OTRA COSA MARIPOSA
› Por Eduardo Chaijale
Más de una semana hace que llueve. Esta noche, llegar a casa del cine implica antes que nada llevar el paraguas al lavadero, donde todavía descansa abierto, escurriéndose a tempo de lágrima. Sólo desde esa zona anexa, que mide lo mismo que la soga de donde cuelga un calcetín huérfano, se oían abajo techos recibiendo un goteo que marcaba el fade out del último chaparrón. Goteo sobre chapa, goteo sobre chapa. Una insistencia que importa el insomnio de la madrugada hasta ofrecer a día completo un paisaje auditivo (suele denominárselo “soundscape”), menos londinense que sudasiático. Digamos, la The Hole de Tsai Ming Liang, esa atmósfera mitad spleen tropical, mitad fatal tercermundismo (alguien todavía no apagó la radio, humea olor una cocina). Pero, sobre todo, lo que más pesa, con toda la gravidez del caso, es la “cosidad” del “goteo sobre chapa, goteo sobre chapa, goteo…” Agradezcamos a la dupla Blatt & Ríos haber reeditado un cuento de Bernardo Kordon, Estación terminal, poco antes de citar dos líneas en que el narrador resume mejor lo que unos párrafos antes bocetó en torno a la crueldad impasible de las cosas: “Porque yo y el mundo no morimos juntos. Los queridos objetos siguen allí y me traicionarán como ya traicionaron a otros”. No se me ocurre pensar en otra cosa que en esa traición cuando pienso en la escena que más recuerdo de la película que acabo de ver en el Bafici. Me refiero a Uncle Howard, documental sobre el director estadounidense de culto Howard Brookner (Burroughs: The Movie; Robert Wilson and the Civil Wars) que filmó su sobrino Aaron. Como escribió Kordon, “bellos y feroces tigres inmóviles, los objetos tienen historias que nunca terminan”. Así que hablemos de los queridos objetos que nos quedan de los muertos queridos, que de eso se trata. De esas historias que nunca terminan, más allá de nosotros, en las cosas mismas.
El escritor Brad Goosh –quien fuera novio de Howard entre 1978 y 1989 (murió a los 34 años, de enfermedades derivadas del VIH, próximo a terminar su primer largo de ficción con Madonna al frente, nada menos)– protagoniza una situación cuanto menos incómoda, pero para nada intrascendente, habiendo transcurrido más de una hora y cuarto de película. Como suele suceder, al “sobreviviente” –en este caso, un ex modelo que llegó a posar para Vogue mientras leía a Derrida, ahora de 64 años, lejos del prototipo que Paul McCartney pintó en 1967– le toca narrar, con alivio triste (¿tristeza aliviada?), cómo le comunicó a Howard que su análisis había dado negativo. Tiene que contar por qué él no murió. El momento de la confesión coincide con el movimiento de sus manos en busca de un portarretrato que, por algo, había sido destinado al estante más bajo. Cuando lo apoya junto a las otras imágenes que ya habían emergido de la invisibilidad, descubre que la foto está corrida. Sobre un fondo de red, que responde a una hamaca paraguaya, Howard y Brad sonríen levemente en un stop de su reality (vivían en el Chelsea Hotel, qué tal). Pero la foto está torcida adentro de ese portarretrato de plástico negro, serial, made in China. Ahí Brad no se ve. El mismo representado sacude el marco para reaparecer. Pero el papel traiciona la sacudida, para descender nuevamente a un rincón de esa caja negra. Brad sigue sin verse, desmarcado, vaya metáfora.
En el documental, dos testimonios anteriores no pudieron contener las lágrimas, a pesar de los gestos de tensión y la abrupta decisión de callar. La película monta el episodio de la instantánea corrida con un primerísimo plano del sobreviviente, no sólo de la pareja, sino también de la bohemia gay de los ’80 neoyorquinos (lo que él mismo bautizó “la era dorada de la promiscuidad”). Pero, ¿por qué no llora, si hasta la chica en la butaca de adelante hace crujir su paquete de Carilinas? Conforme rememora el día en que supieron que sólo uno moriría pronto, sus ojos azul-gris reflejan cada vez mejor unas ventanas, unos brillos en escorzo, un llanto que lleva 30 años de enmarcamiento y desmarcamiento. Mira sin ver, o ve sin mirada, como sea, en su flamante libro de memorias (Smash Cut: A Memoir of Howard & Art & the ‘70s & the ‘80s), cuando Gooch describe cómo se filmó esta escena de la estantería en el documental, escribe que se sintió como interpelado por los ojos fotografiados de Howard, ante lo cual, se enfocó “inapropiadamente, como un niño perplejo, en una paloma que arrullaba sobre la escalera de incendios”. Ese cuelgue contemplativo de la melancolía… Corte, a una foto en que Howard remite definitivamente a un Lou Reed apenas más terso. Corte, corte, corte: de “smash cuts” parecen hechos los recuerdos. Del tipeo, del tip top, de la lluvia indecisa sobre chapa, pero también de fotos desmarcadas. El inconsciente y las cosas alrededor nos traicionan. Cuentan su propia historia sobre nosotros, que también los traicionamos, si podemos. A propósito, ¿alguien sabe cuándo va a dejar de llover?
Viernes a las 15.30, Village Recoleta, Junín 1648
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