› Por Alejandro Modarelli
Lo que no recrean los medios de comunicación no existe, dice el lugar común, y no hace tanto conquistamos en la pantalla el derecho a existir. La televisión, al principio, nos armó el escenario fantástico de la existencia y nos apropiamos de lo que pudimos, como artistas frikis que entretienen a los dueños de casa mientras les roban la platería frente a sus narices. De ese modo, si el ojo de la cámara nos recorría con ánimo zoológico, colábamos nuestra fisonomía medusa para acreditar que existe un más allá de la mesa de Mirtha Legrand; si se buscaba un registro de voces maricas cercano al melodrama, es decir la confesión vistosa, el llanto que desgarra (y en ese desgarro singular hay jirones de la vida colectiva), informábamos nuestra propia agenda política: ésas eran las tretas de los años noventa, cuando los set empezaron a poblarse de fenómenos, pero en medio de ellos alguien como Carlos Jáuregui o como Ilse Fuskova se hacía espacio para reclamar el fin de los edictos policiales, la secularización definitiva de las instituciones de la República y leyes contra la discriminación por orientación sexual, todo un logro semántico cuando todavía la identidad no se orientaba, sino en todo caso se desorientaba.
Las leyes inclusivas de la era kirchnerista vinieron a oficiar de salto histórico; el ciclo de derecho a la existencia televisada, cuya epifanía se celebraba en el living de la casa (a veces no sin pena si ameritaba la confesión; otras con risas porque las maricas brillábamos en los programas de humor), dio paso al debate de “los que saben” sobre los derechos civiles de los recién existentes: el matrimonio igualitario, la ley de identidad de género, el cupo laboral trans. Las víctimas, las siempre olvidadas, adquiríamos por fin carta de ciudadanía y los set se despoblaron lentamente de las voces del melodrama, el consuelo de los sufrientes se volvía reclamo de igualdad jurídica en la polis democrática. Yo creo que en ese momento dejamos de dar lástima o gracia. Y que de piezas de museo, de fenómeno de circo, nos convertimos en víctimas ambiciosas. Si la economía neoliberal nos eligió como pingüe diferencia para abonar su salón de ventas, si los medios de comunicación secaban las lágrimas maricas para organizar con nuestros reclamos las mesas de debates políticos, muchos empezaron a sentir que se les estaba escamoteando un bien preciado: el derecho al goce de discriminarnos. Ese robo del goce tiene sus consecuencias, que a menudo son violentas.
Hace unas semanas la CHA enumeró en conferencia de prensa los crímenes de odio que no cesan; hay una proliferación de violencias simbólicas por todas partes, y la televisión no es ajena. Así, nos enteramos de que Pablo Utrera, un pibe gay que en vuelo del interior cordobés a la fama como extraordinario cantante del show La Voz, consuma su suicidio tras dejar indicios en su facebook, por sentirse rechazado en su sexualidad; vemos al conductor de programas de chimentos Rodrigo Lussich salir del closet conmocionado por ese suicidio, y en seguida ser injuriado por comentaristas de diarios, uno de los cuales escribe que “es mentira que la homosexualidad es aceptada, que eso es un invento de los medios”. La televisión: museo de la expiación, circo de confesiones, tanatorio en tiempos de inclusión.
El proceso de visibilización lgbti en los medios fue a la vez una iniciación o pedagogía acelerada de la diversidad, y las leyes inclusivas el material definitivo. No obstante, el odio que pervive y en ocasiones lleva al suicidio, es constancia de cómo una ley clandestina -esa que no puede ni siquiera pronunciarse en público y guía el crimen de odio, el rechazo del hijo maricón, la injuria de los foristas- subyace a las leyes escritas. Letra que no está muerta pero que no nos salva de la muerte (el asesinato esta semana de la travesti santafesina Coty Olmos, mediante puntazos y asfixia, es apenas un dato más para el catálogo). Que devela el mecanismo sacrificial, justo cuando se nos quita la dignidad de víctimas. Y solo la muerte puede reparar el daño (robo) que cometimos contra aquellos que gozan con el odio.
Ahora, después de escuchar el discurso reciente del papa Francisco en las Naciones Unidas, donde previene al mundo contra las uniones de personas del mismo sexo, por anómalas, por contrarias a la naturaleza (o sea que casados nos suma a las catástrofes producidas por el desvío de la técnica, somos las locas cybor nucleares cada vez que salimos del Registro Civil) uno se pregunta sobre la dispensa que se lee en sus palabras para quienes están impacientes por impulsar nuestro exterminio, aunque más no fuese en el dominio de lo simbólico. A mí me han seducido siempre las lecturas del antropólogo francés René Girard, que considera que el cristianismo inauguró en la historia una nueva etapa dentro de la dinámica sacrificial presente en las comunidades humanas: por primera vez la víctima no es culpable, como sí lo era para los griegos. Francisco hoy está ávido de reinstalar al pobre, al migrante, al hombre residual, a los explotados como la Gran Víctima en el centro de la escena sacrificial neoliberal; cuenta con la suerte de que el comunismo no es amenaza para la Iglesia y se permite hablar contra la angurria capitalista. El inventario de víctimas que él expone y para las cuales exige reparación (incluso mediática), no nos incluye. Esa decisión devuelve a la Iglesia a la prehistoria, a las religiones naturales de las que ella se cree una superación. Para Francisco, si somos víctimas, somos además culpables. Víctimas sin reparación posible, sin televisación expiatoria, que como Coty Olmos, como Pablo Utrera, están mucho mejor muertas que vivas, evocadas en los noticieros policiales y no en un programa de debate político o en el Congreso Nacional. Seguramente porque también somos “sus víctimas”.
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