Viernes, 24 de octubre de 2008 | Hoy
GLTTBI
Por Mariana Pessah
—¿Nacionalidad? —preguntó la empleada mientras llenaba la planilla. Sin esperar la respuesta ella misma agregó:
—Extranjera, ¿no?
Me he acostumbrado a ser otra, a tener que explicarme por mi forma de hablar, de vestir, de ser, o bien de pensar. Soy la extranjera, la torta, la moishe, la radikal. Si, como dice Judith Butler, la vida es una performance, yo actúo-juego. A veces me siento durona, tortona, machona, fuerte; y representar estos roles en una sociedad tan cruel, violenta y separatista como la nuestra, me hace sentir “protegida”. La otredad me otorga unicidad y todas esas singularidades conforman mis diferentes pieles. Denuncio a través de esta postura mi disidencia con esta realidad. Diferenciarme de este sistema al cual dedico mi vida y mis días a destruir y cambiar me es tan vital como necesario y me gusta. Mi cuerpo es mi herramienta de visibilidad, es parte de mi lucha, mi casa.
Sin embargo, hay días en los que prefiero actuar la “niña buena”, la lesbiana invisible. Entonces juego a la turista y me quedo observando, fotografiando diferentes realidades.
Al llegar a casa me abro una cerveza y, acariciando mi barba, escucho a Chava Alberstein cantando en idish. Y me voy relajando.
Durante mucho tiempo fui vista como la misteriosa, la asexuada, la que no enganchaba, que nada la motivaba. Eso para el afuera, porque en silencio imaginaba mundos propios, fantásticos, que de a ratos los habitaba. De pronto se escuchaban las llaves en la puerta, los pasos que entraban, la realidad se hacía presente. La tensión nuevamente se apoderaba de mí y salía corriendo a buscar mi careta social. La rigidez corporal nuevamente se apoderaba de mí y volvía a vestir el misterio.
Asumir mi lesbianidad fue como atravesar la calle, estar del otro lado.
Llegó una hora en que mi cuerpo gritaba, mi deseo se rebelaba, estaba pariendo un sexo insurgente. Me revelaba lesbiana ante el mundo.
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