FICCIONES
Mario Bellatín, el autor de Flores, El gran vidrio y Salón de Belleza, envía un cuento especialmente escrito para SOY.
Se me rebeló el esclavo. ¿Habrá ahora alguien dispuesto a cumplir un rol semejante? Es cierto, el esclavo huyó. Aprovechó que yo estaba lejos. Quizá no fui, en los últimos tiempos, lo suficientemente radical en el trato que acostumbro llevar a cabo. Flaqueé en algunos puntos: después de volver de un viaje le obsequié un pañuelo que hallé tirado en el suelo. Alguien muy cercano, otra ave de rapiña como yo, me lo hizo notar: semejante regalo podía significar un paso atrás en la relación que habíamos edificado. Aquel pañuelo podía ser motivo de confusión sobre la naturaleza del vínculo amo/esclavo. ¿Fui entonces yo, con esta dádiva torpe, quien propició este estado de cosas? El esclavo mantuvo su condición durante años. Aceptamos por esa razón vivir en este falansterio. Donde yo he encontrado la rama mayor de un tronco seco. Lugar desde el cual puedo establecer mi reinado. El piso es sinuoso. Agua y lodo. Ladrillo y cemento vuelto verde por los hongos. El sistema que comenzamos a establecer pasó, como es lo acostumbrado, por distintas etapas. La primera fue la aceptación, por su parte, de mi desmedido gusto por rodearme de la mayor cantidad posible de perros. Allí lo veía yo, desde mi rama preferida, todas las mañanas. Más bien escuchaba cómo sacaba a pasear a los seis perros con los que contaba entonces. Esa acción, de salir de los límites del falansterio donde todo es agua empozada, plantas acuáticas, nubes de insectos, con los animales domésticos, la llevaba a cabo varias veces al día. Me quedaba tomando el sol, con algunas otras aves de rapiña que venían de otras empresas abandonadas, de casas que nunca llegaron a habitarse. Aves de rapiña que, como yo, habíamos logrado esclavizar a un humano dueño de un complejo de inferioridad. Aquel esclavo se preocupaba de las fechas de las vacunas y de todo lo que requerían los perros. De la compra del alimento deshidratado y los antiparasitantes. Aparte de cuidarlos, otra de las misiones del esclavo es llegar a amar de manera profunda a los animales de los que se ocupa. Yo miro desde mi altura cómo va encariñándose. Ese amor se vuelve recíproco. Sólo permito que aquel intercambio llegue hasta cierto punto. Ni los perros ni el esclavo cuentan con la autorización para relacionarse entre ellos a un grado mayor al amor que están ambos en la obligación de profesarme. No entiendo lo que sucede en la psique de los canes como para mostrar semejante fidelidad nada menos que a un ave, mi persona. Ignoro la manera en que los perros saben quién es el verdadero amo. Me impresionaba también el estoicismo que mostraba este mismo esclavo cuando yo tomaba la decisión de ir desembarazándome de cada uno de los canes. Yo, por la misma extraña razón por la cual sentía de pronto la necesidad de rodearme de perros, por un impulso semejante me veía obligado, de un momento a otro, a deshacerme de estos. El esclavo nunca dijo una palabra. Fue de ese modo cómo la pulsión de mantener la mayor cantidad posible de perros alrededor mío -allá abajo, en el mundo de las criaturas pedestres- era avalada siempre por el esclavo. Era avalada también mi repentina decisión de desaparecerlos.
