Generoso, desbordado, maestro y luz de los jóvenes, Oswaldo Reynoso, el autor que escribió sobre la belleza de los morochos de su tierra, murió a los 85 años rodeado de libros y de copas.
› Por Gabriela Cabezón Cámara
Era un escritor enorme, era un hombre grande, de voz grave y pelo blanco y era generoso con las generaciones que lo seguían: lo vi en Lima, me pasó a buscar en un taxi para ir a la casa de un escritor joven. Estaba feliz, había logrado cobrarle una deuda importante a una editorial que había intentado estafarlo. Gastó algo de ese dinero en el supermercado. Compró appetizers varios para los chicos y chicas. Y botellas de pisco para todos. Se sentó en el balcón, de un lado de la mesa. Del otro, parte de la nueva generación de escritores peruanos lo escuchaba con atención total, le hacía preguntas que trazaban un arco desde ese 2015 hasta mediados del siglo pasado. Oswaldo contestaba con humor y detalles, pausadamente, entre traguito y traguito, no debía beber y lo iban a retar en casa cuando llegara, nos contó. Era el autor de libros inmensos como En octubre no hay milagros, Los inocentes y Los eunucos inmortales, entre muchos otros. Incorporó el habla coloquial de los chicos marginales y los prostituíos a la literatura de su país. Escribió sobre lo que pocos en los 50: la belleza de los morochos de Perú, la felicidad del cuerpo de un muchacho cuando conoce el sexo de otro y así el propio, la caída de Dios y su tiranía triste cuando esa plenitud de la carne. Un escritor de culto en su país, poco conocido afuera pero leído con pasión por quienes sabíamos de él, expuso, sin embargo, lo que estaba escribiendo a los jóvenes que lo escuchábamos. Cuando terminó, se quedó en silencio, mirándonos, expectante: quería la opinión de los chicos. Le importaba. Ese texto que nos leyó decía cosas como esta: “En pleno vuelo hacia Pekín, fui comprendiendo que el goce que sentí con el contacto verbal y sensorial con ese joven de Karachi había activado la lava ardiente que, por prudencia y sobrevivencia, había retenido en lo más profundo de mi inconsciencia pero que sin embargo había emergido en destellos aislados en la prosa de todos mis textos narrativos. Ese encuentro me condujo a comprender con mayor intensidad que mi creación literaria no era más que el esfuerzo de penetrar a través de las palabras y las imágenes a una lujuria de sensaciones para el goce de un libertinaje estético que me llevaría a un mayor conocimiento de la realidad de mi propia esencia existencial y de la condición social e histórica del hombre.” Qué pena, Oswaldo, que no estés más allá, en esa Lima tan tuya que vos embellecías con tu mera presencia y con tu prosa espléndida.
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