Vie 16.09.2016
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OPINIóN

La represion no es solo brasilera

El aberrante avance sobre la democracia y sobre las políticas inclusivas que se venían desarrollando en Brasil adopta múltiples formas. El asesinato bestial de un joven negro, estudiante universitario y militante lgbtti no es un caso más, ni un hecho aislado. Aquí un análisis de cómo se instala la gramática de una violencia oficial y cómo existe y existirá la resistencia.

› Por Gabriel Giorgi

Brasil, una vez más, sube los decibeles: resuena con lo que está pasando en la región –y con otros procesos globales– pero los lleva a un nuevo extremo. Golpe, blindaje mediático inverosímil, una policía militar que, si ya era brutal, ahora recibe un nuevo permiso –más bien un aliento– para reprimir, infiltrar y violentar las protestas contra Temer. En ese marco, la presencia glttbiq no es sólo una dimensión más contra esta reacción conservadora: es uno de los terrenos en los que se define lo que está en disputa.

Vayamos a julio de este año. En el campus mismo de la UFRJ, en la bahía de Guanabara, aparece el cuerpo de Diego Vieira Machado, brutalmente asesinado. Los amigos dicen que había recibido amenazas homofóbicas y racistas, en un clima en el que grupos de ultraderecha se hacen cada vez más visibles en la universidad; él mismo había dicho sentirse inseguro en los dormitorios del campus.

¿Quién era Diego? Militante gay, nordestino (oriundo de Belem de Pará), negro, pobre. Un ejemplo, entre tantos, de la política de inclusión en las universidades estatales brasileras que venía siendo impulsada desde el gobierno de Lula. Representaba también la cuota obligatoria de estudiantes negros en universidades públicas, universidades que, tradicionalmente, estaban cerradas –por sus exámenes de ingreso– para todo aquel que no hubiese tenido una escolarización previa de privilegio. Pobres, negros que, gracias a políticas de inclusión, pudieron entrar a la universidad: según cifras oficiales, entre 2012 y 2015 entraron 150.000 negros a la universidad, un número histórico. Diego, al mismo tiempo, era activista glttbiq, y, como buen activista, según cuentan sus amigos, no le escapaba a la contestación. Su muerte parece condensar esas dos gramáticas de violencia sistemática que recorren Brasil: exclusión sistemática de negros y un índice calamitoso de ataques contra la población glttbiq, principalmente la comunidad trans-Brasil es el país con más muertes de personas trans en el mundo, pero también gays y lesbianas. Violencias que parecen haberse incrementado en la última década. Sin ensayar respuestas fáciles para problemas que no lo son (especialmente en una sociedad donde los índices de violencia son históricamente altos), no resulta difícil pensar en una regla recurrente: a mayor visibilidad, empoderamiento y capacidad de demanda, mayor violencia de sectores que se sienten amenazados e “invadidos” en un espacio público al que consideran el patio de su casa. Si a eso se suma un gobierno de Dilma que se dejó acorralar por la derecha, que erosionó medidas largamente prometidas (la retirada en el 2011, por decisión de Dilma, de un kit pedagógico contra la homofobia en las escuelas primarias fue uno de sus más resonantes gestos) y en el que un personaje como Marco Feliciano había quedado a cargo de la secretaría de Derechos Humanos, el resultado está a la vista. Diego y su muerte son una terminal de esa matriz. El hecho de que haya tenido lugar en el campus universitario mismo, y en el marco de debates acerca de quién estudia, qué se discute en un aula y cómo se vive dentro de la universidad –que son debates también sobre en qué medida la universidad es un laboratorio de lo posible social– nos revela hasta qué punto la cuestión glttbiq está en el centro, en uno de los centros, del proceso restaurador que está atravesando Brasil, que se vuelve un espejo recargado de procesos que se viven en otras latitudes, empezando por la Argentina.

Dos escenas. Una: inmediatamente después de la muerte de Diego, un grupo de derecha de la UFRJ -que celebran a Bolsonaro, el siniestro líder de la ultraderecha golpista y militar- disputa el hecho de que sea un crimen de odio. Normalizar la muerte, que las muertes de negros, putos, tortas y trans sean, como siempre, muertes insignificantes: de eso se trata. Porque lo que se demarca en ese cuerpo son los límites del campus: quién entra a la universidad, por dónde pasan sus fronteras y cuál es la idea misma de universidad.

La otra: entre el voto a favor del impeachment del folklórico senador de la ultraderecha, Eder Mauro –condenado por torturas como jefe de represión durante la dictadura– contra “la propuesta de que los niños cambien de sexo y aprendan sexo a los 6 años de edad en las escuelas” y el grupo Escola sem Partido, un grupo de presión contra las políticas educativas de los últimos años (que reivindica una educación “sin política”, y no es más que la máscara de una educación ultraconservadora), y que fuera recientemente recibido por el ministro de Educación del gobierno de Temer, hay más de un hilo en común. Fundamentalmente, lo que aparece es el ataque obsesivo contra lo que llaman “ideología de género”, la básica idea de que el género es una construcción social. Eso se vuelve un anatema capaz de desatar una guerra: en ese registro -lo que pasa en la vida cotidiana de las escuelas, en las familias, en esa vida cotidiana diseñada, matrizada en el heteropatriarcado-, en esos gestos pequeños se fue cocinando, y se sigue cocinando, el proceso de restauración en curso: restauración de clase -nadie lo duda- pero sobre todo restauración de un orden de cuerpos: razas, géneros, sexos. En esa caligrafía mínima, de la vida diaria de eso que llamamos “educación”, en sus instituciones y en sus prácticas, se teje ese campo expansivo de luchas en torno a la Gran Restauración que vivimos. La restauración viene de allí: de esas micropolíticas, de ese cuerpo a cuerpo; ése será el terreno de su avance. La universidad y la escuela, su campo –literalmente, en la muerte de Diego– de batalla.

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