Una mujer asesina a otra mujer. La que mata es la madre. La víctima ha sido asesinada por lesbiana. La reconstrucción que hace la prensa reproduce las sombras y los prejuicios que alimentan el odio y sus crímenes.
› Por Paula Jiménez España
El número de puñaladas en el cuello y la espalda de Marcela Crelz fue seis, el de la bestia, y la fecha en que sucedió suma en sus anales a una víctima más de los 12 de octubre. Ocurrió en la Matanza y la noticia de este crimen de odio coronó la de otro femicidio inquisidor, el de la joven Lucía Pérez, que un día antes había cruzado un nuevo umbral de lo soportable para su cuerpo y para los nuestros también. Algunos medios presentaron a la asesina de Marcela, es decir a su madre, como una anciana, palabra que pese a lo que los titulares informaban sonaba dulce e indefensa comparada con la mugre que el término lesbiana, escrito en el mismo renglón con letras de molde, sigue siendo capaz de juntar. Hasta daban ganas de entenderla, y tal vez fue lo que buscó el periodista que en un portal web destacó que esta hija, de 54 años, mantenía una relación homosexual sin el consentimiento de Mercedes del Valle, su progenitora. La teoría de la inmadurez de las lesbianas, de su acceso a la sexualidad, es la que justificaría en pensamientos como el del músico Gustavo Cordera una violación para hacernos crecer de golpe y salir de la posición histérica. Pero hete aquí que Marcela ya había probado lo que era bueno y decidió que no lo era tanto al separarse de un hombre y ponerse con una médica, perturbando así a la anciana que terminó descubriéndose soldado fiel del regimiento heterosexual. Días antes, eyectada por la intolerancia de Del Valle, la nueva pareja de Marcela se había ido de donde convivían, una casa construida en la parte de atrás de la propiedad familiar. Y fue en el momento en que la hija quiso atravesar la misma puerta con las valijas en las manos para irse, cuando pasó lo que pasó. Demasiados años los de la señora, 75, para sacar tanta fuerza de donde no tenía, porque seis puñaladas no se clavan en un cuerpo tan fácilmente. Pero así es el odio. O al menos así fue el odio de Del Valle contra su prole, porque en ningún momento dejó de pensar en sí misma y probablemente tampoco en el que dirán. Una puede imaginar cosas así. Que la vergüenza y el oprobio estaban en el ojo del huracán, que la espalda apuñalada cargaba el peso de ese horror materno frente a la hija deseante, que como tan frecuentemente más fuerte que el amor es la lesbofobia, en grados menores y a veces casi indetectables, muchas lesbianas entendemos el motor de esta situación. Todavía con la sangre tibia de Marcela en el piso, la ancianita apretó el botón antipánico para que viniera la policía y ante lxs uniformadxs arguyó el ingreso a la vivienda de un ladrón, que a la hora de la cárcel, según las generales de la no ley, sería encarnado por algún cartonero que una madre de estas características no dudaría en identificar. No hizo falta. Poco claro queda si Mercedes se terminó quebrando sola o no tuvo otro remedio, después de que lxs efectivxs encontraran unas zapatillas manchadas y un par de guantes rotos, las pruebas para su incriminación.
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