Vie 03.07.2015
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EN EL ORIGEN FUE EL BAR

Donna J. Keren, antropóloga norteamericana que vivió Stonewall y que ahora vive la decisión de la Corte Suprema de garantizar el matrimonio para todos en todo el territorio de su país, analiza los diferentes tiempos del activismo y un futuro donde el mercado y el turismo lgbt disputan su poder emancipador.

› Por Dolores Curia

Banderitas, besos masivos, bocinazos. Melodías patrias interpretada por el Coro de Varones Gay de Washington. La frase “Nuestra Constitución nos protege contra las Santas Escrituras, basadas en la discriminación contra nuestros amigos y vecinos” impresa sobre un escudo de cartón. Con estas imágenes, entre muchas más, fue recibida la noticia sobre las escalinatas de la Corte Suprema, en Washington, el viernes pasado, cuando con una votación de cinco contra cuatro se extendió el matrimonio igualitario, un derecho ahora garantizado por la Constitución en todo el territorio de Estados Unidos. La decisión, que fue el súmmum de décadas de litigios perdidos, activismo pro derechos civiles y victorias parciales (o delimitadas por las fronteras estatales), desató, además, bodas espontáneas en Detroit, Atlanta, Austin y Texas.

El fallo tuvo lugar en un país donde la contradicción es ley: el más rancio conservadurismo sureño profundo convive con la festividad friendly permanente de ciudades como Miami. En 1969 el sexo entre personas del mismo sexo estaba criminalizado en cuarenta y nueve estados. Hace apenas doce años Georgia todavía lo penaba. En abril de este año Indiana aprobó la Ley de Restauración de la Libertad Religiosa, que da vía libre a los comerciantes para negar sus servicios a las fiestas de matrimonio del mismo sexo. Todos estos datos a su vez tienen lugar en un contexto en el que las encuestas indican que más de la mitad de los estadounidenses esperaba la buena nueva del fallo. Algo que ocurrió en vísperas del fin de Semana del Orgullo, como victoria anunciada por los analistas legales. La equidad se abrió paso entre objeciones: mientras, en Cincinnati, el alcalde John Cranley presidía una ceremonia igualitaria en la plaza principal tocando canciones con su guitarra, el gobernador Phil Bryant desafiaba a la Corte Suprema por haberle usurpado el “derecho al autogobierno” y por imponer un mandato “fuera de sintonía con la mayoría de los habitantes de Mississippi”.

Historia viviente

Donna J. Keren vive en una ciudad en la que la discusión por el matrimonio igualitario está saldada desde 2011. Es vicepresidenta de la Oficina de Turismo de Nueva York, que depende del gobierno local. Dirige programas de investigación sobre turismo inclusivo y estudia el impacto del matrimonio igualitario, como un atractivo para los visitantes. Es antropóloga por la Universidad de Filadelfia, dicta clases en la Universidad de Columbia, en la de Nueva York y en la de Barcelona. A los 19 fue testigo indirecto de Stonewall, escuchó los sucesos por radio que comenzaron en el bar que había visitado tantas veces: “Por esos años pertenecía a un grupo muy politizado por el Movimiento de Derechos Civiles y contra la Guerra de Vietnam. No me presentaba ante todos como lesbiana, eso vino muy poco después, e impulsado por el furor de los disturbios, el clima de rebelión de principios de los ’70. Ahí, me incorporo al activismo lesbofeminista universitario y luego al lgbt, con un grupo que se llamó Gay and Lesbian Independent Democrats”.

El día del fallo de la Corte el New York Times publicó un artículo titulado “Un día histórico, pero también un puñetazo contra la cultura outsider”, que sugería que la identidad gay y lésbica se está desvaneciendo, superada por su propio éxito.

¿Qué significa conseguir esta histórica demanda de los derechos civiles después de 50 años de lucha? ¿Y cómo vivir en un mundo que ha sido transformado por nosotros mismos? No tengo respuestas. Habrá que celebrar, y mañana seguir buscando un mundo mejor. Se ha criticado muchas veces la lucha por el matrimonio como una aspiración mainstream. Puede ser. Pero me aburren esas críticas porque lo realmente prioritario es la normalización, mostrarle a la sociedad que ser lesbiana y gay no significa ser un bicho raro de por sí. Y luego, desde esa base, que cada uno sea todo lo combativo que quiera. Cuando a partir de Stonewall comienzan las marchas, al principio pequeñas, su carácter era de protesta, para defender nuestra existencia. A los que vivimos esa época nos emociona que hoy la marcha sea un desfile. Recuerdo estar caminado por la 5ª Avenida y pasar por Saint Patrick, la iglesia católica más grande de la ciudad, y ver grupos religiosos destilando odio y a la policía cuidándolos e incluso insultando también. Ahora la policía marcha con nosotros.

¿Cómo resumirías los cambios con respecto a la cuestión lgbt en Nueva York, la ciudad en la que viviste durante 40 años?

–Ha sido un pasaje de la vida puertas adentro hacia lo público. Partimos de luchar para poder vivir en paz, dentro de nuestras casas y entre los amigos, a las demandas, la realpolitik, la industria del turismo. No sólo en Nueva York: la existencia misma de este suplemento, en Argentina, imagino que también es parte de ese movimiento hacia afuera. La vida nocturna es un índice: del boca en boca de los bares recomendables de la ciudad a la sensación de que podemos ir donde queramos. Hoy el turismo ve en la población lgbti un nicho. ¡Están entrenando a sus equipos para recibirnos como corresponde! Es algo que jamás me hubiera imaginado a mis veinte. Todo esto preparó el terreno para la decisión que finalmente tomó la Corte Suprema. No está aislado. Además de las motivaciones éticas, democráticas, igualitarias, hay que hacerles entender a los gobiernos que ampliar derechos trae beneficios económicos para las ciudades.

