ES MI MUNDO
La historia de Herculine Barbin, una intersex que este año habría cumplido los 170, marca una fecha en el calendario queer: el día mundial de la solidaridad con los intersexuales. Aquí, en primera persona, unas cuantas razones para despreciar la solidaridad de los unos y no resignarse a ser por siempre los otros.
› Por Mauro ï Cabral
El 8 de noviembre pasado, Herculine Barbin cumplió 170 años. Cayó sábado: una bendición o una maldición, según se mire. A veces parece que es lo mejor que podría suceder, todo el mundo sale y... ¿a dónde va? A la fiesta de cumpleaños. Otras veces, en cambio, parece lo peor que podría ocurrir (cumplir años en uno de esos sábados en los que coinciden fiestas, estrenos, casamientos, marchas, vacaciones, aniversarios y una tormenta, uno de esos en los que todos llaman, todos saludan, todos quieren, pero, por desgracia, nadie puede). El sábado pasado, por ejemplo, el cumpleaños de Herculine cayó justo, justo, en el día mundial de la solidaridad con los intersexuales.
Uno podría pensar que en 170 años a Herculine le pasaron demasiadas cosas como para preocuparse –¡a esta altura de la vida!– por una que otra coincidencia más y uno que otro invitado menos. Lo del nombre, pongamos el caso. Al nacer, en 1838, le pusieron Adelaïde Herculine, pero, ¿cómo le decían? Alexina (tal vez porque en la Francia del siglo XIX la gente no sabía lo que sabemos ahora, y es que debe haber un solo nombre verdadero por persona). Más tarde, en la vida le cambiarían el nombre a Abel pero, en fin, ¿cómo le decimos? Herculine. Se pasó la vida entre monjas –primero como alumna y después como profesora– y, como se da por lo general en estos casos, enamoró a varias mujeres y se enamoró de una. El escándalo de su sexualidad desviada y del portento entre sus piernas expusieron a Herculine al azoramiento de un cura primero y a la exploración y el diagnóstico de un médico después; a una orden judicial más tarde y por último, al exilio: al exilio de su profesión, de las monjas y de su colegio, del pueblo y de la casa, de la cama que compartía con Sara, del sexo femenino y de todos sus nombres. En ese exilio masculino trabajó, escribió un diario y se suicidó a los veintinueve años.
Los regalos son la parte más complicada de los cumpleaños. Acertar es difícil, si es uno el que regala; pero lo más difícil de todo es ser el regalado (y lidiar, una y todas las veces, con la oportunidad para el disgusto inexpresable que entraña cada regalo). Las oportunidades aumentan cuando el cumpleaños coincide, lamentablemente, con la celebración de algún otro acontecimiento, y los invitados le caen a uno con mazamorra o escarapelas para el 25 de Mayo, con un reno de peluche para Navidad, con nada para el Día del Padre (porque el homenajeado principal es otro), con un solo regalo para el Día del Amigo, con un conejo de chocolate para Pascuas, con una salida al campo para toda la familia porque el cumpleaños cayó un fin de semana largo. O le caen ese día a la fiesta con poca o mucha solidaridad en bandeja exclamando, desde la puerta misma: “¡Feliz cumpleaños, feliz cumpleaños!”.
La idea es buena. Buenísima. Concentrar en un día particular la atención del mundo no intersexual en la suerte histórica de los intersexuales, poner a ese mundo a trabajar, solidariamente, ese día, en el análisis y la reversión de ese destino. La idea es buena, pero la solidaridad, en serio, es un problema. También el día. Ni qué hablar del mundo no intersexual, ni de los intersexuales. La bondad de la idea es el problema.
