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Viernes, 20 de marzo de 2009

SALIO

Perversión y perversidad: separando la paja del trigo

En Nuestro lado oscuro. Una historia de los perversos (Ed. Anagrama), la psicoanalista Elisabeth Roudinesco define las perversiones en una perspectiva histórica. Y propone más: reconocer el lado oscuro que todos tenemos.

Si ahora mismo miramos hacia atrás, nos encontraremos con una adorable y larga fila de personajes perversos que nos saludan. Se trata de ficciones o de seres de carne y hueso a quienes admiramos, defendemos, reivindicamos al punto de que no sabríamos cómo vivir sin su influencia. Porque fueron perversos los niños que se masturbaban, los homosexuales, las mujeres histéricas, las ninfómanas, las obras de Sade, de Pasolini. Fue perversa para su familia la monstruosidad de Gregorio Samsa y también la imagen siempre joven en el espejo que perdió a Dorian Gray. Mirando hacia atrás comprenderemos entonces que el mal absoluto, salvo en el caso aberrante del nazismo, no existe. Ni siquiera la pedofilia que hoy nos escandaliza y rebela fue siempre una perversión. Es claro, no siempre los niños pudieron vivir su propia infancia, ni contaron con sus propios derechos. Los flagelantes fueron santos primero y masoquistas siglos más tarde. He aquí un ejemplo excelente: mientras la pauta religiosa medieval propugnaba la humillación corporal como método para menospreciar el cuerpo y ensalzar el alma para acercarse a Dios, la flagelación se consideró una práctica sublimadora, pero, cuando la perspectiva eclesiástica cambió, la flagelación se transformó en vicio.

¿Será que sólo se trata de nacer en el momento adecuado? O tener suerte, vida y paciencia para que los cambios favorezcan a una u otra perversión...

La pregunta que intenta responder este nuevo libro de la psicoanalista francesa Elizabeth Roudinesco es la siguiente: ¿dónde empieza la perversión y quiénes son los perversos? Guiada por las sombras de Foucault, de Bataille y por una autocrítica que el psicoanálisis nos adeuda hace tiempo, entre otras cosas porque estudió la perversión como problema individual, dejando de lado toda perspectiva histórica, política, cultural, la autora se propone discernir entre perversión y perversidad mirando hacia atrás. Ya Michel Foucault, inspirado en Bataille, había proyectado incluir en su Historia de la sexualidad un capítulo dedicado al mundo de los perversos, es decir, a aquellos a quienes las sociedades humanas, preocupadas por desmarcarse de una parte maldita de sí mismas, han designado como tales.

Toma la posta Roudinesco a lo largo de cinco capítulos que abordan sucesivamente la época medieval, con Gilles de Rais, las santas místicas, los flagelantes; el siglo XVIII, en torno de la vida y la obra del Marqués de Sade; el siglo XIX, el de la medicina mental, con su descripción de las perversiones sexuales; por último, el siglo XX, donde se afirma, con el nazismo –y en especial en las confesiones de Rudolf Höss a propósito de Auschwitz–, la metamorfosis más abyecta que existe de la perversión, antes de que ésta acabe por ser designada, en nuestros días, como un trastorno de la identidad, un estado de delincuencia, una desviación, sin que por ello deje de desplegarse en múltiples facetas: zoofilia, pedofilia, terrorismo, transexualidad.

Si bien el mundo ya no se halla regido por una autoridad divina, aun en el reinado de la ciencia, la perversión sigue siendo sinónimo de perversidad y cualesquiera que sean sus figuras, dice la autora, siempre se relaciona, como antaño, con una especie de negativo de la libertad: aniquilación, deshumanización, odio, destrucción, dominio, crueldad, goce. Roudinesco, en este trabajo, señala la doble cara de la perversión que por un lado marca el límite que una sociedad se impone y, por el otro, celebra su poder para romperlo. Preserva la norma sin dejar de asegurar a la especie humana la permanencia de sus placeres y de sus transgresiones. ¿Qué haríamos sin Sade, Mishima, Genet, Pasolini, Hitchcock y tantos otros que nos legaron las obras más refinadas que quepa imaginar? ¿Qué haríamos si ya no nos fuese posible designar como chivos expiatorios –es decir, perversos– a aquellos que aceptan traducir mediante sus extraños actos las tendencias inconfesables que nos habitan y que reprimimos?

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