¿Cómo encontré un esclavo semejante? De manera vulgar. Por medio de Facebook, una red social en decadencia. Cierta persona comenzó a hacer comentarios en mi cuenta. A enviarme fotos de sí mismo. Las imágenes no guardaban en realidad concordancia con su aspecto real. Más bien reflejaban la imagen que podía tener el esclavo de sí mismo. Eran de la época en que el esclavo llevaba el pelo largo, que se rizaba de tal modo que parecía una versión precolombina de los autorretratos de Durero. Me pareció curioso que alguien de sus características –desde el primer mensaje enviado dejó en claro su rol de esclavo– se atreviera a mostrar una imagen semejante: la de un pintor renacentista. Como en ese entonces me encontraba en un relativo momento de lucidez, le pregunté qué era capaz de ofrecerme. Qué pensaba sería lo que pudiera interesar a un escritor mayor como yo. “Mi cuerpo”, contestó. Pensé: ¿Sería acaso interesante involucrarse, en ese nivel, con semejante copia indígena de Durero? ¿Con un estudiante de letras en una universidad pública? Ese argumento –el de ofrendar el cuerpo– no iba a movilizar mi interés. Sin embargo, en el hecho de expresarlo –en su aparente falsa inocencia– es que advertí su condición de esclavo por naturaleza. Convinimos en una cita. Hizo un vano intento de establecer una distancia: introducir la duda sobre la hora y el lugar. Quiso hacer evidente una determinada dignidad. Me estaba poniendo a prueba. Yo debía establecer quién era quién. Dejar en claro qué clase de amo era. Señalé una fecha y una hora. O se hacía presente en ese momento o se acababa la incipiente comunicación. Al percibir la contundencia de mis palabras, la copia autóctona de Durero dejó de lado los aparentes compromisos pendientes y lo encontré sentado frente a la mesa señalada, incluso algunos minutos antes. Nos dirigimos pronto a mi casa y comenzamos, ese mismo día, con la rutina que yo había entrevisto en los mensajes. Desde ese momento han pasado casi tres años. Casi al instante comenzaron a aparecer los perros en la casa, y descubrí esa misma noche un hecho fundamental: la especialidad del esclavo era la de servir de asistente a académicos renombrados. Se dedicaba, nada menos, que al estudio de monjas. Era un monjólogo en ciernes. Esclavo y monjólogo. ¿Qué más podía pedir un ave de rapiña, que, aparte de ave de rapiña era un escritor? Desde hace varios años sufro de la carencia de alguien que se encargue de los aspectos administrativos de mi trabajo intelectual. Luego de conocer al esclavo no sólo tuve a una persona a quien podía tratar como sirviente en lo cotidiano, sino que, además, iba a llevar adelante lo más tedioso de mi labor de ave de rapiña que se dedica a escribir. La relación no iba a detenerse en el sexo. Algo así hubiera desvirtuado, muy pronto, la naturaleza del vínculo que estábamos estableciendo. Con sexo habitual de por medio, la esclavitud en ciernes hubiese tomado una senda trillada. Creo que –además de que semejante sujeto no despertaba en mí una libido en especial– el intercambio habría durado el limitado tiempo en el que el interés por lo desconocido hubiese quedado satisfecha. Por otra parte, no me podía imaginar copulando, con mi gran cuerpo de águila, con aquel hombrecito desnudo que se me ofrecía agachado ligeramente de espaldas. Sus pequeños pies encorvados y la raya corta de su trasero serían incapaces de soportar el más mínimo aletazo de mi parte. Mi vínculo con este esclavo estaba destinado a convertirse en algo más importante.
El esclavo comenzó, antes de mis viajes, a hacerme las maletas. Igualmente puso en orden los archivos de mis textos literarios. Consiguió resolver también los asuntos que involucraban a otras personas e instituciones. Especialmente a las del zoológico nacional, que solicitaba en forma constante mi residencia en sus instalaciones, con el fin de convertirme en una de sus atracciones mayores. Llevaba documentos avalados por notarios donde se demostraba que era más importante para la nación mi permanecía en la rama de un árbol que mi presencia en la jaula más importante del zoológico. Solía presentarse ante los demás como mi asistente personal. Poco a poco comenzó a hacerse indispensable. Aparte de saber los números y claves de las cuentas bancarias, los passwords de las computadoras, conocía también el lugar exacto donde se encontraban guardados las tijeras, los sacapuntas, los calcetines. También los lugares donde anidaban las liebres cuya caza no sólo me entretenía, sino que degustarlas me otorgaba el placer necesario para sentirme una verdadera ave de rapiña. En esa etapa, una de sus compensaciones era hacer pública su condición de esclavo de alguien tan importante como yo. Se lo contaba, con gran orgullo, a los demás monjólogos. En un comienzo, eso no llamó demasiado mi atención. Pensé que, incluso, podría aumentar la fuerza del mito que acostumbro estructurar en torno a mi persona. Tanto como humano como en mi faceta de ave de rapiña.
