Vie 02.09.2016
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LA IMPOSIBLE

Susana Cook escribe e interpreta obras feministas, lesbianas, divertidas, siempre políticas. Es argentina pero está radicada en Nueva York desde hace casi treinta años. Hoy presenta en Buenos Aires una sátira queer: Samantha Ibarrola, la mujer inexplicable, una performance sobre una mujer que es un hombre que es una mujer.

› Por Paula Jiménez España

Como siempre, la actriz, performer, directora y escritora Susana Cook, radicada en Nueva York, lleva los rulos sueltos, el look chongo, la remera ancha y su voz se proyecta firme, decidida, altisonante. Parece entrenada para llegar hasta la última fila de la sala o para que no queden dudas de lo que su dueña, que no es el chiste de nadie y que es queer y latina, quiere decir. En este momento esa voz cruza el Ecuador y en el hemisferio sur se encuentra con esta cronista por Skype. Entre los ladridos de una multitud de perritos -tiene un hotel canino en su casa-, sobre un fondo de cuadros, libros, espejos y paredes naranjas, concede a Soy esta entrevista un día antes de subir al avión.

Después de cinco años de no pisar la Argentina, este no es un momento cualquiera para volver. Entre EEUU y Argentina, hay una coincidencia socio-política, la elección de Macri y la amenaza de Trump…

-¿Sabés que tienen en común Trump y Macri, además de ser antipolíticos? La terrible misoginia. Los dos construyeron su carrera política en base al odio a una mujer. Trump odia a Hillary, Macri a Cristina; fijate que pasaron ocho meses desde que asumió y le siguen echando la culpa de todo. Para esto se necesitan dos pueblos que experimenten ese sentimiento también. Incluso de los sectores de izquierda. Ese odio se siente también acá.

Supongo que las circunstancias actuales repercuten en tu modo de hacer teatro. En una entrevista dijiste que para vos hacer teatro político es hacer teatro queer, ¿sigue siendo así?

-La comunidad queer aquí es muy fuerte en el mundo del arte. Mi teatro cambió mucho, ni siquiera me gustaría definirlo más como teatro político. Es queer o político pero no me voy a poner a hablar de eso en escena. Me invitaron a una universidad a hacer una performance y la profesora me dijo, vos solo aparecé. Hay cosas que la presencia da, más fuerte que lo que pueda decir. Mi lugar de poder es que soy queer y mujer latina y si el chiste es burlarse de eso, me pongo como pastora, soy la que define, da significados, cuestiona la lógica. Voy todos los años a Bogotá, donde no tiene sentido decir teatro político porque todo teatro es político, es tan fuerte la guerrilla, los paramilitares y todo lo que sucede, que termina siendo aburrido por lo panfletario. Para mí es necesario estar consciente de cómo estás manejando tu mensaje, pero hacerlo entrar sin que sea evidente. Me empecé a copar con el lenguaje, a jugar como poeta, que el lenguaje empiece a hablar solo. Mi personaje tiene que ver con los estereotipos de género: me presentaba apoderándome de la masculinidad. ¿Quién dijo que la masculinidad es monopolio de los hombres?

Es así en Samantha Ibarrola, la mujer inexplicable, el espectáculo que presentás en Buenos Aires…

-Con Samantha fue la primera vez que me hice drag queen, me transformé en una mujer que es un hombre que es una mujer. Lo empecé a disfrutar tanto que me da un montón de otras posibilidades. Tengo problemas para armar la valija y que me entre la ropa de Samantha. Cuando ella se desviste aparece mi personaje abajo. La gente se acercó para decirme cosas como: la verdad es que eres la mujer inexplicable. En Buenos Aires lo que voy a hacer es un rejunte. Originalmente la escribí como un unipersonal para hacer en Bogotá, y allí me dieron ganas de poner actores como fantasmas sentados en una mesa; casi no iban a hacer nada, pero les empecé a dar un poco más de línea. Fue una bomba, eso fue en agosto en 2015. Luego me volvieron a invitar e hice otra obra con el mismo concepto. Después pensé en hacerla aquí pero como un unipersonal y me volví loca. Hago cualquier cosa con los títulos, el nombre “La furia de los dioses” se lo puse a tres obras. Mezclo monólogos. Como la chica que organiza en Buenos Aires está interesada en el tema de género elegí Samantha Ibarrola, pero es otra versión distinta de la de Bogotá.

