OPINIóN
En la columna publicada en el diario El Día el martes pasado, monseñor Aguer dedica a la comunidad lgbti más de sus clásicas frases de odio: habla de “fornicación contra natura” y de la adopción de niños por parte de parejas del mismo sexo como atentado a la razón.
› Por Alejandro Modarelli
La gente de nuestros círculos se irrita cada vez que un clérigo antediluviano comete abominación discursiva contra la libertad sexual, casi tanto como cuando el par pedófilo eclesial se sacia con un niño. En realidad las dos son abominaciones contra las que nos armamos, muy disímiles en sus geometrías éticas, aunque tienen el mismo tronco original. Desde ya sus consecuencias públicas son bien diferentes. La primera cuenta, no obstante ser abominable para el librepensador, con el apoyo de una parte considerable de la sociedad, la pacata comevelas. La otra abominación, en cambio, precisa de grandes artilugios para ser exculpada a lo ancho y a lo largo del lenguaje social, y nos cuenta también entre sus detractores. Cuando el cura despotrica contra la amenaza del sexo libre y consentido abre todas las ventanas para hacer saber que la suya es una casa divina, donde no hay nada que ocultar. Cuando en cambio ejerce contra un infante la mala educación se mueve en la clandestinidad, y espera una comprensión secreta que funja de morboso permiso institucional. Yo propongo que el colectivo lgtbi abandone las prácticas rencorosas, razonables o plañideras cuando alguien como el arzobispo de La Plata se lance a hablar de “cultura fornicaria”, y por el contrario le eleve un agradecimiento sentido mediante correo privado y con sello de lacra, como corresponde a su alto y milenario rango.
Esta vez las obsesiones de monseñor Aguer (a la sazón intelectualmente superior a cualquier quarracino, hasta Néstor Kirchner lo admitía) se concentran en su última homilía en algo denominado “petting”, que en un principio deduje que se trataba de mamar fuera de la alcoba, aunque se trata en realidad de toda práctica no coital. Se concentra, también, en los 42 condones por atleta entregados por el estado de Brasil en la Villa Olímpica de Río de Janeiro, actitud que revela la manía de entregarnos a un eros exhibicionista (cogemos olímpicamente, dijo), es decir un eros que pierde el pudor y por eso “se deshumaniza”. Los habitués del sexo casual, para Monseñor, devenimos entonces meros perros y perras convocados por las intensidades biológicas buco-genitales, y la cultura “fornicaria” sería poco menos que la vuelta de Calígula (justo en la era brutal del neoliberalismo, injusticia esta en cuya condena no incurre). Señala, además, la discriminación de los antidiscriminadores, algo así como develar la crueldad de quienes arrancan el látigo de la mano a los verdugos en un acto no consensuado (¿cómo la víctima puede ser tan obstinada?)... ¡Cuánto más astuto es Francisco, que llama a la “comprensión del desvío” en su rebaño!; el papa nos precisa dóciles, y con las torpes arremetidas de Aguer (a quien en realidad le debe importar un comino el populismo jesuítico) no lo consigue!
Lo cierto es que la libertad sexual (llámese eros) y el abuso (llámese de otro modo) son incompatibles en el escenario del deseo públicamente admisible: la primera cuenta con la energía del mercado de consumo y su circulación muchas veces onerosa es masiva. Se trata de un desvío muy popular y con unos cuantos rosarios el libertino o la libertina regresan sin esfuerzo al redil de Francisco. Por eso Aguer congrega tanto rechazo incluso entre los cristianos, porque se pasa de la línea con su pacatería, hasta hace chistes malos, y así la palabra de la iglesia se convierte en doble obsceno de la ley que dice querer imponer. Es un discurso mucho más eficaz para invitarnos al goce inocente. El abuso contra los niños, en cambio, solo tiene como haber la condena de todo tipo y no hay goce inocente en el que incurrir. Por eso Aguer recuerda a los niños solo para combatir la adopción por parte de matrimonios del mismo sexo. En esto no hay chiste posible.
Yo creo que debemos apoyar las abominaciones discursivas de Aguer, en cuanto a libertad sexual se trata. Así, arrojemos a los cuatro vientos que nos sentimos perras y perros en celo, que la humanización agueriana se nos borra con un baño de esperma o un flujazo vaginal de aquellos. Que preferimos una cultura fornicaria a una alta cultura, y que para su triunfo un discurso del Monseñor vale más que cualquier apertura de una cara red de porno shops. ¡Qué viva Aguer, que como discurso del Amo nos mantiene la promesa (siempre parcialmente incumplida) de una erótica en forma!.
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