Fue en esa época cuando comenzó una de las mayores crisis emocionales de mi vida. Me sorprende que haya ocurrido en ese tiempo, pues en ese entonces contaba con el liderazgo simbólico de todo el árbol que habitaba. Repito, se me rebeló el esclavo. ¿Habrá ahora alguien dispuesto a cumplir el rol? ¿Cuál es el punto donde reside el dolor? Es cierto, el esclavo huyó. Aprovechó que yo estaba lejos. De viaje. Quizá no fui, en los últimos tiempos, lo suficientemente radical en el trato. Recuerdo que después de volver de un viaje le obsequié un pañuelo recogido de manera casual en una vía pública. Yo iba en pleno vuelo cuando, de pronto, noté el trapo tirado en medio del piso. Alguien muy cercano me lo hizo notar: aquel pañuelo podía ser motivo de confusión en la naturaleza del vínculo que nos mantenía unidos. ¿Fui acaso yo quien propició el actual estado de cosas? Mi esclavo mantuvo su condición durante varios años. El sistema que comenzamos a establecer pasó por distintas etapas. La primera pudo haber sido la aceptación, por parte del esclavo, de mi desmedido gusto por rodearme de la mayor cantidad posible de perros. Allí, desde la rama de mi árbol, yo lo iba viendo, durante las mañanas. Más bien escuchaba, a lo lejos –pues yo, por lo general, había utilizado la noche para salir de cacería y a esa hora me encontraba un tanto adormilado– como un vago rumor, los ruidos que producía cuando sacaba a pasear a los seis perros. Esa acción, la solía llevar a cabo varias veces al día. Los llevaba a correr a un parque. Se preocupaba asimismo de las fechas de las vacunas, de los baños y cepillado de pelo. Sin embargo, pese a la calma que mostraba desde mi rama me atacó, poco a poco, una creciente depresión y a sufrir cada noche de ataques de pánico, que me impedían incluso salir en busca de un ratón perdido en medio del parque cercano. Felizmente contaba con mi esclavo al lado, quien se iba a encargar de los tratamientos psiquiátricos que iba a necesitar para salir de la crisis que se avecinaba. Empezamos a visitar a profesionales de prestigio, quienes comenzaron a recetarme una serie de medicinas que empeoraron, ya no sólo mi estado mental sino también el físico. Engordé de manera inusitada. Tuve que comenzar a utilizar ropas de medidas especiales. Las alas no me servían ni para ir de una rama a otra de mi árbol. Los médicos comenzaron a mostrarse cada vez más ineptos. El esclavo los consultaba por teléfono y volvía con el nombre de un nuevo medicamento, que se apresuraba en comprar. Luego, empezamos a acudir a hospitales especializados en salud mental. Para eso tenía al esclavo. Para que tuviera lista, desde el día anterior, la ropa que debía llevar la mañana siguiente. Preparadas las rutas que habríamos de seguir desde muy temprano para llegar a los respectivos sanatorios. Pero ningún médico parecía entender el origen del mal. Nunca vi a mi esclavo cumpliendo de manera tan diligente su rol de verdadero amo. Tal vez lo había visto de esa manera cuando prohibió que siguiera utilizando mi cuenta de Facebook, o cuando se enfrentaba a las autoridades del zoológico nacional para impedir mi exhibición. Eran impresionantes los elementos de su conducta, que se hacían evidentes en tales circunstancias. Había momentos en que parecía olvidarse de sí mismo para entregarse a su misión de amo esclavizado. Finalmente, al ver que ninguno de los tratamientos surtía efecto, pregunté a un investigador científico de mi confianza lo que él haría si estuviera en una circunstancia semejante. Me recomendó: la terapia electroconvulsiva. Me advirtieron que sonaba como algo extremo –el famoso y denigrado electroshock– pero que ahora se le consideraba como un método benigno, que se aplicaba a mujeres embarazadas y personas con problemas hepáticos, quienes estaban incapacitados de soportar las medicinas de uso común. Aquel investigador dirigía un hospital psiquiátrico, también era escritor, pero no de rapiña como yo. Acepté su ofrecimiento. Me informó que debía firmar un documento oficial. Para llevar a cabo la terapia de choques eléctricos debía internarme en el hospital, donde era director el científico amigo a quien consulté. Me someterían a una serie de sesiones, para lo cual utilizarían una suerte de camilla provista de dos electrodos diseñados para ser colocados en las sienes de los pacientes. Lo único que me preocupó en esos momentos fue abandonar el falansterio donde habitamos yo, algunas otras aves de rapiña que llegan de manera ocasional, el esclavo y los perros. Aquel espacio tan único, a medio construir y a medio ser destruido, inundado hasta el punto perfecto.
