LUX VA > A UN BOLICHE NUEVO EN MAR DEL PLATA
Ambiciosx en cuestión de placeres, Lux pretende de un boliche recién inaugurado que éste cumpla la promesa de ser algo nuevo. Fiasco; pero siempre queda la Rambla para ser feliz en la playa y de paso hacer felices a lxs demás.
Para qué negarlo, si somos idealistas a más no poder y siempre esperamos un gran amor de verano y vacaciones excepcionales como un ácido lisérgico que pega tan bien que la vida se parece a la tapa de alguno de los dos primeros discos de Jimi Hendrix (¡qué viejx estoy!), o a cualquier longplay de Los Parchís (¡qué ochentosx!). Pero ahora parecía que en Mar del Plata los efectos psicodélicos de la vida balnearia duraban más bien poco: todo se transformó en un déjà vu un poco insoportable, grismente rutinario. Parece que el viento barrió con la felicidad kitsch de las vacaciones; ese mismo viento que transforma a estas playas en la capital mundial de la sombrilla voladora (y Mary Poppins un poroto al lado de turistas que remontan vuelo con su sombrilla de quince pesos mal clavada). Con La Norby, fiel escudera en la siempre quijotesca desventura marplatense, casi terminamos con una sombrilla de capelina. Pero ni eso. Y ya estábamos cansadxs de que no exista sorpresa, que el circuito gay balneario no haga nunca cortocircuito. A esta altura, en el recuerdo, los veranos anteriores en La Feliz nos parecían con más electricidad que éste. Y nosotrxs queríamos guerra, pero ya habíamos probado sin suerte los campos de batalla del Gay City Tour. O eso creíamos. Porque una amiga, La Taco Partido, nos avisó que abrieron un boliche a fines de diciembre, llamado “L’amoour” (sic), que se anunciaba como “Un nuevo concepto gay”. Pasamos por la puerta de día para ver si era digno de nosotrxs. En la dirección especificada, un cartel enigmático anunciaba: “L’amoour: un nuevo concepto...”. Los puntos suspensivos eran una palabra tachada con desprolijos trazos negros; obviamente, por cobardía, habían ocultado la palabra gay. Todo parecía sospechosamente trucho, así que íbamos a volver, firmes junto al posible escándalo de la chantada argenta. Regresamos pasada la medianoche, después de tratar de amilanar nuestra piel de milanesa sacando la arena incrustada por la tormenta de viento. En la puerta de L’amoour, un pulcro portero nos detiene, más bien nos impide entrar, y nos pregunta si conocemos “el ambiente” (una pregunta ridícula, teniendo en cuenta que el lugar abrió hace un par de semanas y la mayoría de los clientes iban por primera vez). “Sí”, le decimos a coro con La Norby, imitando a la rubia y la morocha de ABBA. “¿Sí?”, nos retruca desconfiado; y cuando pongo mi mano en el picaporte impide que abra. Casi le pego cuatro gritos a lo Joan Crawford, con escupida y todo para lubricar la ira; pero para no pelearme, le digo: “Es un boliche gay, ¿no?”. Y entonces me abre las puertas: la palabra clave era ésa, la tachada del cartel, como si estuviéramos en plena dictadura. Bueh, imaginen cómo era el resto si ésa fue la entrada: el “nuevo concepto” nunca apareció, el lugar era un clon de la modernidad nocturna pero en plan maqueta; una trampa para turistas. Los láseres no disimulaban el amateurismo de boliche mal armado y una ducha en el escenario quería poner un glamour al show stripper, pero no le daba el piné (porque en los vestuarios de la playa pública se veían mejores chongos). Y, además, en el baño del boliche un empleado controlaba los posibles desbordes de las locas. Terrible. Con La Norby nos fuimos dando un portazo para la Rambla, como perrxs de la calle, previa compra de petaca, para ver si alguien nos sacaba una sonrisa frente al lobo de mar. Y el alba nos encontró ahí mostrando los dientes, radiantes y durxs, mientras le decíamos “whisky” a un canillita madrugador, que ese día llegó tarde (pero feliz) al laburo.
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