Vie 17.04.2015
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LEY DE MALTA > UNA EXPERIENCIA CONCRETA EN ARGENTINA

se hace justicia

La Procuraduría General de la Nación aprobó una resolución que incorpora la perspectiva de género a las políticas de la institucion y también impulsa la inclusión laboral de personas trans.

La noche que cubre a la travesti en situación de prostitución trae consigo la esperanza de seguir viviendo cuando asome el día, siempre que se consiga con qué. El mundo corriente amanece mientras ella cabecea en el patio trasero del Estado, si no llega antes a un arreglo pecuniario con la patrulla. Del fuego que quemó en 2004 la puerta de la Legislatura de la Ciudad de Buenos Aires para detener la promulgación de un Código de Convivencia autoritario nació el concepto de piquetera trans. Desde entonces hay travestis que hasta podrían habitar esos murales de las revoluciones proletarias nacientes, aunque esperemos que no en la esquinita inferior y a punto de volcar. Dicho en otras palabras, el colectivo trans es seguramente el más politizado de América latina. Y consiguió sacarle al Congreso la Ley de Identidad de Género. Si bien hay que estar alertas a su reglamentación total, que viene demasdiado retrasada sobre todo en materia de salud, es evidente la intención del Estado que busca incluirlas, sobre todo en otro sector clave de la vida de todas las personas: el trabajo. Hace unos días, por iniciativa del Programa sobre Políticas de Género del organismo, la procuradora general Alejandra Gils Carbó firmó una resolución por la que la institución incorpora la perspectiva de género, y se insta a remover los patrones discriminatorios que obstaculizan el acceso a la Justicia. En todos los documentos internos correspondientes a las chicas trans empleadas en el organismo se utilizará el nombre de pila de elección, incluso en el caso de que aún no se hubiera concretado el cambio en el registro civil, porque “referirse a las personas con nombres y pronombres personales que rechazan constituye una vulneración a su dignidad e importa una clara violación al deber de respetar y garantizar la identidad de género”.

Por primera vez las travestis ingresan a la Justicia sin las manos esposadas. Para Cinthia, Daniela, Vicky y Virginia su paso de la escuela a la Procuración General es un verdadero acontecimiento y sus testimonios distan del standard, o mejor dicho, de lo poco que se ha querido escuchar de unas muertas civiles que sirven de dato de comisaría o de paper académico. Primera generación de intensas resucitadas civiles que para colmo dan las gracias, cuando se les debe pedir perdón, y repararlas por los años bajo tierra.

Cinthia Cristina Benítez, orgullo es trabajar.

“Como toda campesina, me escapo de los abrazos”, dice Cinthia, que llega a la entrevista cansada después de hacer la limpieza en la Biblioteca Central de la Procuración General. Es que no tuvo mucho tiempo, todavía, de aprender con soltura los ritos del cariño o aceptar la compasión que eriza a veces a la clase media en contacto con los marginados. Es una travesti morenaza, cero fashion, habituada de niña a los rigores y ciclos de la naturaleza de su Salta natal, que es la provincia más rica en población trans emigrada. Ya en Buenos Aires sobrevinieron para ella las veredas prostibularias del barrio de Constitución y esa frontera urbana que es la Villa 31, donde se asoma el desierto tan temido para los que habitan del otro lado de las vías del ferrocarril.

Un día “los chicos de la Biblioteca” la invitaron a un after hour a Puerto Madero y ella lo contaba a la noche a los vecinos de la villa diciendo: “¿Se imaginan yo en esos boliches? Si acá en la villa la única música que se escucha es la cumbia”. El paso al ambiente burgués tiene su gracia.

Hasta que la antropóloga Josefina Fernández, a cargo del Programa de Género de la Defensoría General de la ciudad, le hizo de nexo con la Procuración General, Cinthia convivía con la ambición estéril de un mundo mejor para las tres hijas que tuvo con una mujer que no hace mucho murió acá en Buenos Aires. Siempre buscó proteger a la familia, también la de su infancia, de la que brota el amor y también a veces la crueldad. Ama a sus hijas (quince, trece y diez años), pero también a la madre y a los hermanos, porque a pesar de todo se defiende la familia como se espera que a una “la defiendan y la perdonen Dios y la Virgen”.

Cinthia es muy católica pero no de Iglesia, tampoco la pavada.