En el cuarto del hospital psiquiátrico, en el que pedí ser internado, dormíamos tres pacientes. Aquella habitación estaba situada enfrente de las que ocupaban las mujeres. A la derecha de mi cama había un joven que daba la impresión de ser autista, y a la izquierda un albañil que parecía haber sufrido un fuerte golpe que le afectó de manera severa la razón. Nunca vi que nadie acudiera a visitar al joven mudo. En cambio, todos los días aparecía la mujer del albañil, a la hora de las visitas, con un portaviandas. Aquella, la hora del almuerzo, era el único momento en que los internados podíamos salir a los jardines del hospital. Mientras estuviera allí internado, no me iba a sentir tan mal, entre otras cosas, por no sentir deseo de cubrir, con mi gran cuerpo de ave desarrollada, a aquel minúsculo esclavo, que acostumbraba presentárseme, de espaldas y desnudo, mostrando como si estuviese a punto de someterse a un sacrificio, un trasero que más parecía un objeto de uso artesanal que un elemento capaz de producir algún tipo de placer. Sin embargo, o precisamente por lo contrario, por haber salido nuestra relación de cualquier orden de tipo sexual, el esclavo se convirtió, en aquel entonces, ya en la persona indispensable por excelencia. No se trata de una persona limitada mentalmente. Al contrario, cuenta con un intelecto no deleznable, aunque por una serie de problemas de orden psíquico es improbable que llegue a ser una persona destacada. Porque se trata de individuo con un consciente medio superior es que me llama la atención que nunca hubiese puesto en cuestionamiento mis deseos. Parecía no importarle ninguna de las consecuencias que podrían causar mis actos, por más descabellados que parecieran. ¿Su misión era la de obedecer con una diligencia extrema, ciega, el menor de mis caprichos? ¿El esclavo en realidad busca el aniquilamiento del amo? Por supuesto, su obsesión por obedecer tiene que llegar al punto de devorar al elemento que es servido. Debe servir y servir, hasta que el amo deje de ser amo, convertido en un desecho, para poder encontrar a otro amo, al cual servir de la misma manera hasta su destrucción. Cuando tomé consciencia de lo absurdo y peligroso que significaba encontrarme dentro de aquel hospital, decidí salir de inmediato. Hablé con el director y logré el alta. Cuando el esclavo arribó a la hora habitual, mostró su diligencia de costumbre para llevarme nuevamente al lugar que habitamos. Al falansterio gigante, lleno de infinitos cuartos. Cierta vez le ordené al esclavo que contará el número de habitaciones y me informó que eran cuatrocientas. Todas en cemento puro. Sin puertas ni ventanas. El lugar ideal para sodomizar a un esclavo nativo. Cuando lo poseía, recuerdo que preferíamos los lugares anegados, mi tremendo peso de ave de rapiña hacía que su cara perteneciera durante prolongados instantes debajo del agua verdosa que brota bajo los terraplenes. Mis garras clavadas en su diminuta espalda, le impedían de manera libre la más mínima libertad de acción. Daba la impresión de hacerlo feliz. Pero ahora el esclavo se encontraba en el hospital psiquiátrico donde yo mismo había decidido internarme. Cuando llegó, me encontró en pleno ataque de claustrofobia. Estaba tratando de volar y me estrellaba, de manera estrepitosa, con aquella superficie de plástico opaco con la que estaba recubierto el sector. Los demás pacientes, así como el personal médico, se encontraban aterrorizados con el estruendo. Para ese entonces, ya había sido sometido a cuatro sesiones de descargas eléctricas. Las dos primeras pasaron casi inadvertidas. En el tercer tratamiento las cosas fueron diferentes. Por lo visto, el relajante muscular que me habían aplicado antes de someterme a la descarga había dejado de surtir efecto antes del tiempo calculado. En otras palabras, desperté y advertí que me encontraba rígido y sin poder respirar. Fueron segundos desesperantes. No podía abrir el pico para quejarme. Luego me enteré de que durante las sesiones me aplicaban respiración artificial por medio de un fuelle, que abrían y cerraban con celeridad. En esa ocasión desperté y advertí que el movimiento de aquel aparato no coincidía con mi necesidad de aire ni mi ritmo respiratorio. Aquel espacio donde estuve recluido no guardaba ninguna relación con el espíritu espectacular que posee el falansterio donde he decidido habitar junto a un esclavo y los perros. Extraño, no sólo el falansterio y su constitución, sino también humillar, una y otra vez, a mí esclavo, conversar con las otras aves. Añoro solazarme con la observación del esclavo estableciendo un vínculo profundo con alguno de los perros. Observarlos con la misma expectación que puede llegar a causarme observar la reacción sumisa que acostumbra mostrar el esclavo cuando, de improviso y sin mediar razón evidente alguna, lo obligo a que se deshaga del ejemplar querido para siempre. He desarrollado la facultad de detectar el punto exacto en que el vínculo entre el esclavo y algún perro llega a su punto más intenso. Una vez que lo advierto, nada puede ocurrir para que ese can sea expulsado. Si el perro se empeña en volver al territorio, debo entonces abandonar la rama y atacarlo, hundiendo sin piedad mis garras de ave de rapiña en su lomo, destruir sus ojos a picotazos, hasta dejarlo sin vida. El esclavo debe introducir entonces el cuerpo en un saco, y conducir a un basurero lejano aquellos restos amados.
