Biblioteca para armar: sociología para mirarse
› Por Ernesto Meccia
Hochschild es una socióloga norteamericana interesada en el impacto que tiene en las parejas la permanencia de las mujeres en la esfera laboral, algo que está produciendo transformaciones en lo que llama la “economía de la gratitud”. Los miembros de una pareja necesitan pruebas de gratitud, es decir, recibir muestras de que cada uno realiza de buena gana “buenos” sacrificios por el otro, que tendrían que ser tomados como “regalos”. Propone considerar el matrimonio heterosexual moderno: ¿qué espera una esposa de su marido? ¿Qué cosas son para ella regalos que tendría que agradecer? Simétricamente: ¿Qué considera el marido un regalo de su esposa? ¿Es el regalo que quiere darle ella lo que él quiere recibir? Con agudeza, Hochschild señala que en la actualidad la economía de la gratitud está en crisis porque crecientemente no se comparten las nociones antiguas de “regalo”. Veamos. En un matrimonio, ambos cónyuges trabajan. El marido lava la ropa, tiende las camas y lava los platos. Está convencido de que ha hecho más que lo que su esposa tendría que esperar. Cree que le ha hecho un regio regalo y que ella debería sentirse agradecida. Sin embargo, su esposa no lo ve así. En otro, sucede que la mujer tiene un salario más alto que el marido y que se mata tanto en el trabajo como en la casa (el cónyuge no realiza tareas del hogar). Ella siente que regala su doble sacrificio pero el muchacho siente que no le regala nada, al contrario, siente que lo destituye socialmente ya que gana menos que ella, es decir, siente que le quitó estatus de hombre; una comprobación que puede generar ansiedad y violencia. Tal vez por eso cuando la ve limpiar luego del trabajo se calma. Hochschild señala una situación de dualismo perceptivo en la que los hombres se rezagan respecto a las mujeres en su adaptación a la nueva realidad económica. Para las mujeres, el entorno cambiante es la economía mientras que para los hombres lo que cambian son las mujeres. Y por eso muchos se ponen nerviosos. Así, en la sociedad posmoderna, hombres y mujeres tienen que andar a tientas haciéndose regalos para probar si son recibidos en tanto que tales. La autora señala que -hoy por hoy- muchos regalos se malogran, fruto de la aparición de ideas vinculadas con la equidad de los géneros y de la permanencia de ideas patriarcales. Tanto como ella podríamos preguntarnos: ¿cómo será la economía de la gratitud en los matrimonios (o vínculos equivalentes) lgbt? ¿Qué regalamos? ¿Hasta qué punto regalaremos reconociendo la completud del otrx? ¿Hasta qué punto para subordinarlx? Pregunta que tiene más sabor si queremos estudiar comparando parejas de mayores lgbt con parejas de jóvenes muy jóvenes. Sabemos muy poco, o nada.
¿Nos repugna quien “hizo” algo? pregunta Nussbaum. Si hacemos una estadística, el resultado es que los repugnados fueron con notoria frecuencia integrantes de minorías, las más de las veces desprovistas de poder; de manera que difícilmente se podría sostener que hicieron algo (menos aún grave) a los administradores de la repugnancia. La repugnancia se les vino encima, nada más. Siendo esto así, entonces tendríamos que distinguirla de la “ira” o la “indignación”. Estas últimas serían emociones que se originan en actos ofensivos mientras que la repugnancia no: pareciera moverse en un terreno exclusivamente ideativo que ya nos da miedo: no hace falta que una persona haga nada para que dé asco. Se podría pensar que, además de personas, existen circunstancias que, con el transcurso de la historia, fueron indiscutiblemente catalogadas de repugnantes, verbigracia, las asociadas con la higiene. Pero no es cierto: por ejemplo, comparativamente, los habitantes de la antigua Roma eran más “limpios” que los franceses del siglo XVIII. Entonces, si la repugnancia no requiere de actos ni se ata a criterios taxativos de higiene: ¿por qué se produce? ¿qué es lo que (la) moviliza? La respuesta es el gran aporte de este libro movilizante: la repugnancia es una emoción que los privilegiados promueven con el interés de trazar fronteras entre quienes serían “humanos” y “no humanos” para así ocultarse de su propia humanidad. Sabemos cuánto tenemos de animales: crecemos, nos desarrollamos, envejecemos, morimos… pero también emitimos flujos, propagamos olores, excretamos por agujeros inquietantes, nos ensuciamos, etcétera. Vivir es un recordatorio incesante de nuestra perecedera situación. Bien, para Nussbaum, en la negación narcisista de la misma está el origen de la repugnancia que, en definitiva, expresa un ideal infantil e irrealizable de humanidad. Los varones homosexuales en especial, han sido destinatarios privilegiados de la repugnancia así entendida y muchos se han visto a través de ella. Cómo no recordar aquel entrevistado que me confesó que en los años 80, cuando regresaba del cine pornográfico, se sacaba los zapatos antes de entrar en su departamento (dejaba chinelas al lado de la puerta) y lo primero que hacía era dirigirse al lavadero donde había jabón, agua caliente y un cepillo.
