SALIO
Herejías, varitas mágicas y romances en el baño de un colegio de señoritas se dan cita en Sueños y pesadillas, la última novela de Dalia Rosetti sobre una chica enclaustrada que sólo quiere divertirse
› Por Martín Villagarcía
Si hay algo que hace que una novela de Dalia Rosetti sea “una novela de Dalia Rosetti” es su voz: visible, audible y legible a través de la percepción alucinada con que narra cada uno de sus relatos. Y hacía tiempo que el mundo no tenía el placer de poder dejarse caer por uno de sus curiosos libros, más precisamente desde el 2009 con Dame pelota (Mansalva). Ahora es el turno de Sueños y pesadillas (Mansalva, 2016), quizás su proyecto más ambicioso.
Al comienzo, y a un nivel aún superficial, la historia es un (ahora) clásico de ella: Dalia Rosetti (protagonista para siempre) desea romper las barreras de su universo (el de un colegio de monjas), tiene un romance con una perfecta extraña que la saca de allí (una “groncha” de escuela pública) y de ahí en más su vida hace un vuelco completo. Sin embargo, esta es sólo la base a partir de la cual se encabalgan cada uno de los siguientes episodios de la novela. Es que en esta oportunidad las líneas de fuga que se trazan son mucho más radicales y tienen por objetivo trascender y hacer estallar cualquier tipo de binarismo: niña/adulta, virgen/puta, hétero/homo, real/maravilloso, culto/popular. En todo caso se opta por una posición neutral o queer: ni una cosa ni la otra, imposible de clasificar o encasillar, ajena a lo fácilmente reconocible y susceptible a escurrirse de cualquier tipo de fijación.
Algo que diferencia a este nuevo envío de Dalia Rosetti de su obra anterior es el despliegue de un entramado de referencias literarias. Probablemente la más clara sea la de Alicia en el país de las maravillas de Lewis Carroll. Dalia realiza en Sueños y pesadillas un viaje similarmente iniciático al de la pequeña anglosajona (con problemas de lógica y sentido incluidos), poniendo en cuestión no sólo al lenguaje y a la propia identidad, sino también a la misma realidad. Sin embargo, la operación es aún más interesante, puesto que el Carroll nos llega diferido por la historia de la literatura argentina: es Carroll a través de César Aira, a través de Copi, a través de Silvina Ocampo y, por supuesto, a través de Borges. De esta manera, el relato (como en Aira) no para de transformarse nunca, cada vez que encuentra un punto de estabilidad (como el castillo) se traza una línea de fuga por la ventana y se llega hasta las nubes. Como en Copi, hay una opción por una estética trans (en palabras de Daniel Link: realiza lo imaginario; tal como la Santa Teresa de sus sueños se materializa frente a ella) y no es posible avanzar si no se olvida primero, borrando así todo rastro de historia. Silvina Ocampo toca con su varita mágica de lo obsceno como recurso para producir el efecto de extrañamiento y, por último, Borges pone en abismo todo el relato (y a su protagonista incluida): “Parece que el paisaje y el castillo estuvieran dentro de la imaginación de Dios, por lo tanto nosotras también lo estamos”. Esta instantánea del cuento de Borges “Las ruinas circulares”, nos devuelve a Lewis Carroll una vez más con la pregunta de Alicia: ¿Quién lo soñó?
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