Empecemos por los intersexuales. ¿Quiénes son? Cualquiera que haya nacido con un cuerpo sexuado distinto al promedio femenino o masculino, y en particular quienes fueron sometidos a intervenciones médicas para corregirlo, y quienes han sido y son violentados por el maltrato familiar, social e institucional de esa distinción. ¿Dónde están? En todas partes. ¿Cómo se los reconoce? No se los reconoce, pasan inadvertidos entre la gente porque son esa gente: la vecina heterosexual, el cura dando misa, el gay de la mano con su unido civilmente, la lesbiana en la escalera de la facultad, el portero bisexual, la travesti que toma un taxi con dos amigas, el transexual que atiende el quiosco, la abuela, el tío, la ahijada, la prima, el conocido del bar, la cuñada de alguien. Cualquier persona pudo haber nacido con un clítoris “muy” largo o un pene “muy” corto, con testículos que no descendieron, o con ovotestes, sin vagina, con el agujerito para orinar al costado o en la base del pene, con cromosomas XXY o XO, con alguno de los múltiples cuerpos sexuados que la medicina nombró primero en la lengua de los “síndromes” y que ahora nombra en la de los “trastornos”. Aquellos a quienes se llama los intersexuales somos por lo general hombres o mujeres que encarnamos una diferencia entre tantas: en nosotros, el género masculino o femenino se inscribió literalmente y con violencia, a través de procedimientos que buscaban convertirnos carnalmente en hombres y mujeres iguales a los demás.
Entre el mundo no intersexual y la “comunidad de los intersexuales” no existe ni una distinción de sexo, ni una distinción de género: ninguno se predica necesariamente de configuración alguna del cuerpo. Menos aún existe entre ambos una distinción en el orden de las posibilidades existenciales (la posibilidad de elegir libremente un cuerpo y un destino sigue siendo una utopía trabajosa para todos, intersexuales o no). No existe entre ambos una distinción numérica: sólo la fantasía de que hay personas con un solo sexo puede sostener esa otra fantasía, la de personas con dos. Los así llamados intersexuales no somos otra especie humana sino la encarnación de la diferencia sexual como pesadilla humana. Imaginemos que vivimos en un mundo donde se asume que todos somos hombres o mujeres con cuerpos sexuados promedio. Ahora imaginemos que vivimos en uno donde todos debemos serlo. Imaginémonos.
Dos peligros acechan por igual al activismo político intersex. Uno, la remedicalización intensiva de la intersexualidad, codificada desde el año 2006 como conjunto de “trastornos del desarrollo sexual”. Otro, la persistencia del recurso a la víctima como estrategia ética y política. Ambos peligros nos amenazan al mismo tiempo, forman parte de un mismo presente, a la vez antiguo y por venir. Frente a estos peligros no podemos ser buenos: en este teatro de operaciones no hay cuartel. No podemos, sobre todo, ni demandar solidaridad, ni recibirla. La solidaridad ajena nos coloca, una y otra vez, en el lugar de quien es otro, esencialmente distinto de ese que viene dulcemente a ofrecerla y que se lleva, a cambio de su ofrenda, la certeza tranquilizadora de su ajenidad solidaria. Supuestos merecedores de esa solidaridad, el merecimiento nos cristaliza en la posición de aquellos que, por una razón u otra, sufren la diferencia que encarnan, incapaces de convertirla en otra cosa que en ocasión para la solidaridad ajena. No hay espacio en esta solidaridad para un cuerpo intersex –cortado o no cortado– que desea y es deseado, que toca y es tocado, que lame y es lamido, que coge y que es cogido. En el día de la solidaridad para con nosotros, no hay modo de envidiarnos los cromosomas, de ansiarnos la entrepierna, de proponernos averiguar si el culo es o no es un agujero intersexuado. No hay porno, ni paja, ni un buen polvo, ni siquiera dos dedos cruzados pidiendo la suerte de cruzarse por ahí con un hermafrodita de cumpleaños.
Dado que el día internacional de solidaridad con los intersexuales coincide con la fecha del nacimiento de Herculine –intersexual de fama si es que existen–, yo propongo, en principio, dejar la solidaridad para otro día y festejar el cumpleaños como se debe: con una fiesta. Hay que celebrar que somos éstos y esto, y no otros y aquello, sin pena, sin vergüenza, con esa alegría festiva que el mundo todavía no nos conoce y para la que, según parece, está de todo, menos preparado. Es cuestión de animarse: tenemos un año entero para prepararla. En 2009, Herculine cumple 171 años, y nada mejor que un capicúa impar para un fiestón intersex con ganas.
Y a no preocuparse: para la solidaridad siempre habrá tiempo y lugar; cientos y cientos de globos para inflar y ni qué hablar de los platos, vasos, pisos y sábanas que lavar para cuando todos se vayan.
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