¿Además, va a haber una conversación con el público?

-Me propusieron que charlara con el público y propuse hacer una mesa redonda. Algo que acá se estila mucho y se llama “conversaciones con manos que no están online”. En EEUU ya no se conversa. Están mediatizadas las conversaciones. Hay algo bueno en eso. Pertenezco a una colectiva de mujeres. Hay una forma de organizar la conversación, más democrática, un formato que está hecho para que cada una que quiere hablar tenga tres minutos, por turno. En una conversación común los hombres hablan más que las mujeres. No tengo problema en que, si hay un tipo que se apropia de la charla y habla media hora, señalárselo. Hablábamos del androcentrismo en el teatro o en los paneles de opinión, por lo general compuestos de hombres. Tiene que haber una conciencia de parte de los tipos.

¿Ese desequilibrio apareció en tus otras experiencias teatrales, por ejemplo, en los talleres?

-Sí. Yo enseñaba a hombres y mujeres, pedía un voluntario y subían solo hombres, tenía que poner yo a las mujeres, no podía dejar que sucediera espontáneamente. Vengo de la época de la dictadura en la que hasta en los sectores de izquierda o en los centros estudiantiles pasaba esto. Las chicas eran las que servían el café. ¿Sabés donde vi eso? Con activistas gltb. Estaban los grupos de lesbianas, que en ese momento se autodenominaban “homosexuales”. Unas, en la cocina de un lugar, habían puesto un cartelito que decía “lave su tacita, las chicas trabajamos duro manteniendo limpio”. Y estaba asumido que ellas limpiaban o hacían el café. Si decías algo que tuviera que ver con el feminismo, el centro de estudiante te decía que eso había que dejarlo para después: no nos vamos a poner a pensar en los confites si no hicimos la torta.

Vos formaste parte del under porteño durante los 80, ¿viviste entonces situaciones de machismo? No recuerdo figuras lesbianas de aquella época que hayan trascendido…

-Yo era el único personaje medio andrógino, ya me ponía el traje, pero te confieso que ni yo era lesbiana en esa época. En el humor de entonces se ridiculizaba a las mujeres y nunca se apuntaba al hombre. El clima predominante era misógino, aunque lo hicieran Batato o Urdapilleta; te digo esto, pero al mismo tiempo los amé. Era algo que estaba tan internalizado que no se daban cuenta. Muchas mujeres me decían que el feminismo era una cosa de otra época. Batato y Alejandro eran dos personas cercanas para mí. Hay ciertos personajes de esa movida que cuando salí del closet me tiraron mala onda. Está en todos lados. En el under, la peor misoginia la sufrí con un compañero que era gay y con una compañera, hoy muy reconocida en el teatro, que no era la excepción, como no fue la excepción el Parakultural tampoco. La única excepción para mí fueron La Casa de las Lunas en esos años o más tarde la Casa del Encuentro. Me acuerdo, cuando llegaba en taxi a las Lunas, que los taxistas se preguntaban qué había ahí y porqué no podían entrar hombres.

Espacios privativos para ellos, como otros lo han sido y lo son para las mujeres cis y trans. Recuerdo una amiga trans que contaba cómo habían disminuido sus privilegios en lo cotidiano comparativamente con su vida antes de su transición…

-Claro. Tengo un amigo trans que se transformó en una especie de espía. Para conseguir el documento de hombre consiguió un certificado -porque era diseñador gráfico- de que se había hecho la operación aunque no se la había hecho; acá, sin esa operación, te dan un carnet de conducir pero no un documento. Entonces, empezó a buscar trabajo y con el mismo cerebro y la misma experiencia, su sueldo se le triplicó. No lo podía creer. Vi una película en la que varios trans contaban su experiencia después de haber sido una lesbiana butch, que somos las más despreciadas, y pasar a vivir como tipo. No podían creer la solidaridad entre los hombres, la inmediata camaradería entre ellos, que entre las mujeres, por una imposición instalada culturalmente, todavía no existe.

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