ES MI MUNDO
Crossdresser antes de que existiera el término, y transgénero más tarde por voluntad de nombrarse, la señora Virginia Charles Prince murió este mes a los 96 años después de haber abonado un singular camino que desechó la corrección política –detestaba todo aquello que podía ser queer u homosexual– para hacerse mujer en un sentido tan cabal –y heterosexual, incluso– que encantó, como a serpientes, a médicos y psiquiatras amantes de las normativas.
› Por Mauro Cabral
1 Arnold Charles Lowan era cirujano en California y, al parecer, se vestía de mujer en la que creía, ingenua su alma, la seguridad de su armario (tomen nota: cien años después aquí estamos, repitiendo su secreto). En 1912 tuvo un hijo, quien, al llegar a su adolescencia, adoptó para sí el nombre Muriel. La hija del cirujano fue a la universidad en Pomona allá por los años ’30, detalle irrelevante si no fuera porque compartió la habitación con quien más tarde sería Barbara Wilcox. Y no sólo eso (porque el nombre, ya se sabe, siempre es más que eso).
En el año 1941, los medios norteamericanos informaron a la opinión pública que Barbara, la ex compañera de cuarto de Muriel y paciente del Dr. Harry Benjamin, se presentaba ante la Suprema Corte de California pidiendo ser reconocida como una mujer. Como tantas otras peticionantes en su tiempo, afirmó que su feminización había sido intersex, patológica y espontánea, pero luego admitió haber tomado hormonas. Felizmente casada, su cónyuge también cambió de sexo algún tiempo después, en 1944, permaneciendo junto a ella como su esposo. (Y ahí estamos luego, criaturas post-milenio, creyendo de verdad estar viviendo algo nuevo, creyendo haber inventado o siquiera inventariado algo nuevo.)
2 Para 1939, quien luego sería conocida como Virginia Prince había terminado su doctorado en Farmacología. En 1941 se casó, y algunos años después se divorció. Fue entonces cuando su propio travestismo salió a la luz, aunque su contacto con otras crossdressers había comenzado tiempo antes. Se casó después con otra mujer, una inglesa a la que no le molestaba el travestismo ocasional de su marido. Consultó a varios psiquiatras, pero se quedó con las palabras de uno de ellos, Karl Bowman, quien dijo que dejara de luchar contra el asunto, que no era tan terrible. Que había miles como ella, y que siempre las había habido. Que la ciencia médica no había sido capaz de hacer demasiado por ellas, por lo que la mejor cosa para hacer era relajarse. Y aceptarse a sí misma de una vez.
3 Se llamó entonces Virginia Prince, y fue una organizadora imparable. En el año 1960 fundó la revista Transvestia, dedicada a “las necesidades de aquellas personas heterosexuales que se han dado cuenta de su ‘otro lado’ y buscan expresarlo”. También fundó Chevalier, su propia editorial. Un año después fundaba la Fundación para la Plena Expresión de la Personalidad (FPE por sus siglas en inglés, o Phi Pi Epsilon, de acuerdo con el código de las frate-sororidades griegas). Casi dos décadas después, la Fundación se convertiría en la Sociedad del Segundo Yo (Tri-Sigma, conocida popularmente como “Tri-Ess”). Tanto la Fundación como la Sociedad tenían reglas muy estrictas de admisión (la plena expresión de la personalidad del segundo yo no sólo debía ser femenina sino también decorosa y respetable). También debía ser estrictamente heterosexual, en lo posible casada, puesto que ni en FPE ni en Tri-Ess se admitía la entrada de homosexuales. Y nada de transexuales. Y nada de cirugías.
Ella no fue solamente, sin embargo, una gran organizadora comunitaria. Virginia Prince modificó, al menos dos veces, el orden semántico (que es, como se sabe, el orden del universo). En los años ’50 acuñó el término femmefilia para nombrar a quienes, como ella, habiendo nacido hombres se identificaban con un profundo amor por lo femenino (incluidas las mujeres). También disputó fieramente la originalidad del término travestismo –siendo el travestismo genuino el diagnóstico que le abrió a Christine Jorgensen el camino de su resonado cambio de sexo, en aquellos tiempos en los que la transexualidad aún no existía. En los años ’70 acuñó otro término, transgenderista, precursor de lo que hoy conocemos como transgénero. Transgenderistas eran quienes, habiendo sido asignados como varones al nacer, vivían full time como mujeres, pero sin aspirar a cirugía genital alguna.
4 Como tantas otras y tantos otros allá y acá, atravesó las décadas del ’50 y del ’60 bien vestida, pero metiéndose en problemas. En 1961 la condenaron a cinco años en suspenso, por haber enviado material obsceno por correo; un suspenso que podía transformarse en condena efectiva si la pescaban usando la ropa del sexo opuesto. Desde mediados de la década de 1950 hablaba sin cesar con médicos y psiquiatras, instruyéndolos en los delicados recovecos de la heterosexualidad femmefilica. No sólo conversó e instruyó a Harry Benjamin (autor de El Fenómeno Transexual y militante convencido de la causa, quien la reconociera como “una maestra, una mentora y una vocera de la sororidad travesti”); durante 29 años se entrevistó periódicamente con Robert Stoller, el psiquiatra de Stanford a quien debemos gran parte de nuestra jerga, nuestros supuestos y nuestras fantasías sobre el género, sus identidades y sus roles. Apareció en televisión, por primera vez, en el año 1968. Para ese entonces ya se llamaba legalmente Virginia Prince y vivía como mujer. Su cutis californiano había recibido la bendición de la electrólisis y de nuevas dosis de hormonas. Había abandonado la femmefilia por el transgenderismo, pero de transexualidad ni hablar. Ella sabía que para ser mujer no hacía falta operarse sino aprender a pararse, a vestirse, a caminar, a comportarse.
5 Si había algo que nunca le preocupó a Virginia Prince fue la corrección política. No sólo les tenía fobia a homosexuales, transexuales, sadomasoquistas y, en general, queer people. También creía en el matrimonio, en la integridad del cuerpo y del espíritu, y en la feminidad prolija y decente. Ella sabía lo que la propia mujer de Julio Chávez nunca supo: una transgenderista es una dama, no un conjunto de amaneramientos chillones que gritan cualquier cosa, menos soy una mujer. Publicó libros, artículos y entrevistas, diseminando por todas partes, con tono de autoridad pedagógica, el arte antiguo de hacer el género.
6 Las malas lenguas cuentan que, a pesar de la heterosexualidad estricta de la Virginia femmefílica, más de un flirteo con algún señor se coló en las entrevistas que mantuvo con Stoller. Y claro que flirteó. Qué remedio. Ella, como quienes la antecedieron, quienes la acompañaron y quienes vinimos después, se dedicó la vida entera a introducir a los profesionales del cuerpo y de la psiquis en los encantos del diagnóstico diferencial hecho a medida; lo que es decir, a encantar serpientes.
7 Murió el sábado 2 de mayo, y con ella no sólo murió parte de la historia que encarnamos. También murió algo de nuestra capacidad para la contradicción, esa diferencia punzante que la diversidad no tolera. Y algo, si no mucho, de nuestro sentido histórico de las palabras que nos nombran, esas que no caen de los árboles por designio natural o divino, esas que nos cuesta la vida articular y pasar de una lengua a otra.
8 Desde hacía varias décadas, la señora Prince cobraba una pensión mensual que su inquilino le pagaba a cambio de poder quedarse con la casita que alquilaba después de su muerte. Dicen que hizo el negocio de su vida. Murió a los 96 años.
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