¡UFA!
› Por Mariana Docampo
Kristin es alemana. Con el correr de los años, se hizo con cierta facilidad de algunas propiedades en la Argentina. Yo era la encargada de llevarle los asuntos administrativos, ocuparme del alquiler de sus casas cada vez que ella se iba a Munich. El día que me contrató, me encomendó la cobranza de su departamento de la calle Honduras y me dijo: “Ahí vive Ariel, llamalo y combiná con él”. Llegado el día, llamé y me atendió Ariel, que tenía voz aflautada. De puro prejuiciosa me dije: “Este es gay”, y le pregunté si podía pasar a hacer el pago por el colegio donde yo daba clases. Ariel tuvo la delicadeza de llamarme al celular cuando llegó a la puerta y decirme que saliera yo en vez de entrar él. No entendí bien por qué lo hacía, pero salí a buscarlo. Y allí, para mi sorpresa, noté que Ariel tenía dos grandes pechos debajo de la remera lisa, y un pelo rubio y largo atado en una colita. No llevaba maquillaje y tenía pantalones tipo bombilla y una gorra en la cabeza. Los de seguridad del colegio se miraban entre sí y sonreían, y al rato comenzaron a observarnos con inquietud. Respiré hondo y le pregunté cómo se llamaba. “Mariela”, respondió, con una sonrisa cautelosa. Sin dar explicaciones, le pedí disculpas por haberla llamado Ariel. Ella me contestó que no me preocupase, “que entendía”, no sé bien qué, que estaba acostumbrada. Cuando me llamó Kristin desde Munich para controlar mis actividades, le dije: “Pero, ¿cómo no me avisaste que ‘Ariel’ no es Ariel sino Mariela, y que es una travesti?”. Sentí enojo por la manera en que Kristin había suprimido la identidad de Mariela, sobre todo porque ella misma es lesbiana. Sin dar importancia a lo que yo le decía, mi jefa pasó a otro tema. Al siguiente mes le pedí a Mariela que viniera directamente a casa a pagar el alquiler, no me sentía capaz de afrontar otra vez a los de seguridad del colegio, y la verdad es que tenía ganas de ver a Mariela ataviada libremente y de intercambiar con ella algunas palabras cómodas. Llegó con el pelo suelto, unos jeans muy ajustados y un pronunciado escote. Nuestra conversación duró poco, pero en el transcurso de esos minutos cuatro hombres que pasaban por allí se dieron vuelta, sucesivamente, y sin el menor registro de mi presencia miraron a Mariela con ostentación, le hicieron gestos obscenos y le dirigieron palabras brutales que pasaban vertiginosamente del deseo a la violencia. Lamenté la cobardía que me llevó a no intervenir, pero cuando Mariela notó mi frustración, me dijo: “Dejalos, ya estoy acostumbrada, no hay que darles bolilla”. Este relato es lo que es. Triste por habitual. Y porque revela el estado de cosas que en horas de irrealidad imaginé que ya habíamos dejado atrás.
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