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Viernes, 18 de diciembre de 2015

MI MUNDO > CHRISTINA ROSSETTI, LA ESCRITORA QUE CANTABA VILLANCICOS LéSBICOS

LA SANTA QUEER

Christina Rossetti fue una de las más grandes poetas inglesas del siglo XIX. Y, por esas cosas de la vida de ultratumba, esa persistencia en la memoria que la posteridad le brinda a algunos de sus ancestros, ahora es también otras cosas que probablemente no se le hubieran ocurrido: santa para la Iglesia Episcopal y para la Iglesia Anglicana –tienen un día para festejarla, el 27 de abril– “santa queer” para quienes se dedican a revisar lo escrito a medias en la historia del cristianismo –la definen como “virgen queer” y “mística gay”– y feminista y cultora del homoerotismo para los movimientos de mujeres.

Tan signada por un “Dios oscuro, un Dios duro”, lo dijo Virginia Woolf, como por una mirada sensual y vital sobre el mundo y sus criaturas –“Mi corazón es un pájaro cantor/ que tiene el nido en una rama regada;/ mi corazón es como un manzano/ de ramaje encorvado por tanto fruto;/ mi corazón es como una concha irisada/ que boga en un mar sereno;/ Mi corazón está más alegre que todos ellos/ porque mi amor ha venido”.

Está claro que motivos para hablar de ella sobran y el que elegimos esta vez, el espíritu navideño nos convoca, es su pasión por los villancicos. Era muy cristiana de verdad, sí. Y no se vayan a imaginar el alegre “Jingle bells” de los shoppings a fin de año. Lo que van a leer acá es más bien un villancico casi gótico: Christina era sobrina de Polidori, el amigo y médico de Lord Byron que escribió El vampiro y estuvo ahí el día que Mary Shelley empezó a escribir Frankenstein. Lo gótico estaba recién inventado y le quedaba cerca. En este poema se nota mucho: “Dónde los ríos sin sol lloran,/ Derramando en el abismo sus olas,/ Ella duerme un sueño encantado/ Del que no despertará./ Guiada por una estrella errante,/ Ella llegó de lejanos lugares,/ Buscando sus placeres/ Donde las sombras yacen.”

Ahora sí, vamos al villancico: “En el pleno invierno triste,/ el viento helado daba quejidos,/ la tierra estaba dura como el hierro,/ el agua como una piedra;/ La nieve había caído, nieve sobre nieve,/ nieve sobre nieve,/ En el pleno invierno triste,/ Hace mucho tiempo.// A nuestro Dios, el cielo no puede retenerlo/ ni tampoco la tierra sostenerlo;/ el cielo y la tierra desaparecerán/ cuando regrese a reinar:/ en el pleno invierno triste,/ un pobre establo/ el Señor Dios Todopoderoso,/ Jesucristo.” Todavía hoy se canta este poema en la Iglesia Episcopal. Que también tiene una oración para Christina: “Oh Dios, a quien el cielo no puede sostenerse, tú que inspiraste a Christina Rossetti para expresar el misterio de la Encarnación a través de sus poemas: ayúdanos a seguir su ejemplo al dar nuestro corazón a Cristo, que es amor; y que vive y reina contigo y el Espíritu Santo, un solo Dios, en gloria eterna. Amén.”

LAS HERMANITAS

Ya que hablan de encarnación, volvamos a la carne, al corazón como un pájaro cantor y a las mejillas contra mejillas y al pecho contra pecho y a los jugos que se chupan, que de eso también tiene Christina en uno de sus más famosos, y hermosos y locos, poemas, “El mercado de los duendes”. Escrito al mismo tiempo que uno de sus amigos, Lewis Carroll, escribía Alicia en el país de las maravillas, el de Christina es un poema narrativo, cuenta la historia de dos hermanas y unos duendes rarísimos, “De gato tenía uno la cara,/ otro cola ostentaba,/ uno como rata caminaba,/ uno como un caracol se arrastraba,/ otro cual murciélago volaba,/ otro como sapo saltaba.” Estos duendes pasan vendiendo unas frutas muy sensuales: “encarnadas bayas,/ higos a raudales,/ cítricos meridionales,/ dulces y lozanos”. Una de las hermanas, Lizzie, advierte a la otra, Laura, sobre los peligros de caer en la tentación. Laura se entrega. Vuelve feliz a la casa que comparten como comparten el lecho: “Luna y estrellas las contemplan,/ y el viento arrullarlas intenta,/ los torpes búhos se abstienen de volar,/ ni el murciélago hará las alas vibrar/ en el lugar de su reposo:/ mejilla con mejilla, pecho con pecho,/ en el menudo nido de su lecho.” Pero Laura languidece de melancolía. Lizzie no soporta verla sufrir y se arroja a los duendes para salvarla. Como se niega a comer con ellos, tratan de meterle a la fuerza sus frutas en la boca. No lo logran por más que le pegan, le desgarran el vestido, la someten. Ella vuelve a casa y le dice a su hermana: “Laura, ya en el jardín ha gritado,/ dime si me has añorado./ Ven y dame un besazo./ No te fijes en mis varazos,/ abrázame, bésame, el jugo sorbe/ que les he quitado a los duendes torpes,/ es pulpa y rocío de trasgo,/ cómeme, bébeme, sin hacer ascos,/ ámame, Laura (…)”. Esos besos jugosos las salvan y viven largas vidas como esposas y madres. El poema habla claramente de la tentación, la caída y la salvación. Pero también está claro el lesboerotismo en el lecho que comparten como nido pecho a pecho. Y en el cómeme y bébeme y abrázame y bésame de una hermana a la otra, sin por eso soslayar la cita a la invitación de Cristo a sus apóstoles a comer y beber su cuerpo “que será entregado por vosotros”. Durante diez años de su vida, la poeta trabajó en un hogar de prostitutas. Algo de esa experiencia aparece en el poema. Aparece, también, el amor por sus hermanas.

Esa tensión entre lo sensual y la oscura rigidez del cristianismo victoriano atraviesa toda la obra de Rossetti. Hija del poeta napolitano Gabrielle, hermana del pintor prerafaelita Dante Gabrielle –fue su modelo para algunos de sus más famosos cuadros, como Ecce Ancilla Domini– Christina vivió una vida austera y casi destinada al arte desde la cuna. A juzgar por lo que escribieron su padre y sus hermanos, fue una nena vital y firme en sus deseos. A los 14, plena pubertad, empezó a enfermarse: no era infrecuente entonces y tal vez la salud fuera el precio que pagaban los cuerpos por la feroz represión que sufrían las mujeres en la era victoriana. Y así vivió, escribiendo poemas devociones y relatos y poemas para chicos, además de maravillas como “El mercado de los duendes”, alejada del amor sensual y cantando loas a Cristo, con problemas físicos y psíquicos, hasta su muerte en Londres en 1894, a los 65.

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