En su éxodo salteño conoció a la mujer que fue su pareja durante años, siendo ella ya travesti, pero la Capital Federal hace perder el norte y con esa pérdida muchas veces la salud. Por suerte ahora las chicas tienen la obra social de la Justicia, quién iba a imaginarse.

No se piensa como activista, repite, sino referente social, es decir, un trabajo más de tú a tú, en el caldo de las necesidades. Por eso, una vez que termine el colegio –va a Casa Abierta en la 31– quiere estudiar Asistencia social. En la villa la gente la consulta, le pide compañía para esos trámites imposibles de descifrar o donde las direcciones en la ciudad son puntos extraños de un plano extranjero. DNI, hospitales, centros de adicciones, subsidios por fallecimiento, todo es un engorro para quien llega de otro mundo y consiguió apenas un cuarto donde cobijarse. Como ella cuando dejó Salta.

¿Qué significa para Cinthia el concepto de orgullo gltbi?: “Orgullo es trabajar; orgullo para mí es haber dejado la prostitución y cobrar en blanco. Cuando cobré por primera vez a través de un cajero automático sentí que había dejado atrás para siempre el pasado. Porque yo no vuelvo más”.

Daniela Mercado, recuerdos del Zanjón de Guaymallén

En el colegio secundario para adultos de Guaymallén, en Mendoza, las autoridades entienden poco de pedagogía y menos de leyes civiles. El baño es un campo de batalla cultural, porque una alumna travesti que quiere mear obliga a debatir sobre la anatomía, el valor de las identidades y el respeto por las expresiones particulares.

A Daniela el profesor le esputó “sos un pibe vestido de mujer”, y ni loco dejaba de llamarla con el nombre con que el padre gaucho la marcó de nacimiento. Cuando se quejó a la directora, la mujer le aconsejó que no fuese más a cursar la materia. Y si encontraba en el baño al tipo, que agachase la cabeza. Además, ya bastante creyó haber concedido cuando aceptó matricularla, con la condición de que “no le trajera a la escuela los especímenes de la Rodríguez Peña”, la calle de yiro travesti, donde el cruce con la brutal policía mendocina se resolvía con coima o en el Zanjón donde arrojaban a las chicas si se ponían rebeldes. A los trece años la madre testigo de Jehová y el padre la echaron de la casa, como para seguir a rajatabla el Manual de Padres de Niñas Travestis.

“Las travas de Guaymallén somos como gitanas”: la mayoría no pudo salir adelante ni huir de la ciudad como ella, que consiguió en Buenos Aires un trabajo en la Procuración General. Para las viejas compañeras es difícil creerle, cuando Daniela las encuentra después de tantos años. “No te creen porque están tan aisladas, tan desesperadas. Lo primero que les sale decirte es puto, vos vas a seguir chupando pijas, a mí no me engañás.” Y si le creen, alguna hasta se indigna, porque “¿cómo podés laburar con los que nos llevan presas?”. Esto último es lo que más le duele oír, pero es complicado explicarles en qué consiste la Dirección de Orientación, Acompañamiento y Protección a Víctimas (DOVIC) de la Procuración, donde ella en la mesa de entradas ve desfilar a los chivos expiatorios de la violencia institucional o las abusadas en esa otra institución sobrevaluada que es la familia tradicional. “Me copó cuando me avisaron que trabajaría con las víctimas porque yo soy una víctima. Pero no me gusta inmovilizarme en ese lugar, que es a veces lo que resulta más cómodo para el poder. Porque en todo caso hasta le regalás el placer de darte una limosna. Prefiero identificarme con la víctima, pero la que resiste. Por eso estoy tan agradecida de que haya una funcionaria como Gils Carbó, que está al frente de todo esto y no tuvo ningún problema en acercarse a saludarme. Además, por lo que leo en los diarios la doctora sabe mucho de resistencia.”

El Bachillerato Mocha Celis, el “bachi”, es el cielo protector de las travas, adonde Daniela sacó pasaje mientras rogaba por clientes en el Bosque de Palermo. El relato es de Aladino y ella sabe sacar provecho de la magia de las palabras: “Una noche cuando laburaba cagada de frío vi pegado al tronco de un árbol un folleto y casi me caigo de culo. ¿Un colegio para travas? Cuando en la puerta del edificio de Chacarita la recibió Vida Morant, la secretaria académica... que era trans como ella, pensó que el universo se había puesto de su lado, y hasta las rivales del bosque con las que se encontraba en las aulas a la tarde pasaron a ser objeto de su respeto porque “acá en el Bachi no se jode”.

