OUT
› Por Aldo Fernández Turitich
Conocí a Claudia en el maldito verano duhaldista de 2003, en una seminario de antropología y lingüística en Córdoba. Entre mate y mate, nos comíamos con la mirada. Me imaginaba amarrado a sus piernas suaves, rodeados de sábanas con olor a nuestros sexos y, por fin, dentro suyo. Veintisiete años de batalla campal contra aquello que tanto me hacía llorar por las madrugadas. Recuerdo horas de ayuno y elaboración de incesantes plegarias al mejor estilo del Rey David. Claudia significaba ese trofeo que se me había negado por años; ahora podía compartir el botín con amigos, ministros religiosos y familiares curiosos. “Es la mayor alegría que he recibido en todos estos años, Aldo”, dijo mi vieja. Mi viejo, en cambio, no dijo absolutamente nada. Un año más tarde, Claudia se mudaba para casa y diseñábamos nuestro casamiento.
Un domingo por la tarde, abrazados sobre los pastos de los bosques de Palermo, Claudia me preguntó por qué iba al psicólogo. Quise responder y me salió: “Pasa que también me gustan los hombres”. Ella solo agregó que me apoyaría en todo, que se casaría conmigo y que estaba segura de que ella me dirigiría hacia la heterosexualidad.
Pero pasaban los días, los meses y el deseo sexual no fluía en la proporción que quería. Claudia podía traer cierta tranquilidad a mi conciencia, pero yo no me quería casar con Descartes, prefería a Bataille, a Onfray. Quería saborear carne. Recuerdo salir de la facultad, enloquecido de calentura, e ir al Parque Centenario y llorar, escribir y llorar. Hasta que una tarde calurosa de noviembre, Claudia quería saber por qué estaba tan mal. Me animó a que habláramos. “Clau, él se llama Claudio —le dije avergonzado—. Lo conocí hace unos días y me gusta mucho, mucho”, agregué. Lo único que hizo ella fue llorar y golpear mi pecho con bronca y dolor. También me dijo que no podía competir con un hombre, que quería mi bienestar, que me amaba demasiado y que no podía verme sufrir.
Escándalo familiar. Mi madre optó por no querer entender, por no intentar comprender, por no amar. Me pidió que no se lo contara a mi hermano menor, me recomendó un psicólogo. Mi viejo me invitó a almorzar y me dijo que me apoyaría y que lo único que deseaba era mi felicidad.
Con Claudio venimos compartiendo desde hace dos años una casa y hasta el trabajo. Hemos creado la Librería Otras Letras, pero lo mejor es que tenemos muchos más sueños, grandes proyectos y la ambición de formar una familia.
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