Vie 05.06.2015
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En busca de tiempos perdidos

“¡Qué maravilloso país era Italia durante el período del fascismo e inmediatamente después!”, escribió una vez provocativamente Sandro Penna, uno de los poetas favoritos de Pier Paolo Pasolini. Y Pasolini compartía con él la idea de que los mundos represivos posibilitaban el pansexualismo, la santidad y el heroísmo, mientras que la tolerancia favorecía los guetos, la frivolidad, el sexo sometido a las leyes del consumismo y del mercado y la represión encubierta. Quizá por ello, en tiempos en que Occidente parece ampliar los derechos civiles de las diversidades sexuales, dos escritores gays por antonomasia –Alan Hollinghurst y David Leavitt– optan en sus últimas novelas por rememorar tiempos represivos.

› Por Adrián Melo

LA LECCION DEL MAESTRO

A estas alturas, el inglés Alan Hollinghurst (1954) es, sin duda, el escritor que ha retratado en la ficción literaria la historia de los gays durante el siglo XX. Ya desde su excepcional y primera novela La Biblioteca de la piscina, escrita en 1988, cuando la literatura explícitamente gay era una excepción, lo hizo tomando como escenarios las piscinas y los gimnasios, los mingitorios, los saunas, los clubes y los cines pornos (las bibliotecas del placer). Todo para dar cuenta del deseo entre hombres, de ese anhelo de la belleza erótica o de sexo anónimo que parece no terminar nunca (“Eran los desconocidos los que me aceleraban el pulso y hacían sentir que estaba vivo”). A su vez, en La línea de la belleza (2004) describía las vivencias de una comunidad de amigos y amantes gays en el ambiente de la alta burguesía anglosajona y del neoliberalismo de Margaret Thatcher y la epidemia del sida.

Su última novela, El hijo del desconocido (Anagrama), es tan ambiciosa como la primera y se despliega a lo largo de todo un siglo, desde 1913. Y si en La biblioteca... Hollinghurst se centraba en los bajos fondos del placer, ahora lo hace tomando como punto de partida el mundo de la aristocracia inglesa y el clima intelectual previo a la llamada Gran Guerra. Es recreado asimismo el sino trágico de soldados y poetas gays muertos durante la Primera Guerra Mundial tales como Wilfred Owen y Siegfried Sassoon, entre tantos otros.

La historia comienza con la visita del joven poeta Cecil Valance a la mansión de su amante y compañero de Cambridge George Sawle. La belleza de Cecil y la mediocridad sentimental de sus poemas remiten necesariamente a Rupert Brooke, según Keats “el hombre más guapo de Inglaterra”, pero cuya beldad no coincidía con su talento para las letras, al decir de Henry James. Las escenas de sexo y amor entre amigos, así como la desnudez de los amantes varones en lagos recónditos aluden al E. M. Forster de Maurice o de Una habitación con vistas. La novela toma como título el comienzo de un poema de Alfred Tennyson, quien dedicó la elegía amorosa In memoriam a su amado amigo Arthur Hallam. Y así se suceden las referencias constantes a la tradición literaria gay. No hay una nostalgia de los tiempos victorianos ni de la Belle Epoque pero sí aparece la idea de que incluso entonces hubo hombres de cierta clase social que tuvieron espacios de libertad para gozar de los placeres del cuerpo mientras quedara tan sólo ligeramente encubierto (en este sentido el drama de Oscar Wilde fue la ostentación).

El eje de la novela gira en torno al poema “Dos acres” que Cecil escribe en su visita a la residencia de los Sawle, poema que no se sabe si está dedicado a George o a su hermana Daphne (los hermanos pelean tan pronto por la destinación de la dedicatoria como por el amor del muchacho aun cuando éste haya muerto) y que, tras la muerte prematura de Cecil en las trincheras, deviene en mito de su generación. A lo largo de diferentes épocas desde las vísperas de la guerra hasta la contemporaneidad, la figura de Cecil –adorada o criticada según las épocas– y el poema serán objeto de reinterpretaciones que posibilitarán al autor dar cuenta de diferentes maneras de vivir el amor entre hombres desde los tiempos más oscuros, pasando por la liberación sexual de los sesenta (en donde uno de los personajes comienza a revelar los secretos eróticos del poeta fallecido) hasta la emergencia del gay mediático y escandaloso. Sobre todos los personajes planea la sobreviviente Daphne, eterna amante y enamorada de hombres gays.

