SECCIÓN POLÍTICA
¿A quién castiga el voto castigo? ¿Se puede votar sin mirar a quién?
› Por Alejandro Modarelli
En ciertos saltos sociales que denominamos enigmáticamente “el cambio” está el sueño de restablecer un supuesto equilibrio, luego de la sensación de que algo ha adquirido en el horizonte una autonomía monstruosa, y que en ese lodazal de excesos creímos habernos resbalado. Ese “algo” puede en ocasiones tratarse de derechos civiles, obtenidos mediante un tira y afloje. La gesta por recuperar el orden robado (la ilusión de una sociedad sin conflictos, con crédito para el Iphone y sin Negre de Alonso llorando en su banca) marca con frecuencia el origen de ciertos gozos fascistas, aunque lo ocurrido en las elecciones del domingo pasado no se explica mediante la consigna de “el fascismo regulador a la Rosada o a La Plata” ni mucho menos, sino por un estado de confusión política que es inherente al estado actual de la región, si no del capitalismo, donde nadie está seguro de qué busca, pero sí que de esa incógnita, de ese deseo inconmensurable, debe hacerse cargo otro.
Si es que hay que desnudar al ingeniero de la papa en la boca, que nos exige que cambiemos para poseer lo imposible, e incluso si se quiere cuestionar a aquel otro que lleva al Papa enredado en la lengua, lo que suena difícil de digerir para los proyectos de igualdad de la comunidad gltbi, debemos estar sobre todo prevenidos contra el peligro de quienes buscan actuar como si fuesen los socios suplentes del Amo verdadero, ese fantasma proteico que nunca está a la vista ni lleva apellido y organiza desde las sombras culturales y desde nuestro interior nuestros deseos y nuestros miedos. Tenemos que cuidarnos en estos tiempos de ansiedad de aquellos que se alzan con el disfraz de ese supuesto poder, en su nombre, y le hacen de ventrilocuos. En ese atolladero hay que ubicar la golpiza a dos jóvenes en Mar del Plata por parte de unos imbéciles revestidos de nazismo a la sudaca, o las amenazas contra el activista de esa ciudad, Javier Andrés Moreno Iglesias (Duke), justo ahí donde triunfó para la intendencia la derecha católica de Carlos Fernando Arroyo (“no me jodan más con la dictadura”) y en la misma provincia en la que el candidato en La Plata también del PRO, Julio Guarro, comparó a las personas travestis con los narcotraficantes -qué cupo laboral ni ocho cuartos- y la identidad de género con la enfermedad mental. Es que el objetivo de una comunidad sin confrontación ni antagonismos, para los falsos amos chapuceros, requiere antes llevar al extremo el placer tumultuario por la violencia simbólica y real contra nosotros, percibidos como los enemigos de la armonía social. Es que todavía no les llega la noticia de que la opción por la modernidad neoliberal tiene también su casillero gay lésbico, donde muchos y muchas encuentran un Cadillac rosa imaginario.
La confusión, para obtener resultados inmediatos (y transitorios) apela al imaginario clasista, que es donde la gente se siente más a gusto y más segura. Ni siquiera es requisito tener cuenta bancaria, ni mucho menos el Cadillac. La burguesía a la que se pertenece por origen, o a la que el medio pelo aspira, precisa en cambio ciertas certezas (en el caso del medio pelo estas evidencias no son sino un sinfín de espejismos) incluso resignando derechos. Suena remanido referirse a votantes cuando no activistas gltbi que votan al partido que mayormente impugnó la inclusión de su orientación sexual en la figura de matrimonio civil. Más sorprendente me resultó advertir, en cambio, que el día posterior a las elecciones una travesti radicada en Mar del Plata celebrara en las redes sociales el triunfo del “Dr. Arroyo” (el uso del título profesional que ella remarcaba me hace evocar con exageración y comicidad a Mengele). Arroyo, decía, devolvería a la ciudad el prestigio supuesto perdido después de años de peleles progres en la intendencia. Es que la travesti en cuestión, sexagenaria y de origen de clase media urbana, hizo carrera en el Bosque de Boulogne en París, donde se enriqueció. La posibilidad de modificar su documento de identidad bajo el kirchnerismo, un derecho impensable para quien treinta años antes había escapado hacia Francia huyendo de la represión social y el desdén familiar, no había calado en su ánimo eleccionario. Su deseo se había identificado con el deseo del Dr. Arroyo, de tal modo que pasó a colaborar con la casi segura persecución de otras travestis en Mar del Plata que sí necesitan seguir trabajando para sobrevivir.
Quizás todavía no estemos en condiciones de determinar si la derecha ha conseguido ya ganar la batalla por la hegemonía cultural en la Argentina. Y ni siquiera establecer si efectivamente alguna vez la perdió. Dependerá del devenir económico, gane quien gane el ballotage el 22 de noviembre próximo, y de cuánto se conserve del triunfal término “derechos”, asimilado con tanta dificultad esta última década, en la que sobredimensionamos el supuesto cambio del paradigma de los años noventa. Habrá que ver cómo la sociedad, y en ella el colectivo gltbi -que mantiene una deuda histórica con el pasado inmediato- consigue sustraerse al mandato de un Amo fantasmático que les exige cambiar contra sus propios intereses, para así poder gozar lo imposible. Me temo que el voto castigo termine funcionando como la gata en celo de mis vecinos. Reclamando placer en el desierto de las cuatro paredes de un monoambiente, la oigo mientras escribo soñar, sufriendo, con un llenado (un polvo) también imposible. Pobrecita, la naturaleza le crea deseos y la cultura doméstica se los amplifica, sin darle la oportunidad de satisfacerlos. Detrás de la consigna de Cambiemos no se puede identificar el deseo de cambiar qué, porque es un significante vacío, es como un deseo histérico imposible de satisfacer, como el de la gata.
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