La vez en que tuve el ataque de claustrofobia y comencé a estrellarme contra la plancha de acrílico del patio del pabellón, el esclavo acudió al hospital con el fin de cumplir con su visita diaria. Llevaba consigo sólo la bolsa con sus libros acerca de la vida secreta de las monjas. En ese tiempo, el esclavo estaba a punto de obtener un título profesional. Me había prometido, además, colocar mi nombre en la dedicatoria de su tesis. Daba la impresión, a cualquiera que lo observara desde afuera, que su necesidad de dependencia hacia el otro estaba colmada con la relación que mantenía con su amo. Parecía que esa sumisión exclusiva le daba la fuerza necesaria como para creer que era considerado sobresaliente en los demás aspectos de su vida. En verdad, era un pésimo estudiante. Creo que fue por eso que acepté desde un comienzo la relación: la intensidad con la que me mostraba su esclavitud hubiese sido desesperante sin esta suerte de punto de fuga. Pero el esclavo huyó. Aprovechó que yo estaba lejos. Quizá no fui, en los últimos tiempos, lo suficientemente radical en el trato que acostumbro. Después de volver de un viaje anterior le obsequié un pañuelo recogido del suelo. Alguien muy cercano me lo hizo notar: aquel pañuelo, sucio por las pisadas de los transeúntes, iba a ser motivo de confusión acerca de la naturaleza de nuestro vínculo.
Hoy, el teléfono ha sonado varias veces. Yo me encuentro en Kassel, Alemania. En la Documenta 13 a la que he sido invitado tanto como Curador Honorario, como ave de rapiña y como ciudadano corriente. Para subir al taxi que me transportó al aeropuerto tuve que aguardar que oscureciera, para que ningún vecino advierta mi presencia. En Kassel es medianoche. Es desconocido el número que aparece en la pantalla de mi teléfono. Sin embargo, contesto. Oigo una respiración. Se trata de una llamada del esclavo. En ese Instante advertí que durante el tiempo en que estuve imposibilitado de fungir de amo –es decir, entre otros asuntos, durante mi internamiento en el hospital, mis viajes, etc.– el Durero precolombino buscaba de manera desesperada la presencia de otros amos. Aquella respiración fue lo último que supe de su persona. Espero, de todo corazón, que a alguno de sus amos posteriores se le haya pasado la mano en los acostumbrados juegos de amo. Y deseo que al último amo, al definitivo, le parezca que se trata de una pantomima más, de las muecas grotescas que muestra dentro de la bolsa de plástico sin agujeros con la que ha cubierto su cabeza durante los últimos quince minutos. Lo único que me daría lástima de una escena semejante es que no ocurra aquí, en el falansterio, entre los roedores, serpientes y bichos, que no han dejado de multiplicarse desde su partida. Que la escena de las bolsas no se lleve a cabo al lado de los putrefactos cuerpos de los perros, que dejó amarrados a una de las varillas de construcción antes de partir.
A los diez años escribió su primer libro inspirado en su devoción por los perros, seña particular que también aparece citada en este cuento. Casi una premonición en miniatura de lo que después sería uno de sus sellos: un modo muy particular de vincular su propia obra con su imagen pública. Nacido en México, criado en Perú, Mario Bellatín empezó su carrera ofreciendo –¡con éxito!– unos mil cupones de preventa de un libro que aún no había escrito. Organizó también un congreso en París de Literatura sin autores. Los escritores en cuestión entrenaron durante meses a sus dobles, que después asistieron al congreso. El jardín de la señora Murakami, uno de sus libros más conocidos, está planteado como la traducción de una novela inexistente. Para Bellatín la escritura es condición identitaria: “no tengo más remedio que soportarla” y está por todos lados: “Las fotos, los happenings. Todo eso es escribir. No hay modo de frenarme, ahora escribo desde mi Iphone”. Su proliferad es la prueba; publicó Efecto invernadero, Canon perpetuo, Las mujeres de sal, Salón de Belleza, Damas chinas, Poeta ciego, Flores, Shiki Nagaoka: una nariz de ficción, El gran vidrio, Biografía ilustrada de Mishima, El libro uruguayo de los muertos, Los fantasmas del masajista, La escuela del dolor humano de Sechuán y Jacobo el mutante, y muy pronto saldrá: El laboratorio donde terminas.
(Versión para móviles / versión de escritorio)
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina
Versión para móviles / versión de escritorio | RSS
Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux