PD
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Pichón, sabrás que todavía conservo, a pesar de todo, sobre todo a pesar de mí, un oído de tísico. Ayer en el boliche te oí decir “momia” y sabía que te referías a esta loca vieja que te escribe. Pero las espinas de tus risitas me las quito ahora de la frente con una mano segura, mucho más firme y rápida que mis piernas. Y si la herida tiene que darse, que sea un filo trágico el que la infiera: por ejemplo, un cuerpo sin mácula que se desnuda junto a mi cama. La vejez me hace desviar la mirada cuando me desnudo cerca del espejo, y también vacilar cuando desnudo un cuerpo joven, tan ajeno; los dos ahora me lastiman los ojos y hay que saber reponerse en seguida para convertir la amenaza del rechazo en una respetable erección. O para difuminar en la saliva del beso, o en la bendición del semen, la bilis de la propia melancolía y sobre todo la envidia. Sí, todavía desnudo cuerpos que a menudo envidio; te diré que los pago bastante bien, y llego al orgasmo en el tiempo justo. Lo hago contra las normas del ahorro y contra los criterios de buen ciudadano sobre lo que es admisible y lo que no en cada generación o en cada especie. Aprendí que el suelo donde florece el error es más verdadero que aquel donde se cultiva el sentido común o la “razón suficiente”. Como fuera, me gusta instalarme en el hermoso paisaje del revés. ¿No soy por tanto un disidente, tal como debería serlo? Pero, sin embargo, no te gusta mi manera bizarra de disentir.
La carta anterior no te hirió, decís con gracia, porque no te considerás “un gay” y, por tanto, no era a vos a quien en realidad debía dirigirme. Abominás de esa categoría pasada de moda; hace tiempo que la superaste como el acné. Ni homosexual ni heterosexual, ni siquiera bisexual. Esos términos médicos y jurídicos no te representan; los sobrevolás como a un parque jurásico custodiado por las SS. “No me dejo atrapar por identidades que inventó el Poder para marcar un territorio entre la salud y la enfermedad”, repetís, y yo apenas comprendo. Pasa que pertenezco a otra época en que no quedaba tiempo para tanto debate epistemológico que nos iluminara el coger. Una tenía que vérselas con las razzias, el chongo que te dejaba en bolas, el jefe y el vecino, los ataques de los curas o la televisión, los padres que te rajaban. Aunque no pienses que todo era enjugarse lágrimas o conjurar peligros. Las locas hacíamos sociales hasta en los andenes de la estación del tren, y entonces la cosa se ponía divertida. Una compensación para tanto mal rato. Y siempre encontrábamos compañeras con quienes poníamos nombre al enemigo, y a nosotras mismas, así fueran, uno y otro, nombres prestados y destinados a desaparecer. Porque si había que reconocerse en la lucha contra el estigma, mejor hacerlo con un idioma en común. A pesar de no tener idea de hasta qué punto estábamos esclavizadas al lenguaje y a las formas de amar del enemigo, aprendimos a joder las normas desde adentro.
Queer es una palabra que me enseñaron tarde y a medias. ¿De dónde la sacaron? El otro día escuchaba que planeabas una reunión queer, donde esa reaccionaria acción de coger como cogemos nosotras las del antiguo régimen, mujer contra varón, se convirtiera en la indagación de “nuevas prácticas sexuales” de todos contra todos, y ese “todos” incluiría a varones, mujeres, transgéneros, intersexuales y la mar en coche. Aconsejabas experimentar con el cuerpo todas las intensidades, hasta las que se podría llegar a creer temibles. Que hay que reformular, decías, nuestro envase de carne, porque no puede ser que el mundo sufra la tiranía de los genitales, cuando todo el cuerpo puede convertirse en superficie de goce. Pero resulta que no invitaron a los viejos ni a las viejas.
Sabrás que la teoría, como el automóvil, no es mi fuerte. Me inhibe esa máquina destructora de la tradición que, me decís, es el pensamiento queer, porque nunca encuentro dónde tengo que teclear la opción “deseo”. Si todo es prueba y cambio, dónde quedará entonces mi obsesión exclusiva por la verga de los chongos, que fue el único objeto de mi aprendizaje, gracias al que me recibí de docente, y no la cambio por nada. ¿Para qué cambiar de caballo y de montura en medio de la gran cabalgata? Ya bastante me agiorné cuando en los ochenta se nos vino encima esa cosa igualitaria que es el modelo gay, los bigotes que se refriegan, el hombre contra el hombre, pornografía yanqui soporífera donde la ideología ordena que no haya activo ni pasivo en estado puro, y cuando una se entusiasma con ese camionero tripero hay que bajar la vista, porque se da la vuelta como una maja desnuda. Pero mamarracha y todo, soy consciente de mi lugar de paria, y quiero reclamar desde mi diferencia “un pedazo de cielo donde volar”, aunque ese cielo no fuera color rojo revolucionario, como añora mi amado Pedro Lemebel, sino apenas uno más sencillito, donde no me corriera la cana o donde reconocieran la dignidad de mi viudez. Ya sé: es época de desmontar una excesiva confianza en el orgullo de ser gay, y por eso tus diatribas no serían más que una indignada reacción contra esa cultura fifí sobresaturada de monotonía, autocomplacencia y tarjetas de crédito Golden. Pero ese enojo te nubla la visión del pasado, y en el momento de hacer las valijas para dejar el gueto, no pensás seriamente qué llevar y qué dejar. En algún momento, el vientre de la homofobia volverá a hincharse y querrá como siempre poner bala en tu culo queer, que a pesar tuyo lleva un cartel luminoso con la palabra “gay”. ¿Creés que el homófobo se convencerá de que ya no estás en casa? Por eso, muñequito, vuelvo a dirigirme a vos del mismo modo, “joven gay”. Lo hago un poco por crueldad, me gusta ser cruel pero que parezca boludez de vieja. Un placer de la edad. Pero también lo hago de paria consciente que soy. Porque gay es el nombre con el que el enemigo nos buscará, nos encontrará, y contra el que resistiremos de nuevo, seguramente los dos juntos, quizá ya distintos.
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