A LA VISTA
Benedicto XVI arremete, cada semana, con un acto de fidelidad a lo que fuera la Santa Inquisición más contundente que el anterior. La sangre ha vuelto a la Iglesia y nadie se preocupa siquiera de lavarla.
› Por Carlos Figari
La reciente iniciativa ante la ONU para despenalizar a nivel mundial la homosexualidad, capitaneada por Francia, finalmente dividió aguas e hizo caer el supuesto velo de tolerancia de organizaciones como la Iglesia, poniendo en evidencia la política clara de exterminio —sí, así con todas las letras— que la Iglesia Católica Romana propició y prácticamente encabezó durante siglos, y no sólo contra homosexuales sino contra varios colectivos humanos. Judíos en la catoliquísima España y en sus colonias (más que por pruritos de fe, por apropiarse de sus bienes), herejes, brujas y sodomitas. Estos últimos ordenados quemar desde la época del emperador Constantino, práctica que heredara luego el Santo Oficio de la Inquisición.
Con la revisión del Concilio Vaticano II algo parecía cambiar, aunque no tanto. Juan Pablo II inició la era de las disculpas públicas en la Iglesia. Un mea culpa por la condena a Galileo —y a la ciencia toda—, otro por la actitud ante los judíos juntamente con la excomunión a los
obispos que negaban de hecho el Holocausto y a los lefebvristas que insistían en el asesinato de Dios por los judíos. No obstante, para la quema de homosexuales no hubo ni habrá disculpas.
Con este papado se “cayeron las caretas”. Al final Benedicto XVI era, antes de asumir como papa, el prefecto para la Doctrina de la Fe, nada menos que la vieja Inquisición reciclada con otro nombre. Pero un simple cambio de designación no lava tanta sangre y la sangre al final volvió. Volvió en la reciente negativa a condenar la pena de muerte a homosexuales; en la persecución a los curas homosexuales (casi imposible de pensar si tenemos en cuenta que los monasterios fueron reductos de socialización homoerótica durante siglos). Volvió también, y principalmente, en esta cruzada contra lo que la propia Iglesia ha comenzado a llamar “una cultura gay” (concepto que a veces nosotros mismos usamos sin advertir las peligrosas implicancias políticas que tiene). Con un subterfugio se sostiene: nada tenemos contra las personas que manifiesten tendencias homosexuales, sí contra los que consienten y adoptan un estilo de vida gay que se intenta imponer a la sociedad toda.
Los obispos españoles han advertido sobre el “lobby gay”, que presiona políticamente para instaurar en el mundo esta nueva herejía, la que denominan “cultura gay”. Es decir, un mundo donde sea “natural” y universalmente aceptada y practicada la homosexualidad, que se refleja en las reformas legislativas que se pretenden aprobar en contra del matrimonio, la familia, la educación, el aborto, etc.
Un disparatado manual de autoayuda para las personas “que viven atormentadas por un sentimiento de vergüenza y de culpabilidad, que se sienten excluidas o diferentes por experimentar una atracción homosexual no deseada ni buscada”, recientemente fue editado por la editorial salesiana. Se trata de convencernos de que la denominada “cultura gay”, al generar una mayor “aceptación” de los homosexuales, termina incitando a los actos homosexuales, algo que experimentó la propia autora del libro. Por suerte, para ella, pudo “recuperar la paz tras lidiar por años con sus propias tendencias”. Así nos relata “el camino de retorno” hacia la “dignidad y libertad”.
Juntamente con todo esto, Ratzinger escandaliza al mundo nombrando arzobispo a un austríaco que acusa de “satánicos” los libros de Harry Potter y que sostiene que el huracán Katrina fue un justo y merecido castigo para una ciudad tan pecaminosa como Nueva Orleáns (“¿Sabían que dos días después de la llegada de Katrina las asociaciones de homosexuales tenían prevista una marcha de 125.000 militantes?”, agregó el nuevo purpurado); levanta la excomunión de los disidentes antijudíos y ultraconservadores, viejos carcamanes con taras mentales que necesitan beber sangre para llevar adelante sus absurdas vidas rodeadas de violencia. Extraña iglesia, la del culto a la sangre. Tan extenso en la historia como la larga “capa magna” que, a modo de provocación ultraconservadora, ostenta el monseñor español en la foto de esta nota.
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