Como Cinthia, Daniela insiste en que no regresará nunca a la noche prostibularia, que la consumía. Si es necesario, volverá a dedicarse a la gastronomía, que aprendió como salida laboral en la escuela, pero cuando se le pregunta sostiene que el sueño que la impulsa es ir a la universidad para ser abogada.

De la calle no extraña nada, dice. Ninguna rara nostalgia, ningún goce maldito de los sótanos sociales donde había aprendido a sobrevivir. Cuando la vida se va regularizando, se pierden las llaves de la calle con las que ponen cerrojo a su futuro: “No extraño en absoluto esa intensidad de la marginación. Agradezco sentirme incluida, hasta en las cosas que son básicas para los demás. Cuando fui al cajero automático por primera vez me puse a llorar, como si esa cosa me hablara. Y cuando abro la cartera ahora encuentro la tarjeta, lapiceras. Antes sólo llevaba forros por si salía un servicio”.

Después de diez años, volvió de visita a la casa familiar de Guaymallén, de donde a los trece se la expulsó. En el aire había cierta tensión con la visita de esa travesti que, según parecía, había triunfado en la Capital Federal. Cuando llegó la noche, un hermano que se había hecho adolescente y con el que miraban de chicos Los Simpson le dijo: “Pensé que estabas muerta”.

Victoria Pavón o el aprendizaje sagaz de un nuevo estilo

Para una travesti, aprender a adaptarse al trabajo en una oficina pública es resignar escote y ganar en largo de falda. La viveza mimética, para la rubia Vicky, consistió en mirar alrededor para entender que la noche trans no se lleva bien con el madrugón en el subte. Que la Procuración General no es lugar para exhibir los atuendos del bosque, aunque el maquillaje siga siendo tan necesario como siempre. “La gente espera que una actúe como ella se imagina”, dice. Por eso, no confunde la caballerosidad con que la tratan los compañeros chongos con el fuego del deseo: a fin de cuentas los jóvenes de la clase media saben muy bien en qué circunstancias amerita seguir siendo caballeros.

Cuando ingresó por primera vez al edificio de Avenida de Mayo tuvo algo así como un ataque de pánico. Que si la iban a maltratar, que si se dirigirían a ella con el nombre de varón. Que si le iba a brotar de adentro la guerrera noctívaga del bosque y a la mierda con todo: “La calle te vuelve como un adicto, te sentís fuera de la sociedad, que se sorprende con nuestras reacciones, lógicas para nosotras, que tenemos que defendernos de la violencia y el prejuicio social”.

¿Existe un nuevo “estilo Vicky”? Su figura desborda cualquier ensayo de discreción, más allá de la ropa que sigue siendo sexy. Su paso inmenso por los pasillos de Avenida de Mayo es un pequeño incendio cada mañana. Poco que ver con otra de las chicas que trabaja en el piso de abajo en Recursos Humanos. Virginia Silveira, para Vicky, “tiene la suerte de parecer bien concha”. Mientras que Vicky se tienta con asomarse a la medicina forense y quién dice que no termine desarmando cuerpos, Virginia estudia Derecho en la Universidad de Avellaneda y convive con su novio. Es salteña como Cinthia: “En Salta no cambió nada con la Ley de Identidad de Género. Las travestis somos sometidas a toda clase de vejámenes”.

Cuando la noche de razzia policial sobre todo en las provincias, o el maltrato en las guardias hospitalarias y en la mayoría de los colegios, parecieran desmentir el salto civilizador que significa la Ley de Identidad de Género, hay que acudir de inmediato al testimonio de muchas de las que vieron cómo la norma les cambió la vida: las tres mil personas trans que pudieron registrar su nombre de elección, las que accedieron a la cirugía sin necesidad de permiso psiquiátrico, o las del Mocha Celis en la Procuración General.

Saludar la nueva ley, no para desacreditar el dolor de las víctimas que todavía sienten pasar por la vereda de enfrente la historia, porque para ellas no hay todavía otro tiempo que no sea el de la subsistencia y el patrullero policial. Sino para alegrarnos de que, sociedad legisladora, hemos sido capaces de escuchar el grito y empezar a reparar. Con todo lo que falta, con todo lo que se sigue negando pero también con todo lo que se va iluminando, incluido el Estado, y que embellece la vida en común, tan monstruosa cuando la gana la violencia.

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