Viernes, 16 de septiembre de 2016 | Hoy
SALIÓ
Los modismos del porno, del policial, de la picaresca porteña y la vida de los santos. De todo eso se vale José María Gómez para hablar de homoerotismo en su novela Los putos, que acaba de ser reeditada con nuevo nombre: La inevitabilidad de los cuerpos.
Por Martín Villagarcía
José María Gómez acaba de reeditar su novela Los putos (ganadora del Fondo Nacional de las Artes en el 2007) bajo el título La inevitabilidad de los cuerpos (El deseo editorial, 2016). El gesto es doble. Por un lado, recupera para su libro el título original con que fue enviado al concurso, atenuando su primer nombre por otro más ligado al lirismo de su escritura. Por el otro, repone y vuelve a apostar por un texto que supo poner en discurso una forma de vida que encontró un punto de quiebre con la ley de matrimonio igualitario de 2010.
Con una impronta fuertemente setentista, exhuma una poética donde la homosexualidad se despliega de manera clandestina entre la violencia y la fe, y con las reglas del secreto. Los espacios están al margen de todo orden (el de la sociabilidad, el de la moral y el de la ley) y la lengua tiene el ritmo del deseo: jadeante y desesperado. Hay algo del orden de la experiencia que Gómez pone a trabajar en sus obras. Tal como la define Walter Benjamin, se trata del conocimiento subjetivo del mundo, lo que un sujeto conoce de la realidad y su sentido. La inevitabilidad de los cuerpos captura la forma de vida homosexual previa a cualquier conformación de una identidad. No está atravesada por las luchas de liberación ni por las conquistas de los últimos años y mucho menos por un afán de visibilidad. Más bien todo lo contrario; se trata de una experiencia que se aprende en los baños públicos y en los lugares de encierro, una contraseña que sólo puede ser transmitida de boca en boca. Después de todo, se trata de una novela de iniciación, y para todo comienzo es necesario un guía que enseñe la puerta de ingreso.
La clandestinidad y la marginalidad ponen a los personajes de Gómez en un entredicho entre la fe y la inmoralidad, una delgada línea sobre la que deambulan sin caer necesariamente de un lado o del otro. Esta dialéctica encuentra una síntesis en el acto sexual, que alcanza el estatuto de un éxtasis religioso, al mismo tiempo que garantiza el goce del cuerpo. Quizás sea la violencia de esa pequeña muerte en cada orgasmo la que los lleva a reafirmar su lugar en el mundo en las filas del orden y la coerción social. Directamente relacionado con este fenómeno está la construcción de género que presentan esta novela y también Los marianitos (una novela policial), editada por El cuenco de plata en 2012. Allí, Gómez explora las distintas formas en que la masculinidad se instala de manera capilar como un centro de poder. Se prefiere siempre el término “puto” (en su acepción más violenta) y las relaciones homosexuales nada tienen que ver con una disidencia, sino más bien con una reafirmación. En este punto se acerca a una pedagogía clásica y pederasta: siempre hay alguien más experimentado que tiene algo para enseñar a otro más “tierno”. En todo caso, la finalidad fortalecedora, y no destructora.
En los dos libros se puede leer una doble temporalidad. Hay un claro horizonte puesto en el tiempo pasado, en una experiencia previa a todos los cambios contemporáneos. Pero hay un fuerte anclaje en el presente, no sólo como el momento desde el que se mira atrás y se escribe, sino como una posible reactualización del romanticismo de antaño, recuperado y vuelto a perder una vez más.
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