CINE
Postapocalipsis, cyborgs y otros cuerpos posibles en la saga de Mad Max que regresa, después de 30 años, más rara y encendida que nunca.
› Por Diego Trerotola
En el inicio fue el polvo del desierto mezclado con el flúo, porque el Mad Max de 1979 tenía lo recio crepuscular del cine de los ’70 acelerado para alucinar la futura locura pop ochentera, como los Village People motorizados con la virilidad de felpa del rostro casi aniñado de un Mel Gibson a los veintipocos. Y en la segunda parte de la saga, que invierte la demencia artística en acción, hay más espíritu de cyberpunk pop para impactar con look de fiereza glam: basta ver el peinado salvaje con spray del niño bestia que narra esa película. Para gastar toda la nafta, Mad Max de 1985 se haría más decididamente hair metal, al borde mismo de un camp que incluía a Tina Turner en plan drag queen y Mel Gibson pelilargo paseando como un extra de un videoclip de Poison o Duran Duran. ¿Faltaba algo para que Mad Max sea realmente queer? Faltaba, sí, un poco. Pero en 30 años de ausencia, la saga postapocalíptica en el desierto australiano parece haber acumulado mucho, lo suficiente para seguir sorprendiendo estética y narrativamente: ahora, al gran George Miller, se le ocurrió que había que ponerle un bozal a su héroe de acción y proyectar la serie con inyecciones de heroína. Ya no es más secreto, Mad Max: furia en el camino es una película de mujeres bellas y fuertes, vestidas de poder para prenderte fuego. Y el grado de ignición es como lava de volcán cada instante que la Imperator Furiosa interpretada por Charlize Theron pega un volantazo sin desacelerar.
Furia en el camino también podría ser el subtítulo de Monster, película sobre la historia de Aileen Wuornos que le aseguró el Oscar a Charlize Theron con su actuación de prostituta y asesina enamorada de Christina Ricci. Como si faltara perfilar más su rol de querible y monstruosa bisexual aguerrida en la ruta, en esta saga muy post post, Theron se rapa casi al ras a lo Teniente Ripley, viste una suerte de faja en el pecho, se enfunda pantalones de fajina y calza un antebrazo mecánico en su muñón, que la convierten en una cyborg manifiesta. Y es una mujer fálica literal, porque ese muñón está exhibido sin su prótesis y es tan sexy como para convertir a todo el planeta en “devotee”, palabra que refiere a personas que disfrutan y sienten placer relacionándose sexualmente con personas con discapacidad física, una parafilia que aún es tabú. Pero ninguna imposibilidad para ella, porque el magnetismo queer de Imperator Furiosa no se detiene en su rebeldía criminal: se roba un camión y también la película, empuja al personaje de Mad Max hasta el segundo plano. Postapocalipsis y posfeminismo sincronizados: la huida de Furiosa no es solitaria sino solidaria, porque lleva escondidas a algunas de las mujeres sometidas por el villano de turno. George Miller abandona la historia del héroe solitario para soltarse en una aventura de heroínas comunitarias y libertarias. Su feminismo-anarquismo de acción es brutal: mujeres que denuncian que no son cosas con la fábula de un camión con acoplado manejado por mujeres huyendo de un tirano asistido por un médico que busca apropiarse de una embarazada, aunque esté muerta, para abrir su vientre y sacar el bebé.
Hay que reconocerle a Robert Rodríguez que ya había perpetrado un mundo postapocalíptico que culminaba en matriarcado con Planet Terror (2007), que incluía a Rose McGowan, otra chica de oro con muñón fetiche igual de sexy. ¿Se trata de un nuevo subgénero? Tal vez la influencia que tuvo desde los ’80 el manifiesto de feminismo cyborg de Donna Haraway haya comenzado a nutrir al cyberpunk hasta erosionar sus componentes patriarcales. Cuerpo y máquina borrando lo que el género tiene de correctivo, sin anular las posibilidades de los cuerpos, sino potenciándolos en su mutación, en su capacidad de cruzar fronteras. Y Miller no hizo una película de gráficos de computadora, sino que eligió volver a lo físico, a lo sólido, alejarse de lo virtual y lo espiritual que ablandan al género de mundos distópicos para recuperar el peso específico que le corresponde. La masa física está de nuevo ahí, la carnalidad, la corporalidad, irreductible en su coreografía acrobática para desmarcarse, para hacer de la road movie en fuga la celebración del fuego inextinguible de ser fluyendo, ramificándose, cambiando de plan. Ninguna relación hétero funciona como la base argumental, porque, a diferencia de la mayoría de las películas, en ésta el amor hétero no es el principio ni el fin de esa sociedad ni de esa revolución. Mad Max sigue su camino sin besar a Imperator Furiosa porque construir una comunidad, como construir una película, se puede hacer sin seguir imposiciones o mapas prefijados, sino con el devenir de deseos colectivos y conectivos, que son siempre vibrantes como un camión en combustión atravesando lenguas de fuego en el cielo.
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