Pero por encima de las vivencias y las reflexiones de los personajes la novela se erige en una reflexión sobre las maneras en que todos, y los gays en particular, narramos nuestra historia, sobre la memoria, sobre las significaciones que puede evocar un lugar para diferentes personas, sobre lo que hacemos con nuestros recuerdos y los recuerdos de los otros.

SIEMPRE NOS QUEDARA LISBOA

“Una tarde –creo que más o menos mediada nuestra estancia en Lisboa–, Edward y yo fuimos a montar en el Elevador Bica. Este ascensor, por si no lo conocen ustedes, es en realidad un funicular. Su único coche tiene tres compartimientos escalonados, al modo de los escalones de una escalera de mano. Bien, aquella mañana Edward y yo buscábamos continuamente sitios donde poder estar solos. Aunque sólo fuera unos minutos. Y como el Elevador Bica era barato, y resultaba relativamente fácil conseguir un compartimiento para nosotros solos, había llegado a ser uno de nuestros sitios habituales. No recuerdo que nos tocáramos en absoluto durante aquellos breves trayectos. Porque no era ésa la intención. La intención era respirar, siquiera durante un rato, un aire que nadie más estuviera respirando.” La escena literaria pertenece a la última novela de David Leavitt ambientada en el verano de 1940. Pero esa verdad sobre el Funicular Bica sigue siendo tan real en ese momento como hoy: es poco usado por los turistas y por ello un lugar proclive al romanticismo.

Con Los dos hoteles Francfort (Anagrama), Leavitt vuelve a la novela histórica que tantos problemas le trajera –un juicio por plagio por parte del poeta Stephen Spender por la melodramática Mientras Inglaterra duerme, que narra las vicisitudes de dos amantes varones en la Guerra Civil Española– y en varios pasajes como en el citado el novelista superpone la Lisboa de los años cuarenta, que reconstruyó en base a una documentada investigación, con la Lisboa que él conoció y amó. Así, por ejemplo, hace deambular pavos reales por los terrenos del Castelo San Jorge, cosa que ocurre actualmente pero no pasaba en 1940 (cuestión que el escritor se ocupa de aclarar al final de la ficción). En la novela se conjugan la historia de amor entre dos amantes varones, Peter y Edward (ambos casados con bellas mujeres) y el amor por Lisboa, que aparece recreada casi como en una guía turística y que con su melancólico paisaje urbano parece el lugar ideal para los enamorados. Pero, como toda ciudad, esconde, tras su inocente sentimentalismo, laberintos y secretos. Así, obnubilados por la ciudad tanto el lector como Peter, el narrador miope (al que en un momento crucial de la novela el propio Edward les pone las gafas para que mire quizá tan sólo lo que él desea), son engañados en la primera parte de la novela.

Porque es también la Lisboa sólo aparentemente neutral de la dictadura de Salazar y donde dos parejas de matrimonios estadounidenses esperan la visa que les permita volver al país. Y la Lisboa en donde, como en una compleja versión del film Casablanca, los amantes hombres se permiten la tregua de gozar de placeres prohibidos en el marco de matrimonios complejos donde nada es lo que parece. Es decir, como en El buen soldado (1915) de Ford Maddox Ford, las mujeres engañadas saben más de lo que aparentan, al punto que se hace explícito que Iris, la mujer de Edward, consiente las relaciones homosexuales de su marido en tanto no impliquen una relación sentimental. Como suele suceder en las novelas de Leavitt –Mientras Inglaterra duerme (1994) o El contable hindú (2011)– el amor y el erotismo homosexual suelen encontrar sus clímax y sus paraísos flotantes en momentos históricos represivos o cuando el mundo se encuentra al borde del abismo.

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