ARTE
Referente ineludible del arte argentino de los ’80 y ’90, Marcelo Pombo es dueño de una sensibilidad trasversal a la clásica línea dura heterosexual. Su primera retrospectiva avanza entre la opulencia del Museo Fortabat derrochando impertinencia camp en forma de bricolajes, imágenes porno retro, baratijas, envases de plástico. Retrato del artista proletario que supo ver en el lujo vulgaridad y en los desechos, la estética irreverente de lxs desechadxs.
› Por Daniel Gigena
De “maestra de manualidades que se volvió loca”, según la definición de su amigo el pintor Pablo Suárez, a un artista del pueblo, como se lo presenta ahora en Colección de Arte Amalia Lacroze de Fortabat, el destino de la obra de Marcelo Pombo se asemeja al de un personaje de Charles Dickens o, en una analogía vernácula, al de un Juanito Laguna que en sus años de madurez obtiene una recompensa tan merecida como inesperada. En ese sentido se pueden entender las palabras de Pombo cuando, en una entrevista con la revista Sauna, comentaba que el carácter festivo de su pintura era una especie de compensación por las privaciones padecidas, achacables no sólo a la situación económica de su familia, sino también a las circunstancias sociopolíticas nacionales. La presentación de Un artista del pueblo, curada por Inés Katzenstein en las lujosas instalaciones de Colección Fortabat, custodiadas por cámaras y guardias de seguridad, no deja de tener un irónico giro de revancha. Los organizadores comentan que, por sugerencia de Pombo, la prohibición de tomar fotos con celulares y cámaras se ha levantado, lo que augura una cosecha de selfies felices mientras dure la exhibición.
–Muy feliz. Creo que Inés usó la expresión irónicamente, para aludir a un pueblo de niños, de las mujeres con sus labores femeninas, de tontos, de gays y de pobres que escapan de la marginación mediante la evasión y la felicidad por medio del arte. No se refiere a un pueblo político, masculino, militar y militante.
–Sí, un artista pueblerino, regional, costumbrista, en Puerto Madero. Del pueblo de los artistas y los amigos con los que mi obra dialoga. En los años noventa el arte joven no le interesaba a nadie. Lo que hacíamos nosotros sólo nos importaba a nosotros mismos, y así, viendo los trabajos entre amigos y hablando sobre ellos, nos influenciamos y potenciamos mutuamente.
Esos amigos están presentes con obras propias en la primera gran retrospectiva de Pombo en la Argentina: un envoltorio-ajedrez con moños de Carlos Luis, un instrumento musical y decorativo de Fernanda Laguna hecho con tapitas de cerveza, un banquito roto de Jorge Gumier Maier, fotos de Alberto Goldenstein y Gian Paolo Minelli y piezas de Omar Schiliro, Miguel Harte y Alfredo Londaibere, más una hermosa pintura-ventana de Pablo Suárez. Por sugerencia de la curadora, la muestra está dividida en varios módulos temáticos en el primer piso del museo; en ellos, la obra de Pombo avanza como si siguiera la ruta de un minotauro alocado en un laberinto de bricolajes, vitrales de plástico, discos intervenidos con purpurina, stickers y fotos hot, manteles y cortinas adornados con bijouterie.
Marginalidad heroica, embellecimiento de la tristeza, disidencia gay, psicodelia sacra y una pasión constante por las artesanías confluyen en la obra de Pombo de manera caprichosa y risueña, como en una de sus pancartas dedicadas a Xuxa o a Telefe. También lo hacen de forma calculada, a la manera de uno de sus procedimientos técnicos favoritos, el goteo. Intuición y estrategia ante la adversidad –la trayectoria artística de Pombo se inicia en los años ’80, durante el ocaso del nefasto ciclo de la dictadura cívico-militar– podrían ser los emblemas de la guerrilla visual de un artista que utiliza tanto los envases de jugos y aspirinas, a los que viste con flecos, moñitos y guirnaldas, como imágenes pornográficas de las revistas Honcho o Advocate en carnets de plástico cerrados con ganchitos. “Mis ready-made putitos”, llamó Pombo a sus ceniceros con fotografías de Michael Jackson, a sus llaveros con partes del cuerpo de machotes, a sus baratijas perladas de esmalte seminal. “Durante la primera mitad de los años ’90, me empezaron a decir que lo que yo hacía era muy gay –contó en una charla con Rodrigo Cañete–. Mucho no me gustaba, porque sentía que mi trabajo era más inocente que militante. Pero me gustaba pensar que estaba asociando lo gay con algo muy infantil.”
