Viernes, 10 de abril de 2015 | Hoy
Sobre la injuria sostenida aquí y allá, incluso por el Papa “más humano de la historia”. Sobre a quién le cabe un escrache y a quién le resbala. Sobre la disputa por ser humano o ser menos.
Por Laura Arnés
Dos chicos en un parque sanjuanino detenidos por besarse. Dos chicas en una pizzería porteña, expulsadas. Dos mujeres en el Sarmiento se muestran afectuosas y la “seguridad” las insulta y amenaza. Y, luego, dos adolescentes: misma historia, mismo lugar. Otras dos en el Roca, La Plata. No son casos aislados, pero son los denunciados o escrachados. Resulta evidente: las leyes exigidas por el colectivo LGBT proliferan y se van concretando. Los cambios de hábito, no tanto. Es sólo escuchar al “más humano de todos los papas de la historia” abogar por la abolición de las leyes de matrimonio entre personas de un mismo sexo y queda claro que no hay pascuas que valga. Todo sea, como dijo Francisco, nuestro hijo pródigo, para conferir “una calidad vital que eleve y ennoblezca al ser humano”. Quizás, entonces, debamos dudar sobre el valor de lo humano. Quizá, debamos pedirle perdón a la historia y revalorizar lo monstruoso, lo perverso. Porque, sin lugar a dudas, tienen razón quienes afirman que los abusadores, violadores, lxs homo-bi-transfóbicxs son los hijos sanos del patriarcado. Y quién más humano que el patriarca.
Entonces, si lo que hay que pensar es lo monstruoso –lo abyecto que interpela al sistema, eso que lo interrumpe– volvamos a las fuerzas opositoras, a las pasiones reactivas. El primer miércoles de abril se hizo un escrache en la estación de Once. Unas cuarenta personas tomaron la estación armadas con pancartas, mostrando desnudos sus cuerpos de belleza no hegemónica. Hubo megáfono y cánticos, tetazos y besos lesbianos. Las consignas, variadas. Por placer taxonómico (nunca binario) las divido en tres grupos. Aquellas anarco-queer –“Ningún beso nace hétero”, “Ustedes machistas son los terroristas”, “Mi realidad no es tu fantasía”, “Pija agresora a la licuadora”– que se nutren de la violencia y la teoría pero la resignifican; que buscan provocar e incomodar al tiempo que denuncian y señalan (a veces también sumen en la confusión al espectador, pero ésa es otra discusión); las explicativas con consigna militante: “Ninguna agresión sin respuesta”, “Educación de calidad para los lesbofóbicos” y aquellas alineadas con la deleznable –por conservadora– ideología romántica: “Persecutores del amor”, “Dejen ser al amor”, “Ni ofensa ni fetiche, amor”.
El escrache es una acción directa que tiene como fin, por un lado, hacer visible a la opinión pública un reclamo, por otro lado, denunciar o avergonzar al agresor o a quien faltó a la ley. En ese sentido, es una herramienta eficaz. Sin ir más lejos, en su momento, Kentucky ofreció pizza a todxs lxs manifestantes para digerir la pena y, también, aseguró que despediría al perpetrador del desacato hacia nuestro colectivo (“nooo”, gritamos turbadxs lxs allí presentes, al son de nuestras fauces glotonas). Además, quienes habían organizado el escrache fueron invitadas a varios programas mediáticos. Pero, en el caso del miércoles último no hubo respuesta: ni siquiera devolución de los boletos. En este sentido, son varios los puntos a pensar: ¿vale escrachar a cualquiera?, ¿el Papa, Macri, el kiosquero o la operadora ferroviaria son igual de susceptibles a la manifestación de nuestra ira?, ¿el escrache es un touch and go activista?, ¿debemos controlar su efecto?, ¿es necesario un plan para que la acción continúe?, ¿el fin justifica el uso de cualquier medio (de comunicación)? Probablemente, lo más interesante sea la arista terrorista de todo escrache. El modo en que la acción situada desterritorializa y reterritorializa un espacio; la forma en que la horda salvaje modifica, por un par de horas, un paisaje. Quizás ése sea el modo de acción futura de la multitud queer: desestabilizar e interrumpir, unirnos y afectar(nos) por un momento y, en el encuentro heterodoxo, celebrar, tocarnos y bailar. Y, entonces, sí: el que quiera mirar que mire. Y el que no, también. Y, además, quién sabe: quizás nuestro aleteo enloquecido, colorido, dispare el efecto mariposa.
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