El penal errado de Messi lo convierte en noticia mundial y en un sujeto o, mejor dicho, un objeto patológico. Algo le falla, algo no encaja. Tiene que tener alguna disfuncionalidad o está loco. El dedo señalador que históricamente ha perseguido a transexuales, lesbianas, gays y gente rara apunta otra vez con su normafilia.
› Por Alejandro Modarelli
A Messi ni justicia, se oye en estos días. No hay nobleza en la derrota frente a Chile, repiten. Yerra los penales porque no quiere a la Argentina como debiera: en su mente medio autista (y en su cuerpecito musculado con tanta química y dificultades) el país vendría a ser como un padre ausente, como el de los homosexuales. Que prefiere, el muy enfermito, el amor incondicional de Cataluña, que es su confín adoptivo, casi una mamá de tetas desbordadas y devoradoras. Un drama de anormalidad edípica. Messi, el anormal, leí.
A Cristina ni un milímetro en el panteón de estadistas. Alguien explicó el derrotero de su ascenso político y de su tan meneado ocaso en la anomalía de su cuna familiar: desclasada (nació en la esquiva pobreza y maduró sobre una fortuna investigada) el padre no fue el padre, la madre es una ambiciosa omnipresente. Su ser en el mundo está además diagnosticado con síndrome de Hybris y una fantástica bipolaridad, términos psiquiátricos que se estrellan contra ella como una granada y la expulsan del buen puerto psicosocial, para convertirla en heroína trágica y sin brújula, y no en una brillante mujer política. Un drama singular con efectos colectivos, tan perfilado en ciertos artículos como la lucha shakespereana entre Franco y Mauricio Macri por la potestad del clan.
En los medios de comunicación, para todo lo humano (nada de ello les sería ajeno) se deben asignar causas y efectos, designar normas y diferencias, disponer una maquinaria que sea capaz de detectar la irregularidad, visibilizarla, convertirla primero en alhaja y lumbre y después en residuo. Compactar lo diverso –simpático o abominable– y ofrecerlo con moño al catador de rumores. Los medios son el poder indiscutido en una sociedad convertida en presa de la representación; un dispositivo espectacular de apropiación de lo viviente para sus propios fines. Aplanan singularidades sobre el asfalto de la televidencia, y determinan mediante “los especialistas”, con inusitada intensidad, lo sano y lo enfermo, lo cierto y el error, lo que es asimilable o improductivo en la dinámica de la oferta y la demanda, y las subjetividades que no encuadran para los panelistas o en las letras de molde, como le gusta decir a Cristina, que en esto suena tan decimonónica.
Mientras escribo, recuerdo de pronto una conversación con conocidos libaneses en un café de Beirut. Casi todos laicos, había un musulmán practicante fascinado con el papa Francisco. Cuando le dije que, siendo yo una marica, la prédica vaticana sobre sexualidad me resultaba violenta, adujo que es lógico que la religiones rechacen la homosexualidad porque “no es normal” (en la mesa había amigos suyos gays). El tipo era muy amable, y además me encendía el deseo. Como un pañuelo echado al suelo para seducirlo, le espeté que si había un tesoro que no buscaba era, precisamente, la normalidad. El pobre no pudo entender cómo era indiferente para mí el goce de pertenecer a la curva normativa; cómo no penaba por esa ausencia fundante de un yo en regla.
El muchacho árabe normafílico, sospecho, no podría admitir que en un mundo secularizado y en guerra cultural, él también estaba designado como un error. Un desatino equivalente al de Messi en el momento culminante de los penales, pero en esta ocasión al alcance de los misiles imperiales. Que tanto él como yo podríamos, después de apurar la botella y coquetearnos, ser desvíos tan hermosos como Telma y Louise resistiendo el plomo de la uniformidad. En mi caso, siendo un gay que interpela la comodidad del modelo globalizado triunfante.
Siempre me iluminó el gesto de Naty Mestrual en el programa de Chiche Gelblung, cuando le hizo perder el tiempo a ese mala leche. Con su vozarrón y jeta dura, pudo sustraerse a la embestida del viejo cazador de travas sexies o simpáticas. E insistió en hablarle de literatura, de su libro Continuadísimo, y no de sus intimidades de alcoba. Gelblung la echó del set cuando Naty le hizo frente. Su expulsión del programa fue un ejemplo de libertad y de singularidad.
Ya dijo Félix Guattari que si el poder normalizador nos quiere ebrios, deberemos aprender a emborracharnos con agua. Nunca sabremos, ni ellos ni nosotros, lo que un cuerpo es capaz de hacer.
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