Marcelo Pombo nació en Buenos Aires el Día de los Inocentes de 1959 en el barrio de Núñez. Hijo de una familia de trabajadores, en la adolescencia asistió al Colegio Nacional de San Isidro, donde gracias a actividades extracurriculares que incluían visitas a teatros y clases de arte, e incluso al contacto con compañeros de familias de una clase social diferente de la suya, tuvo acceso a ciertos consumos culturales que su situación económica no podía satisfacer. Esa posición descolocada, a la que se suma su condición de gay pobre en una sociedad excluyente y persecutoria como era la de esos años en la Argentina, le proporciona quizás una perspectiva minoritaria, alimentada de rebeldía y mordacidad. Pombo viaja a Brasil en 1982 durante la guerra de Malvinas; en San Pablo conoce a artistas e intelectuales (entre ellos, el escritor Caio Fernando Abreu), con los cuales adquiere una visión política menos ingenua y subjetiva de la homosexualidad. Regresa a la Argentina en 1983 con una carpeta de dibujos. Al año siguiente conoce a Jorge Gumier Maier, autor de textos sobre políticas sexuales en la revista El Porteño, e inicia una de las amistades más fructíferas y constantes del arte nacional. Juntos militan en el Grupo de Acción Gay, semejante en su organización a una célula anarquista contra la cultura machista dominante. En sus tres años de existencia, el GAG hizo actos públicos, lecturas grupales de textos de la contracultura, fiestas para recaudar fondos. También llegó a publicar dos números de la revista Sodoma: uno fue ilustrado por Gumier Maier y el otro por Pombo, con un collage en tapa y dibujos que él había hecho durante el tiempo que vivió en San Pablo, en los que había creado extrañas constelaciones de penes, peinados de penes, penes-pulpos y penes-serpientes. La edición de la muestra incluye varios de esos materiales de archivo, como el volante que convocaba a repudiar la visita del papa Juan Pablo II a la Argentina y algunos dibujos inéditos.
–Sí (se ríe). Era otra época, la situación cambió mucho para todos para mejor; ya no es necesario dibujar tantos penes. Además, estamos más grandes.
–Creo que está presente en ese vínculo con el arte devocional de varios de mis trabajos, y de manera explícita en algunos dibujos y grabados de los años ochenta, los que hice en San Pablo y los de Sodoma, cuando empezaban los tiempos duros para los gays por la epidemia del sida.
En gran parte de las salas predominan obras de los años ’80 y ’90, exhibidas en muestras del Centro Cultural Rojas y en Ruth Benzacar. Figura la serie de tres cuadros de San Francisco Solano: en ese barrio Pombo fue profesor de arte de chicos con capacidades diferentes. Las tres obras, con marcos protegidos por una cuerina azulada que les brinda un aura cálida, poseen un carácter festivo, casi carnavalesco. También se exhiben la célebre baldosa con detalles a lo Piet Mondrian –un caso de ready made porteño que puede aludir a las caminatas gays de levante nocturno–, las enredaderas de plástico que crecen en una tela mosquitero o el enjambre de fotos carnet de desnudos masculinos sin rostros (ni abeja reina) en Bill Body, los paisajes esmaltados con frutos secos o podridos (en verdad, filtros de café usados). Todo en la obra de Pombo de esas dos décadas se asemeja al maquillaje que los pobres, los raros, los freaks y los desplazados usarían para alcanzar una belleza barroca hecha con materiales baratos y chillones, quizás el reverso de cotillón de la monstruosa fiesta menemista.
En los años 2000, acaso por influencia de su interés en la pintura costumbrista de artistas de provincias como Anselmo Piccoli, el ayudante de Berni en los años ’30 que en su madurez derivó al constructivismo abstracto, Pombo empezó a pintar grandes obras con esmalte donde constelaciones abstractas dominan paisajes acuáticos o celestiales, a veces con protagonistas juveniles semidesnudos, como en Bodisatva joven y náufrago, de 2006. En simultáneo con Un artista del pueblo, Pombo inaugurará en la galería Barro del barrio de La Boca una muestra con obras de producción reciente, un conjunto de dieciséis cajas hechas con barro y pintura de aerosol.
Hasta el 16 de agosto.
Colección Amalia Lacroze de Fortabat (Olga Cossettini 141)
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