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Hechos trágicos, del espectáculo, de la política, vistos a través del cristal del periodismo argentino, que bien sabe que con la corrección política, al día siguiente, se envuelven huevos.
› Por Marta Dillon
“Los gays ya pueden entrar a las Fuerzas Armadas. Hoy entró en vigencia la ley que permite a los homosexuales ser militares en Argentina.”
(Diario Los Andes, 3 de marzo)
Vaya picarones los editores o editoras del diario mendocino, ¿no? Porque la noticia no sería nada si no hubiera sido ilustrada con esa linda foto, propia de la imaginería berreta de un portal de contenidos soft porno para celulares. Aun así, el texto da de sí: es que, como bien dice en el cuerpo de la nota —lo que aquí se reproduce es título e introducción— se trata de la entrada en vigencia del nuevo código militar que anula la pena de muerte, el fuero militar y también la penalización de la homosexualidad. De todos modos, más allá de la letra escrita, homosexuales en el Ejército sin duda hubo y hay y lamentablemente también pena de muerte —aunque la última vez que se aplicó esa figura fue en 1934. Otras ejecuciones no merecieron procesos legales—. ¿Qué nos querrá decir el hidalgo diario mendocino, entonces, con su edición? No hace falta pensar demasiado, tal vez con un antiguo “¡a dónde iremos a parar!” se puede resumir la intención de esta bonita página.
El travesti “Pequeña P” fue hallado muerto. Los voceros dijeron a DyN que el cadáver de la víctima, Mario Atún, de 27 años, fue encontrado esta mañana ”
(La voz del Interior, 27 de febrero)
Dice la crónica del espectáculo que la actriz se suicidó, que su novio fue expulsado de su funeral por el resto de la familia, que David Nalbandian —el blondo tenista— era “su fiel admirador” y que era muy querida en su ambiente. Pero claro, también dice que fue “hallado muerto”, que una vez fuera del escenario no merece más reconocimiento a su identidad que aquella que impone la burocracia: Mario Atún, 27 años. En un gesto parecido a la revancha, quien tiene la palabra restaura su idea de orden y entonces la actriz pasa a ser “el travesti”. Muerta, su cuerpo le pertenece a otros —la familia que echó al novio, por ejemplo—, su nombre, el de ella, no volverá a pronunciarse. De esto saben las travestis: cuanto más golpee la desgracia, cuanto más lejos se esté del brillo del espectáculo, menos derechos tendrán a su nombre propio. Cuando son apuñladas, detenidas, sospechadas, las travestis son “los travestis” y no se discute. ¿O encima de desafiar la ley de los sexos pretenderán desafiar, impunes, la ley de la burocracia?
“¿Qué es lo que lleva a figuras de fama internacional heterosexuales a impulsar el tema (del matrimonio homosexual) con tal persistencia? (...) dado que el arte, la cultura y el espectáculo suelen atraer más que otras actividades a miembros de la comunidad LGTB, el contacto habitual con ellos los ha hecho más permeables a hacerse eco de sus problemáticas y sensibilidades insatisfechas.”
Pablo Sirvén, diario La Nación, 1º de marzo.
Aunque, evidentemente, al columnista de espectáculos de La Nación le tomó una semana entera digerir los discursos políticos que acompañaron la entrega de premios Oscar a Milk, la película de Gus Van Sant, la sorpresa no terminó de abandonarlo. Sin embargo, he ahí una razón válida para bregar por los derechos de gays, lesbianas o trans: ¡tener un amigo! Conocerlxs es quererlxs, nos dice Sirvén, y su línea argumental puede servir para saber por qué sigue habiendo hambre en Africa, por ejemplo: la distancia impide que podamos hacernos eco de sus “sensibilidades insatisfechas”. ¿Y al cura Williamson? ¿Por qué se le exige que reconozca el holocausto si no tiene un amigo judío? ¿Y dónde lo va a encontrar si no anda por el Once? Porque además de necesitar un amigo gay para acompañarlo en su reclamo, hay que estar en el lugar indicado para conocerlo. Y eso, según Sirvén, tampoco es en todas partes.
“Y no me vengan ahora con que fue un crimen pasional porque era gay”
(Susana Giménez, en la ma-yoría de los medios, 27 de febrero)
Es cierto, fuera de contexto, la frase de la diva de la televisión hasta parecería políticamente correcta. Sin embargo, fue dicha en medio de una andanada de brutalidades que ya se han repetido suficiente. Así pasó desapercibida esta mención al crimen pasional —suele suce-der cuando las víctimas son mujeres o gays, sobre todo— que esta vez podría ocultar otro tipo de crimen que sí merece que se diga que la víctima es gay: el crimen de odio, ese que se desata por homofobia, una manera de machos de ajusticiar a quien se escapa de la norma. De eso casi nadie quiso hablar. Hubo, sin embargo, otros eufemismos. Analía Córdoba, fiscal, en Radio Mitre, calificó el crimen como “medio raro”. Marcelo Chiebrau, jefe de la DDI Matanza, dijo en el diario Crítica: “No tenemos ningún indicio de que haya sido una fiesta sexual. Si bien es verdad que el fallecido tenía puesto sólo un traje de baño (una sunga), era lógico: había una pileta en la casa”, develando bellamente sus propias especulaciones.
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