Vie 06.03.2009
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El agujerito sin fin

Amante incondicional del séptimo arte y de los laberintos literarios, nuestrx cronista se interna y se pierde en uno de ellos, donde encuentra muchas cosas que en los libros de Borges no figuran.

¡Ah, como si fuera tan fácil domar ese corcel desbocado que corre adentro mío! ¡Qué digo corcel! Ese tranvía que se desbarranca con gritos excitados de montaña rusa y que este sábado a la noche, más que tranvía, era un tren bala llamado Deseo. Porque les juro que no bien puse un pie en las escaleras de ese sitio (¿a dónde si no a un subsuelo iban a descender esas escaleras?) sentí un vértigo que por un instante atribuí al ardor que me había arrastrado hasta allí, pero que enseguida se reveló fruto de un envoltorio de preservativo al que le había quedado untado un poco de gel y sobre el cual no tuve mejor suerte que afirmar mi zapatico. Así, el vértigo febril se convirtió en porrazo en un abrir y cerrar de ojos, y el único testigo de ese ingreso triunfal fue el chico de la entrada que, lejos de preocuparse por mi integridad, se remitió a darme las buenas noches y a decirme: “20 pesos”. Después de todo, sólo me había caído de culo a lo largo de tres escalones. Tampoco era cuestión de llamar al SAME o desempolvar el botiquín de primeros auxilios. Por lo que me quité los mechones agolpados en la frente, pagué los 20, atravesé el molinete con un golpe de cadera, haciendo de cuenta que no había pasado nada, y con mi mejor cara de poker (“¿Me habrá quedado machucada la cola?”, se preguntaba la voz en off en mi cabeza) procedí a dar una vuelta para reconocer el terreno y apreciar la fauna variopinta. Me abrí paso por pasillos apenas iluminados por monitores en que pitos y culos no se daban tregua en películas XXX por circuito cerrado; por pasillos en que sucesivas puertas se abrían y cerraban no como lo harían en un cuento de Kafka sino al compás de una coreografía de braguetas subibaja; por pasillos que desembocaban en un oscuro laberinto no como lo harían en un cuento de Borges sino al compás del manoseo de bultos y de colas; por pasillos en que todos los presentes relojeaban a los que entraban y salían de esas cabinitas en las que algunos se conformaban con espiar a través del glory hole, pero no como lo haría Stephen Hawking. Y si de agujeros se trata, ¿qué mejor que entrar en una de esas cabinas y sentarse a esperar a que aparezca algo? Como en los viejos tiempos, en los que con mis primas nos sentábamos en el living de la abuela Chicha a aguardar que el cucú se asomara. Porque a todo esto ya eran las 3 de la mañana (¡las 3 menos dos minutos, para ser exactxs!), y por más vueltas que daba, la cosa no pasaba del vaivén de miraditas. Ya me había cansado de manotear bultos en lo oscuro y de que me corrieran la mano. E incluso, en una de ésas, a fuerza de ser insistente, hasta me gané una cachetada. Entonces me dije: “¿Por qué no? ¿Por qué no apelar a la buena voluntad de quien quiera hacer uso de ese servicio que brinda la casa y que no en vano se da en llamar ‘agujero de la gloria’? ¿Quién te dice que no hay un Aleph ahí donde ahora no aparece un pito?” Ni un pito. ¡Nada de nada! Y la película porno sin volumen que no se detenía en el monitor de la cabina, mientras escuchaba solo el volumen de los dos chicos que habían ocupado la cabina de al lado. Para colmo, habían tapado el agujero. ¡Malditos! Y por más que me contorsioné como Borges en el sótano de la casa de la calle Garay, no hubo caso, no se veía un pito. ¡No se veía nada de nada!

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