TEATRO II
Luego de su paso por el FIBA Buenos Aires con lleno total, un contingente de artistas cubanos seguirá floreando sus cuerpazos y tomando por asalto, a fuerza de voz en pecho, el teatro porteño con Antigonón, una versión queer de la clásica tragedia de Antígona.
› Por Walter Romero
Ya lo dijo Badiou: sólo hay cuerpos y lenguajes. Y bajo esta premisa la lengua tropical se contonea y parece eyectarse desde carnalidades viriles, morenas de ébano y damiselas pequeñas pero fibrosas como la piedra del malecón. Antigonón, un contingente épico es la obra –que nació como tesis de graduación de arte dramático de dos de las integrantes del elenco– que trae, a nuestras pampas, una delegación de artistas cubanos directo desde su bello Teatro El Público, de lorqueano nombre. Cuba quiere recordarnos, una vez más, que cada generación y cada pueblo tiene derecho a su Antígona: Perú tiene la versión de Watanabe, como nosotros a las Antígonas gauchas o furiosas de Marechal y la Gambaro. En este caso, Antigonón tiene un avatar queer que estos cubanos –Giselda Calero, Daysi Forcade, Luis Manuel Álvarez, Roberto Espinosa y Linnet Hernández– presentan desde el escenario con una frontalidad sin tapujos, acaso con vocación de intimidar a su majestad el Público. No es Tropicana, pero aunque haya sones de zafra y dúos inspirados en Pimpinela en versión de cabaret, la canción es otra. El varieté es político. La resignificación pop no trabaja esta vez la ambigüedad, sino la aporía. Ya no más Patria o revolución: Cuba es la paradoja irresoluble.
En este ocasión –y así nos lo cuenta el director teatral de Antigonón, el reconocido Carlos Díaz, desde el spa de un hotel de Villa Urquiza, como si el agua fuese necesaria para este discurso de marino olor que mece sus palabras, el tema no es si enterrar o no al “traidor”, o quién ha sido leal y quién un mercenario, la cuestión es la hermandad misma: la majestuosa e invocada hermandad cubana. Basta de quién contra quién: ¿por qué decidirse? El cadáver de Polinices ya dio sus buenos “gusanos”. Ahora es la juventud cubana, en forma de ninfa o efebo, y la majestuosa poesía habanera (con su verba turgente) la que responda a una cuestión que –gracias a Oxum– no tiene ya la forma del dilema.
La palabra Antígona, ya en su origen griego, alude a la que no se dobla, la que es firme como la caña, la que no tiene dobleces, ni ángulos, ni pliegues; es el nombre de todo varón o mujer firme en la seguridad de su verdad política, sexual o existencial sin ambages. Y Antigonón, así con ese superlativo machacoso, es un contingente en guerra que se planta; es un pueblo todo que, en cortas escenas, demuestra que es capaz de interpelar desde las vísceras a la paradoja isleña que es Cuba ante el mundo y ante sí misma, pero con sumo ingenio y con un guiso de alta poesía.
Los murales patriotas de esta revolución teatral son dos poetas enlazados por la magia de Orizondo, el autor novel que cose los versos de magnos rapsodas de su patria. El primero –antes que nadie, claro está– es Martí, el del Ismaelillo y los Versos sencillos que aquí resuenan como cuando nuestra Nacha “Che” Guevara lo cantaba a voz en jarro en su etapa de guerrilla. Pero esta vez la pose es el registro, aquello que la pitonisa Sylvia Molloy supo ver: es la política de la pose sobre Nuestra América la que se eleva por sobre la incandescencia de las palabras. Es la compleja entrada a esta nueva modernidad y a esta nueva América nuestra la que debate hoy a Cuba y a toda la América del Sur, libre y un poco más igualitaria, pero desde el reclamo henchido de muchachos que ofrecen sexo en la playa o de las jineteras letradas que –luego de ofrecer amor a cambio de unos verdes billetes– se toman un jugo de papaya y te hablan de Carpentier. Ese reclamo merita esta desnudez tenaz y casi ningún otro traje, sino la palabra en su despojamiento como un cuerpo textual que se emancipa.
Lo contingente de esta versión de Antígona –muy bizarra y, por momentos también demasiado declamada pero con ecos que Berta Singerman aplaudiría a rabiar– performa las necesidades de lo inmediato, lo que reclama –con poesía y carne fresca– los beneficios de la urgencia como cuando un cuerpo pide guerra, acaso como una forma de escaparse arrojándose a un mar de letras y palabras. Ya lo dijo Reynaldo, el de las múltiples Arenas: “Siempre había pensado que lo único que nos había salvado en Cuba de la locura absoluta era la posibilidad de llegar al mar, entrar en el agua y nadar”.
Jueves 8 y sábado 10 de octubre a las 22, Teatro El Cubo, Zelaya 3053.
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