briski y con Tato Pavlovsky en La gran marcha en 2003: “Eran de la misma escuela de libertad que Batato. Decían: ‘Quiero bajar un tanque de petróleo y que se transforme en caballo’. ¡Y lo hacían! El escenógrafo enloquecía tratando de captar lo que pedían. Y terminaban bajando con una cadena un tanque de petróleo, en plena época de la guerra de Irak, y de ahí sacaban un caballo al que se subía Coriolano, el personaje que hacía Tato. No estudié con Briski, pero en las tres obras que hice con él, me forjó. No importa si después tenés que hacer algo comercial, tu mundo interior se alimentó con esas cosas”.
Más tarde encaró personajes como Florence Foster Jenkins (en Souvenir), conocida como la peor cantante lírica de la historia. Le decían “la asesina de Mozart”. Pablo Rotermberg hacía de su acompañante. Karina escuchó las grabaciones de Foster Jenkins durante meses. No iba a parar hasta lograr calcar su disonancia o quedarse sorda. Luego, hizo pastelitos con restos humanos como Mrs. Lovett, en Sweeney Todd, esa pieza de humor negro que fue el debut en el musical de Julio Chávez. Personificó a uno de los máximos iconos lgbt: Judy Garland, en Al final del arco iris, de Ricky Pashkus. Perdió siete kilos para encarar a una Judy en las últimas: “Todas ellas tienen su diferencia. Todas tienen un orden y un desorden emocional. Judy fue todo un desafío, ¿cómo abordar un icono tan cargado? Una artista que podía conmover hasta el corazón más cerrado y que también convivía con sus ‘zonas erróneas’, que la llevaron a un destino trágico”.
Para dar con la obra que la dio a conocer al gran público hay que rebobinar hasta 2005: fue Te quiero sos perfecto, cambiá, de Ricky Pashkus, una sitcom musical sobre las rispideces de la vida en pareja, que se hizo en el Maipo. Pero si bien para muchos Karina K despuntó con esa obra, según ella su verdadero destape fue Víctor Victoria, la versión argentina del musical de Blake Edwards con Valeria Lynch y Raúl Lavié: “Víctor Victoria tuvo que ver con un momento en el que tuve necesidad de expresar mi identidad sexual, que hasta entonces estaba... no velada pero no sé si ciento por ciento afuera”.
–Sí y no. Tampoco estaba tapada antes. Fue un poco tomar coraje. Durante Víctor Victoria estuve sola durante dos años. Disfrutaba mucho de las salidas con amigos, íbamos a Amérika, fue casi como lo fue mi posadolescencia en Barcelona. Tuve varias parejas hétero, pero desde muy chica sentía esa otra atracción. Hace algunos años que empecé a tener un profundo deseo de ser madre. Antes de conocer a Cynthia tenía decidido hacerlo sola. Todo esto para mí fue nuevo y sorpresivo: el compromiso, el matrimonio. Y todo a poco de conocernos. Pero así tenía que ser y por eso fluyo. Me desconcertaba: “Ah, entonces se puede encontrar a una persona que mira hacia el mismo lugar que una”. Y eso que tuve relaciones largas. Pero tardaba en darme cuenta de que la verdadera felicidad era ¡no estar con ninguna de ellas!
–Desde el primer día que estuve con una mujer, íbamos por la calle de la mano. Claro que hubo miradas incisivas, pero nunca me reprimí. Tampoco me gusta hacer el circo. A partir de que contamos sobre nuestro compromiso se viralizó el tema. Me llamaron de una revista fashion para hacer una producción de fotos vestidas de novia. No, gracias. No me gusta la mirada con la que lo proponían... ¿si me hubiese comprometido con un hombre, hubieran hecho tanto lío? Elegí darle la nota sólo a SOY. El resto de las propuestas son amarillentas. No quiero convertirme en Nazarena Vélez. No hago circo de mi vida. No muestro ni a mis mascotas. Me llaman para hacer “la nota del casamiento igualitario”. Si después de cinco años les parece cosa rara, qué sé yo. Entiendo que no somos Estocolmo, pero a esta altura habría que madurar más rápido.
–Estoy adaptándome a un lenguaje de costumbrismo nacional. Es nuevo para mí, que vengo de otra formación, del teatro corporal. Somos un lindo elenco de monjas, entre otras, Rita Cortese, Carola Reyna, Valeria Lynch, que hace una participación.
–Está bueno que se genere conflicto. ¿Acaso el Papa no dijo “hagan lío”? Igual en la tira no hay burla. Es una chica que se escapa de su pueblo y encuentra refugio en un convento. Es pop, una comedia blanca. En la televisión tenés que acotar todo. Te obliga a buscar una síntesis de la expresión muy difícil. Y además pasar del ritmo noctámbulo del teatro a tener que estar a las 8 para grabar. Estoy llevando una vida de convento. Soy la monja lesbiana, más trasgresión, imposible.
–Yiya Murano. Será un musical de Ricky Pashkus. Estoy estudiando el rol. Empieza a aparecer gente que colabora en mi reconstrucción. Osvaldo Bazán me cuenta anécdotas geniales: un amigo de él, periodista, le quiso hacer una nota a la Yiya ya en el geriátrico, y ella le quería cobrar. Claro, su móvil para matar a las amigas había sido la plata. En la época de la plata dulce se quedaba con sus ahorros para supuestamente ponerlos en plazos fijos. Cuando éstas reclamaban los intereses, se hacía la ofendida: “Pero, Checha, ¿vos desconfías de mí?”, “bueno, venite a tomar un tecito...”. Y el cianuro se lo inyectaba en el saquito de té, no en las masitas, como se cree. La descubrieron porque le erró a la cantidad de veneno justa que tendría que haber usado para que no saltara en la autopsia. Se volvió una marca lo de las masitas. Ya fuera de la cárcel, a donde iba, llevaba masitas, incluso a la mesa de Mirtha.
–Hay algo genial y voy a encararla por ahí: Yiya era muy sexual, tenía muchos amantes. Le gustaban el teatro de revista y los chistes verdes. Se juntaba con sus amigas, a las que no envenenaba, y les decía cosas como: “A mí me gusta ‘coquer’, ¡qué manera de ‘coquer’!”. A este amigo de Bazán, en una oportunidad se le apareció en el geriátrico con un salto de cama y desnuda abajo. Luego cuando vio que no le iba a sacar plata, le pidió ir a Las Violetas a tomar té. Iban y Yiya comía desaforadamente. El mozo la reconocía y ella hablaba sin parar, todas mentiras. Usaba anteojos enormes, no querría mostrar esa mirada gélida para no delatar la mentira. Llegó a tener cien mil dólares, para ese momento, una barbaridad. Pero no compró propiedades, se la gastó en ropa de marca, joyas y calculo que en más anteojos para tapar esa gran mentira. En el marco de un musical, imaginate lo que va a ser este personaje. Hilarante y tétrico a la vez. Recomiendo un reportaje que está en YouTube. Se lo hace Solita Silveyra en 2004: una Yiya de geriátrico totalmente descocada, donde aclara: “Yo era bastante trola”.
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