El “yo” es un texto, una fabricación. Las formas de aludir a las personas en singular revelan de qué modos la sociedad está presente en el individuo y el individuo presente en la sociedad. En este libro de imparable lectura, para entender mejor al “yo” que en la actualidad aparentemente se construye a través de los medios de comunicación y los recursos disponibles en Internet, primero la autora hace comparaciones que nos llevan bastante lejos. En una época remota, las narraciones eran orales y eran públicas porque se transmitían en público incorporándose de inmediato en el acervo de conocimiento de la comunidad. En este contexto, el yo tenía poca cabida como una entidad que tendría que construirse o de la que tendría que saberse algo. En la época moderna, en cambio, las narraciones se volvieron privadas. Prueba de ello es que se pusieron de moda los diarios íntimos y el género epistolar, concomitantemente a la aspiración desesperada de disponer de “un cuarto propio”, como decía Virginia Woolf, o de esperar a que los familiares se vayan de caminata para quedarse en la casa leyendo a solas, “donde no tendría como compañeros respetuosos más que a los platos pintados que colgaban de la pared, el péndulo y el fuego que hablan siempre sin exigir que uno les responda”, al decir de Marcel Proust. Había cambiado el contexto donde el yo podía construirse: ahora se construía a través de la introspección, el silencio y el aislamiento. Sobre mitad del siglo XIX estábamos en pleno nacimiento de la idea de “intimidad”: el yo quería descifrar, descubrir, conocer los misterios de su mismidad, las profundidades de su ser. Con posterioridad, el cine y la televisión siguieron dando un lugar a ese recinto donde -si tenían suerte- los protagonistas podrían escaparse del mundo (especialmente del familiar) haciéndolo callar e intentando escuchar los dictados de su interior. Eran aún tiempos de interioridades profundas. La novedad extrema que supone Internet y los nuevos medios de comunicación es que el yo para narrarse ya no se reserva más nada, ya no busca nada en su interior, ya no tiene ninguna profundidad emocional de ningún tipo: el yo actual es superficial, es solamente lo que muestra, es lo que se ve y lo que se ve coincide con lo que hay y no se le puede pedir más. Sibilia señala entonces el tránsito de la “intimidad” a la “extimidad”, vocablo que significa la traición de la intimidad al hacerla pública, estándar, remanida y vulgar. Mientras lo leía pensaba, sin embargo, si los diarios íntimos y los géneros colindantes no habrán resultado insuficientes a Woolf, Gide, Proust y otrxs célebres referentes de la cultura lgbt. Hace mucho que se dice que la soledad no es buena compañera. A contrapelo de ello, las formas de subjetivación que posibilitarían las nuevas tecnologías, por más “extimistas” que sean (¡o tal vez por ello!) radicalizan el dialogismo y la posibilidad de experimentación subjetiva, algo que no tendríamos que desdeñar si de construir un mundo un poco más hospitalario se trata.
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