¿Creés que en este giro hacia lo público han influido las celebridades lgbt?

–Para ellas el precio de salir está amortiguado por la fama, en contraposición con las personas comunes. Caitlyn Jenner, por ejemplo, ya sea como atleta o como estrella de reality, ha vivido bajo las luces de la celebridad. Nada que ver con la vida de la gente ordinaria, como yo, que voy todos los días a una oficina de 9 a 18 y a la hora del almuerzo me como mi panini. La mayoría de las personas lgbt enfrentan las situaciones de su vida sin el apoyo de la prensa y el interés de ésta en el costado espectacular de la historia. Igualmente personas como Caitlyn o Ellen Degeneres tienen un impacto positivo. Es más fácil escuchar un “soy gay” o “soy trans” en boca de alguien que has visto en la televisión y te genera simpatía o admiración.

Como antropóloga, ¿cómo pensás las etiquetas que se les suelen poner a las lesbianas?

–Hay dos clisés básicos: que si estamos en una relación estable, el sexo muere, y que no tenemos sentido del humor. Pero las que más me preocupan son las etiquetas dentro de la comunidad. Hay que terminar con los prejuicios con la bisexualidad. Entre lesbianas decirse bisexual hasta hace poco no era posible. O lo era, pero ibas a quedar bajo sospecha. Y luego lo de la apariencia. Entre 1 y 10, creo que no me veo muy lesbiana. Soy muy mala butch. No funciona para mí. Es importante pelear por el derecho a la propia construcción, también de la apariencia. Eso es algo que las personas trans tienen clarísimo. Es muy ridícula la máxima de que las lesbianas de verdad no usan maquillaje ni falda.

¿Cómo recordás el activismo lésbico de los ’70? ¿Qué se añora de esa época?

–No sé si añoro el activismo, sino mi juventud. Eramos grupos de amigas que nos íbamos conociendo en bares. Una vida de bastante discoteca, ya que en Nueva York tenemos departamentos tan chiquitos que es muy difícil invitar gente. Nos dedicábamos a la divulgación en temas de salud, derechos reproductivos. Ese trabajo empezó en bares: de pronto uno desenchufaba el tocadiscos y empezaba algún debate. Luego se conectaba la música de vuelta. En un momento nos damos cuenta de que lo verdaderamente estratégico es influir en los partidos. El plural “partidos” es un decir: se trata casi exclusivamente del Partido Demócrata, que es el que tiene alguna apertura a cuestiones sociales. Ya en los ’80 estábamos proponiendo candidatos L y G (ni B, ni T, por aquel momento), empezando por candidatos al Concejo de la Ciudad.

¿Qué tan visible eras en esa época?

–En mi trabajo nadie sabía. Mientras estudiaba Antropología trabajaba en marketing y estadísticas en una multinacional. Sabíamos quién era quién pero dentro de la oficina no se hablaba más que con códigos como “mi amiga”, “mi socia”. En la universidad era más abierto. Sobre todo porque allí me relacionaba con feministas. Claro que en esa época discutíamos cosas que hoy suenan graciosas: ¿puede una mujer vivir sola sin casarse, ni tener hijos? Los estudios de género son anteriores a la Teoría Queer, ya lo sabemos. Mi militancia era más feminista que queer, pero siempre dentro del movimiento, y en general compartiendo el espacio con la novia que tuviera en ese momento.

La universidad era un espacio donde se podía estar a la vista.

–Sí, pero igual pagás un precio por feminista y lesbiana. La política universitaria es muy masculina. Los jefes de departamento, en general son hombres, incorporaban nuevas ideas muy lentamente y con resistencia. Me recibí en el ’87. A mediados de los ’80 empiezo una relación de veinte años y las dos empezamos a trabajar en espacios en los que podíamos mostrarnos abiertamente. Ella, en el gobierno (es economista y trabajaba en el Ayuntamiento de la ciudad). Yo, en la universidad. La tremenda contradicción es que dentro de la familia no podíamos, era un núcleo duro de romper. En los ’90 había una estudiante mía que era lesbiana. Por primera vez ella veía a una pareja de lesbianas con vidas completas, reconocimientos, doctorados. O por lo menos lo aparentábamos. Me ha dicho que esto fue decisivo en la confianza para encarar sus proyectos.

¿Por qué te dedicaste al turismo lgbt?

–Después del 11 de Septiembre quise aplicar mi conocimiento como antropóloga e investigadora en algo que ayudara a levantar la ciudad que tanto amo. Después del ataque se desplomó el turismo. En el ámbito del turismo hay mucha gente de la diversidad, es un lugar donde se puede hablar y vivir abiertamente. Cuando se legalizó el matrimonio entre personas del mismo sexo en Nueva York hicimos un estudio del impacto económico. El hecho de que Nueva York sea un destino que ofrece la posibilidad de casarse es importante para las parejas del mundo y para nosotros también. Alrededor de un diez por ciento de las parejas que piden turno en la ciudad para casarse son del mismo sexo. Es una cantidad enorme. Ciudades como Buenos Aires y Nueva York tienen una historia de migración, la diversidad en el sentido amplio es parte de su ADN. Cuando la gente visita Nueva York no viene sólo por los bares y las fiestas.

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