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Viernes, 12 de agosto de 2016

Que tiemble el mundo

Hoy se llevará a cabo la Jornada “Eróticas que diversifican los deseos”, que propone un cruce inusual entre reflexiones sobre la diversidad funcional (discapacidad) con otras miradas como la de la disidencia sexual y el feminismo, entre otras desobediencias. Aquí, un adelanto exclusivo para SOY: un relato en el que se cruzan temblor y mariconería.

 Por Beto Canseco

El título suena lindo, por eso no lo cambio. Pero en principio es mentira. El temblor corporal se refiere precisamente a un movimiento que es involuntario, que una no hace, una no es agente, sino que se trata de una oscilación rítmica que se define particularmente por el hecho de que no tenemos nada que ver con su inicio o incluso va en contra de lo que queremos de manera voluntaria. Así, el temblor de alguna parte del cuerpo, de la cabeza, miembros superiores o inferiores, de la mandíbula, de los ojos, de cuerpo entero suele estar relacionado con determinadas experiencias que parecieran provocarlo: el miedo, el nerviosismo, el frío, el estrés o con diversos diagnósticos neurológicos. En mi caso en particular, por ejemplo, lo que tiemblan son mis manos y el diagnóstico a través del cual el saber médico lo gestiona es a través de lo que se denomina temblor esencial, lo cual básicamente significa que se desconocen sus causas pero se presume que se trata de una condición congénita. A lo largo del tiempo pasé por diversos tratamientos que se suponía podrían ayudarme a controlar el temblor, pero ninguno tuvo mucho efecto -más que los efectos secundarios, digamos- (probé antiparkinsonianos, inyecciones en la espalda, un tipo de ansiolíticos, etc.), por lo que, cerca de los veinticinco años de edad, dejé cualquier tratamiento y ya no me he acercado más al saber médico por esta cuestión en particular.

Así, en mi cuerpo se intersectan dos diferencias: el temblor y la mariconería, las cuales me hacen pensar algunas cuestiones que quisiera compartir a través de este texto. Por un lado, el hecho de que muchas de nosotras rediseñamos nuestros movimientos en las actividades que llevamos a cabo, utilizando partes del cuerpo para funciones que no parecieran corresponderles (para quienes temblamos, muchas veces el uso de las dos manos o el apoyar el codo, o buscar un tercer apoyo con la boca, pueden ser modos posibles de movernos y que no siempre son bien vistos); lo mismo podríamos pensar sobre las zonas corporales u orificios que no son considerados sexualizables (sin ir más lejos, hace unas semanas, un semanario católico de México esgrimía, como argumento contra el matrimonio igualitario, que el ano de los varones -no explicaba porque tan solo el de los varones- era para expeler, nunca para ser penetrado). Esto nos habla claramente de una construcción (capacitista y heterosexual) de nuestros cuerpos.

Por otro lado, tanto el temblor como la mariconería devuelven el hecho de que somos atravesadas por miradas y opiniones sobre nuestros cuerpos que muchas veces están vinculadas con un afecto en particular y que vale la pena repensar: la vergüenza. A propósito de ello, Eve Kosofsky Sedgwick se pregunta si acaso alrededor de este afecto no hemos construido nuestras identidades muchas de nosotras, quienes luego hemos hecho alianza a través de políticas queer. Así, dice Sedgwick, tal vez aquell*s que se asumen como queer son precisamente, en sus propias palabras, “aquellos cuya identidad es por alguna razón entonada más durablemente bajo el acorde de la vergüenza”. De este modo, tal vez más interesante que negar esa vergüenza sería reapropiarnos de ella, transformarla, renarrarla y resignificarla. ¿Puede ser esta experiencia de subjetivación un punto nodal para pensarnos en alianza feminista, disidente sexual y diverso funcional?

Por otra parte, la vergüenza apunta además a la experiencia de ser cuerpos que son «mirados» (percibidos/reconocidos) y que, en definitiva, son constituidos a través de la dependencia a esas experiencias de reconocimiento. De esta manera, si es cierto que nuestro vínculo con el mundo es de dependencia fundamental, también es cierto -y en esto ha insistido muchas veces Judith Butler- que somos vulnerables, que nos pueden herir y dañar y esa posibilidad no puede negarse sin negarnos de algún modo a nosotr*s mism*s. De la misma manera, también puede suceder, y en esto quisiera insistir aquí, no solo que nos hieran, sino que esos vínculos con el mundo se eroticen. Y esto también está fuera de nuestro control y esa una posibilidad que no debiéramos negar. No sabemos cuándo sucederá, el placer sexual puede interrumpirnos en cualquier momento y no debiéramos arrogarnos el conocimiento de antemano acerca de qué cuerpos podrán hacerlo. No sabemos qué puede un cuerpo y parece importante sostener esta pregunta si es que queremos ser alguna otra cosa de lo que se nos ha hecho. No sabemos qué puede un cuerpo; y sin embargo, pareciera que sí lo sabemos y esta certeza es la que obtura la exploración de posibilidades y el desafío de los límites corporales, tal como los conocemos. No sabemos qué puede un cuerpo y sin embargo no todos los cuerpos vivimos en condiciones igualitarias para poder explorar respuestas novedosas a esta pregunta. Militar el placer sexual tendrá que ver, en ese sentido, con sostener esta pregunta ética y abogar porque tod*s podamos tener la oportunidad de sostenerla.

En síntesis, sugiero que quienes queremos hacer temblar los supuestos ontológicos que obturan el placer deberíamos hacer alianzas alrededor de una recuperación de nuestras subjetivaciones avergonzadas. Y volvernos así cada vez más desobedientes de los sistemas obligatorios de capacidad corporal y heterosexualidad.

Viernes de 9 a 18, Facultad de Ciencias Sociales (UBA), Santiago del Estero 1029. Organizan: Lic. María Elena Villa Abrille y Prof. Silvina Peirano.

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